29

—Tranquilízate, Caleb —instó Stone—. Y cuéntame exactamente qué ha ocurrido. —Había salido de la carretera camino de Maine al recibir la llamada histérica de Caleb. Escuchó durante diez minutos la explicación jadeante del encuentro cara a cara de su amigo con Jerry Bagger.

—Caleb, ¿estás seguro de que no se ha dado cuenta de que mentías? ¿Completamente seguro?

—Me ha salido bien, Oliver, habrías estado orgulloso de mí. Me ha dado su tarjeta. Me ha dicho que le llamara si tenía más información. Se ha ofrecido a pagarme muchos miles de dólares. —Hizo una pausa—. Y me he enterado de que su verdadero nombre es Annabelle Conroy.

—¡No se lo digas a nadie!

—¿Qué quieres que haga ahora?

—Nada. No te pongas en contacto con Bagger. Luego te llamo.

Stone colgó y acto seguido llamó a Reuben a Atlantic City para ponerlo al corriente.

—Estabas en lo cierto, Reuben. Bagger está en Washington.

—Esperemos que Angie me cuente más cosas esta noche. Por cierto, ¿dónde estás, Oliver?

—Camino de Maine.

—¿Maine? ¿Ahí está ella?

—Sí.

—¿Por qué Maine?

—Digamos que nuestra amiga tiene un asunto pendiente por allí.

—¿Relacionado con Bagger?

—Así es.

Stone dejó el teléfono y siguió conduciendo. El coche de Caleb, por viejo y oxidado que estuviera, se había portado bien, aunque en ningún momento había podido pasar de 95 km/h. Al cabo de unas horas, cuando ya era noche cerrada, Stone pasó del estado de New Hampshire al de Maine. Consultó el mapa, salió de la interestatal y se dirigió al este, hacia el océano Atlántico. Al cabo de veinte minutos aminoró la marcha y cruzó el centro de la localidad donde se encontraba Annabelle. Era pintoresca y estaba llena de tiendas que ofrecían desde artículos turísticos a material náutico, al igual que muchas poblaciones costeras de Nueva Inglaterra. Sin embargo, era temporada baja y hacía tiempo que los visitantes se habían marchado. Nadie quería exponerse al inminente invierno de Maine.

Stone encontró el hotelito en que se alojaba Annabelle, aparcó en el pequeño aparcamiento, recogió la mochila y entró.

Ella le esperaba en el salón, de pie junto a la chimenea cuyo fuego parpadeaba agradablemente. El suelo y las puertas crujían; olía a la cena servida hacía poco mezclada con el aroma de la madera antigua y la poderosa presencia del aire salado procedente del océano.

—Le he dicho al dueño que nos guardara algo de cenar —dijo Annabelle.

Cenaron en el pequeño comedor, y el hambriento Stone engulló la sopa de pescado, el pan con mantequilla y el crujiente bacalao mientras Annabelle picoteaba la comida.

—¿Dónde podemos hablar? —preguntó él cuando hubo terminado.

—Te he reservado una habitación al lado de la mía.

—Humm… ahora mismo la verdad es que ando un poco escaso de dinero.

—Oliver, no quiero ni oír hablar del tema. Vamos.

Annabelle cogió una jarra de café y dos tazas y lo condujo escaleras arriba, primero a su habitación para que dejara la pequeña mochila y luego a la de ella, que tenía un saloncito contiguo al dormitorio. La chimenea también estaba encendida. Se sentaron y tomaron café caliente.

Annabelle sacó un documento de identidad, una tarjeta de crédito y un fajo de billetes de su bolso. Se los entregó a Stone. El documento de identidad tenía su foto y otra información pertinente que lo convertía en ciudadano del Distrito de Columbia.

—Un tío que conozco me los hizo rápido. Utilicé una foto tuya que tenía. La tarjeta de crédito es legal.

—Gracias. Pero ¿por qué lo has hecho?

—Te repito que no quiero oír hablar del tema.

Ella se limitó a contemplar las llamas mientras Stone la observaba, debatiéndose entre decírselo o no.

—Annabelle, deja la taza.

—¿Qué?

—Tengo que decirte una cosa y no quiero que se te caiga el café.

Dejó la taza lentamente con una curiosa expresión de temor.

—¿Reuben? ¿Milton? ¡Maldita sea, te dije que no los mandaras a Atlantic City!

—Ellos están bien. Se trata de Caleb, pero tampoco le ha pasado nada. Hoy ha recibido una visita inesperada en la biblioteca.

Annabelle lo atravesó con la mirada.

—¿Jerry?

Stone asintió.

—Al parecer Caleb interpretó bien su papel. Bagger le ofreció mucho dinero a cambio de información sobre ti.

—¿Cómo se le ocurrió ir a la biblioteca?

—Descubrió que estuviste casada con DeHaven. Hay constancia pública de ello y hoy día es fácil acceder a ese tipo de información por Internet. Quiere saber si fuiste al entierro.

Annabelle se dejó caer hacia atrás en el pequeño sofá.

—Tenía que haber seguido mi plan de huida original. Joder, mira que soy idiota.

—No; eres humana. Viniste a presentar tus respetos al hombre con quien te casaste y al que quisiste. Es normal.

—No cuando acabas de birlarle cuarenta millones de dólares a un loco homicida como Jerry Bagger, en ese caso no. Es una estupidez —añadió con amargura.

—Vale, pero no te fuiste a una isla, tu compinche la cagó y Bagger te está pisando los talones. Esa es la realidad que tenemos. Ahora no puedes huir porque, por muy bien que lo hagas, dejarás algún tipo de rastro. Y él está demasiado cerca como para que se le escape. Si te vas a esa isla, ten por seguro que estarás sola cuando Bagger te mate.

—Gracias, Oliver. Eso sí que me hace sentir mejor.

—Debería. Porque aquí hay gente dispuesta a arriesgar su vida por ti.

Ella suavizó la expresión.

—Lo sé. No quería decir eso.

Stone miró por la ventana.

—Este pueblo es bastante soporífero. Es difícil creer que aquí se produzcan asesinatos. ¿Dónde ocurrió?

—Justo en las afueras. Había pensado ir por la mañana.

—¿Quieres hablar del tema esta noche?

—El viaje ha sido muy largo y debes de estar cansado. Y no, no quiero hablar del asunto esta noche. Si mañana voy a enfrentarme a él, necesito dormir un poco. Buenas noches.

Stone vio cómo cerraba la puerta del dormitorio y entonces se levantó y se dirigió a su cuarto, sin saber qué le depararía el día siguiente.