27

Jerry Bagger estaba recorriendo Washington cuando pasó por delante del Departamento de Justicia. Al darse cuenta, dedicó un gesto obsceno con el dedo a todo el organismo federal.

—Este sí que es un buen blanco para un ataque nuclear. Y ya puestos, también podrían alcanzar al FBI. Porque ¿quién necesita a los abogados y los polis? Yo no. —Miró a uno de sus hombres—. Mike, ¿tú los necesitas?

—No, señor Bagger.

—Así me gusta.

Bagger había recibido un informe más detallado del investigador privado a su llegada a Washington; por eso bajó del coche y entró en una biblioteca. No se trataba de una biblioteca cualquiera, sino que para muchos eruditos era la biblioteca: la Biblioteca del Congreso.

Sus hombres hicieron un par de averiguaciones, y al cabo de dos minutos Bagger y su séquito entraban en la sala de lectura de libros raros que había dirigido el difunto Jonathan DeHaven, el ex marido de Annabelle. También era el lugar de trabajo actual de Caleb Shaw. Precisamente estaba saliendo de una de las cámaras cuando Bagger entró.

Fue meritorio que Caleb no empezara a vomitar al reconocer a Bagger por la foto que Milton le había enseñado, aunque los retortijones de estómago estaban ahí. Sin embargo, se quedó allí con una sonrisa de oreja a oreja. No tenía ni idea de por qué sonreía. Con una punzada de horror, pensó que quizá fuera el primer paso antes de caer en el histerismo. Tenía que hacer algo ya.

—¿En qué puedo ayudarles? —dijo acercándose al grupo de seis jóvenes fornidos y con traje oscuro que rodeaban a un Bagger muy en forma para sus sesenta y seis años, de espaldas anchas, pelo cano y piel bronceada, la nariz rota y una cicatriz horrorosa en una mejilla.

Caleb pensó que parecía un pirata.

—Espero que en algo —respondió Bagger educadamente—. ¿Es aquí lo de los libros raros? —Miró alrededor.

—La sala de lectura de libros raros, sí.

—¿Y son muy raros los libros que hay aquí?

—Mucho, y no hay sólo libros. Tenemos códices, incunables, libros de gran formato, una Biblia de Gutenberg, un ejemplar de la Declaración de Independencia, la biblioteca personal de Jefferson y muchas otras obras especiales. Algunas son únicas. Literalmente no existen en otro sitio.

—¿Ah, sí? —dijo Bagger, indiferente—. Pues yo tengo una cosa todavía más rara.

—¿De qué se trata? —inquirió Caleb.

—El libro que leo —respondió Bagger—. Porque es invisible. —Se echó a reír y sus hombres lo imitaron.

Caleb rio entre dientes educadamente mientras se aferraba al respaldo de un asiento para mantenerse en pie.

Bagger le rodeó los hombros con un brazo.

—Tengo la impresión de que puedes ayudarme. ¿Cómo te llamas?

Caleb intentó encontrar un alias pero lo único que le salió fue «Caleb Shaw».

—¿Caleb? ¡Vaya, ese nombre no se oye todos los días! ¿Eres amish o algo así?

—No; soy republicano —repuso Caleb en voz baja mientras Bagger lo sujetaba cada vez más fuerte con su brazo musculoso. «¿Será este el brazo con el que mató a toda esa gente?».

—Vale, don republicano, ¿podemos hablar en privado en algún sitio? Este edificio es grande. Seguro que hay algún sitio donde tener un pequeño mano a mano.

Caleb se había temido algo así. Al menos en la sala de lectura había testigos potenciales, aunque sólo fuera para ver cómo ese mafioso lo estrangulaba.

—Eh… pues… es que ahora tengo mucho trabajo. —El brazo de Bagger le apretó con más fuerza—. Pero seguro que puedo dedicarle unos minutos.

Caleb lo condujo a un pequeño despacho situado al final del pasillo.

—Siéntate —ordenó Bagger. Caleb lo hizo en la única silla que había—. Bueno, tengo entendido que al tío que dirigía este sitio se lo cargaron.

—El director del Departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales fue asesinado, eso es.

—¿Jonathan DeHaven?

—Eso es. Fue asesinado —repitió Caleb en voz baja—. En este mismo edificio.

—Vaya —dijo Bagger mientras lanzaba una mirada a sus hombres—. En una puta biblioteca. Vaya por Dios, hay que ver en qué mundo más violento vivimos. —Miró de nuevo a Caleb—. Resulta que tengo una amiga que conocía a ese tal DeHaven. De hecho, incluso estuvo casada con él.

—¿Ah, sí? No sabía que DeHaven se hubiera casado. —Caleb consiguió mentir bastante bien.

—Pues sí. Aunque duró poco. Era un ratón de biblioteca. No te lo tomes a mal. Y la mujer… pues… la mujer no. Ella era una especie de… ¿cómo se dice?

—¿Un torbellino de mujer? —sugirió Caleb.

Bagger le dedicó una mirada recelosa.

—Sí. ¿Por qué lo dices?

Al advertir que había estado peligrosamente cerca de dar a Bagger motivos suficientes para torturarle y sonsacarle más información, Caleb dijo:

—Yo también estuve casado, y mi mujer me dejó al cabo de cuatro meses. Era un torbellino de mujer y, como usted ha dicho, yo soy un ratón de biblioteca. —Era increíble lo bien que se le daba mentir.

—Bueno, pues ya lo entiendes. De todos modos, hace mucho tiempo que no la veo y quería ver cómo estaba. Así que se me ocurrió que quizá se enteró de la muerte de su ex y asistió al funeral. —Miró expectante a Caleb.

—Yo fui al funeral pero no vi a nadie desconocido. ¿Qué aspecto tiene esa mujer y cómo se llama?

—Alta, buenas curvas, un bombón. Tiene una pequeña cicatriz bajo el ojo derecho. El color de pelo y el peinado dependen del día de la semana, ¿me entiendes? Se llama Annabelle Conroy, pero eso también depende del día de la semana.

—No me suena de nada. —El nombre estaba claro que no le sonaba, puesto que Caleb conocía a Annabelle por Susan Hunter, pero la descripción física daba en el clavo—. Seguro que me habría fijado en alguien así. La mayoría de los asistentes al funeral eran normalitos. Ya me entiende, como yo.

—Ya, seguro —gruñó Bagger. Chasqueó los dedos y uno de sus hombres sacó una tarjeta que Bagger le tendió a Caleb—. Si recuerdas algo útil, me llamas. Pago bien. Y eso quiere decir muy bien. Cinco cifras.

Caleb abrió unos ojos como platos mientras cogía la tarjeta.

—Debe de tener muchas ganas de encontrarla.

—Ni te imaginas cuántas, don republicano.