Harry Finn entró silenciosamente en la habitación, se sentó en la silla y la observó. La mujer le devolvió la mirada o lo atravesó con ella, Finn nunca lo sabía a ciencia cierta. En el pasado hablaba bien inglés, sin acento. Pero la mujer políglota, quizá debido a una paranoia creciente, había decidido mezclar cuatro idiomas a la vez y crear una amalgama confusa que convertía la comunicación en una experiencia caótica. No sabía muy bien cómo, pero Finn conseguía comprenderla. Ella no habría esperado menos de él.
Dijo algo y él respondió al brusco saludo con pocas palabras. Aquello pareció satisfacerla, porque asintió mientras esbozaba una sonrisa entre sus flácidas mejillas. De hecho, ella supo que Finn estaba allí antes incluso de que entrara en la habitación. En otras ocasiones lo había explicado diciendo que notaba su «presencia». Tenía un aura especial, le había dicho; agradable y característica. Como hombre al que no gustaba dejar rastro en ningún sitio, aquello le preocupaba. Pero ¿cómo podía una persona borrar su aura?
De niño recordaba el cuerpo alto y fuerte de su madre y sus manos de pianista. Ahora había encogido, estaba marchita. Escudriñó su rostro. En el pasado había poseído una belleza extraña, frágil, un encanto que, de adulto, él siempre había relacionado con el más hermoso de los lirios. Eso se debía a que, de niño, por la noche la belleza se desvanecía y su madre se tornaba voluble y a veces violenta; nunca contra él sino contra sí misma. Y entonces Finn tenía que intervenir y hacerse cargo de la situación. Lo había hecho ya con sólo siete años. La experiencia le había hecho madurar rápido, más de lo que debía. Ahora la belleza había desaparecido de su rostro, el cuerpo flojo, las otrora hermosas manos, marcadas y arrugadas sobre el regazo. Tenía poco más de setenta años, pero parecía más que preparada para la muerte.
De todos modos, seguía siendo capaz de dominarle con su indignación, con su exigencia de reparar un agravio. A pesar de su deterioro físico, sus palabras conservaban la capacidad de hacerle sentir el dolor, la injusticia que había sufrido.
—He oído la noticia —dijo en su curioso idioma—. Ya está hecho y está bien. Eres bueno.
Finn se levantó y miró por la ventana hacia los jardines de aquel lugar que creía que todavía llamaban sanatorio. Los cuatro periódicos que leía todos los días, de cabo a rabo, estaban perfectamente apilados en el alféizar. Cuando acababa con los periódicos, escuchaba la radio o veía la tele, hasta que se dormía bien entrada la noche. La mañana traía más noticias que ella devoraría. Parecía no perderse nada de lo que pasaba en el mundo.
—Y ahora pasa al siguiente —dijo ella en voz más alta, como si temiera que sus palabras no fueran capaces de recorrer la habitación.
Él asintió.
—De acuerdo.
—Eres un buen hijo.
Harry volvió a su asiento.
—¿Qué tal estás de salud?
—¿Qué salud? —repuso ella sonriendo y girando la cabeza. Harry recordó que su madre siempre había hecho lo mismo. Siempre, como si escuchara una canción que nadie más oía. De niño eso le encantaba, esa cualidad misteriosa que todos los niños buscan en sus padres. Ahora no le gustaba tanto.
—No tengo salud. Ya sabes lo que me hicieron. No te creerás que esto es natural, ¿verdad? No soy tan vieja. Me siento aquí y me voy pudriendo un poco cada día.
La habían envenenado hacía años, le había dicho ella. La habían encontrado, no sabía muy bien cómo. El veneno estaba destinado a matarla, pero había sobrevivido. No obstante, la estaba consumiendo desde dentro, destrozándole los órganos uno a uno hasta que no quedara ninguno. Probablemente ella pensaba que algún día se desvanecería de este mundo.
—Puedes marcharte. No eres como los demás enfermos que están aquí.
—¿Y adónde voy a ir? Dímelo, ¿adónde? Aquí estoy a salvo. Así que aquí me quedo, hasta que salga con los pies por delante para que me incineren. Eso es lo que quiero.
Finn levantó las manos en señal de rendición. Cada vez que la visitaba tenían la misma discusión, con igual resultado. Ella se estaba pudriendo y tenía miedo y moriría allí. Él podría haber pronunciado ambas partes de la conversación, tan bien se las sabía.
—¿Y qué tal tu mujer y esos hijos tan preciosos?
—Están bien. Echan de menos verte.
—No queda mucho que ver. La pequeña, Susie, ¿sigue teniendo el oso que le regalé?
—Es su preferido. Siempre lo lleva consigo.
—Dile que lo conserve siempre. Representa mi amor por ella. No he sido una abuela como Dios manda para ellos, pero me moriría si se deshiciera del oso. Me moriría.
—Lo sé. Y ella también. Como he dicho, le encanta.
La mujer se levantó con piernas temblorosas, se acercó a una cómoda y extrajo una foto. La agarró fuertemente con sus dedos nudosos antes de tendérsela.
—Toma —dijo—. Te la has ganado.
Él la cogió. Era la misma foto que Judd Bingham, Bob Cole y Lou Cincetti habían visto antes de morir. Carter Gray también había mirado esa imagen antes de estallar en pedazos.
Finn trazó con el dedo índice la delicada línea de la mejilla de Rayfield Solomon. El pasado se le apareció como un destello en la cabeza: la separación, la noticia de la muerte de su padre, la eliminación del pasado y la creación meticulosa de uno nuevo y, con los años, las devastadoras revelaciones de una esposa y madre que le contó a su hijo lo ocurrido.
—Y ahora Roger Simpson —dijo ella.
—Sí, el último —repuso Finn con un deje de alivio.
Había tardado años en identificar y localizar a Bingham, a Cincetti y a Cole. Lo había conseguido hacía meses y entonces había empezado la matanza. Había conocido el paradero del Gray y del senador Roger Simpson porque eran figuras públicas. Pero también eran objetivos más complicados. Había ido primero por los que le ofrecían menor resistencia. Eso alertaría a Gray y Simpson, pero ya contaba con ello. Y cuando Gray había dejado el Gobierno, también había dejado atrás buena parte de las medidas de protección. Incluso advertido, Finn había conseguido matarle. Simpson era el último de la lista. Los senadores también tenían protección, pero Finn confiaba en acabar con él.
Cuando Finn analizaba la vida que llevaba ahora en el seno de una familia de cinco miembros en una urbanización de Virginia de lo más normal con un perro adorable, clases de música, partidos de fútbol y béisbol y certámenes de natación incluidos, y la comparaba con su vida de niño, el contraste tenía un efecto casi apocalíptico. Por eso casi nunca comparaba ambas situaciones. Por eso era Harry Finn, el rey de la compartimentación. Era capaz de erigir muros infranqueables en su interior.
—Voy a contarte una cosa, Harry —anunció entonces su madre.
Él se reclinó en el asiento y escuchó, aunque ya lo había oído todo con anterioridad, de hecho habría sido capaz de contarlo igual de bien que ella. No obstante, escuchó aquel collage de palabras fracturadas, discordantes, que continuaban irradiando un poder visceral; sus recuerdos representaban un caso elocuente basado en hechos reales del que sólo podía emerger la verdad. Era extraordinario y terrorífico a partes iguales, tenía tal capacidad para evocar el pasado con tanta fuerza que daba la impresión de ocupar la habitación en que estaban con la congoja agónica que rodea una pira en llamas. Y cuando terminaba y se le agotaban las fuerzas, él le daba un beso de despedida y proseguía su viaje, un viaje que realizaba por ella. Y quizá también por él.