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Carter Gray caminó lentamente por el largo pasillo, que por algún motivo estaba pintado de color salmón, quizá para infundir tranquilidad, pensó. Sin embargo, no se trataba de un edificio que infundiera tranquilidad, ya que sólo se utilizaba en situaciones de emergencia. Al final del pasillo subterráneo había una única habitación enclavada tras una puerta acorazada. Introdujo los códigos de seguridad y dejó que los lectores biométricos le reconocieran. La puerta se abrió sin ruido alguno. Estas medidas de seguridad dignas de James Bond habían costado millones a los contribuyentes. De todos modos, pensó, ¿para qué otra cosa servían los contribuyentes si no? Consumían demasiado, pagaban muchos impuestos y su Gobierno gastaba mucho más de lo que debía, normalmente en estupideces. Si aquello no era equitativo, que bajara Dios y lo viera.

Gray se acercó a la pared de pequeños cofres acorazados y deslizó su llave electrónica por uno al tiempo que pasaba el pulgar por un lector de huellas dactilares. El cofre se abrió y él extrajo la carpeta y se sentó en una silla.

Al cabo de una hora Gray había terminado de leer el expediente. Acto seguido, extrajo la foto que había recibido por correo y la comparó con la del expediente. Se trataba del mismo hombre, sin duda. Había llegado a conocerle muy bien. En muchos sentidos había sido el mayor confidente de Gray. Durante décadas había temido que el desafortunado asunto de Rayfield Solomon acabara acechándole. Había llegado ese momento.

Cole, Cincetti, Bingham, todos muertos. Y él había estado a punto de correr la misma suerte, y así habría sido de no ser por la sala acorazada que el ex director de la CIA y vicepresidente que había vivido allí antes que él había ordenado construir en el sótano de la casa; una sala subterránea a prueba de incendios y bombas. Cuando Gray le había dicho a Oliver Stone que en su nuevo hogar se sentía a gusto y seguro, lo había dicho en sentido literal. Y su hogar incluía un túnel fortificado que le había trasladado fuera de la finca sano y salvo hasta el otro lado de la calle principal, donde un coche conducido por uno de sus guardaespaldas le había recogido. Hacía más de una hora que Gray se había marchado de la casa cuando esta explotó. Había salido a los pocos minutos de recibir la foto. De todos modos, le había ido por los pelos. El FBI había iniciado una investigación por homicidio, reconociendo públicamente que habían encontrado un cadáver entre los escombros. Gray había orquestado todo aquello entre bastidores. Quería que la gente lo diera por muerto.

Y lo estaría si su asesino en potencia no le hubiera mandado aquella foto. Qué arriesgado había sido. Menudo error táctico. No obstante, para él debía de ser importante que Gray comprendiera claramente por qué iba a matarle; por suerte aquello revelaba mucho del asesino. Sin duda se trataba de alguien para quien Rayfield Solomon era muy importante. Apuntaba a una relación familiar o algo muy parecido.

Ahora los demás objetivos resultaban obvios, reflexionó Gray sentado en una silla a treinta metros por debajo de la sede de la CIA en Langley, Virginia, coloso que había dirigido en otra época. El acceso a esa sala sólo se permitía al director y a los ex directores. Allí se encontraban los archivos que contenían secretos que nunca se desvelarían a la opinión pública estadounidense. Había información desconocida incluso para los mismísimos presidentes del Gobierno. La palabra «archivos» se refería a algo más que meros papeles. Incluía sangre, sudor y lágrimas. Sin duda aquel había sido el caso con Ray Solomon. Gray no había sido informado de la orden de matar a Solomon. Si lo hubiera sabido, lo habría evitado. Había lamentado la muerte de su amigo todos aquellos años. No obstante, en este caso lamentarse era un sentimiento inútil. Lo lamentaba, sí, pero Solomon estaba muerto.

Guardó los archivos y cerró la cámara acorazada. Había muchas personalidades que no deseaban que el caso de Ray Solomon saliera jamás a la luz. Utilizarían todos sus recursos para atrapar a quienquiera que intentara matar a Gray. Y ahora este estaba plenamente de su lado. Su amigo llevaba décadas muerto. Reavivar ese fuego no entrañaría nada bueno.

Además, había jugado limpio al advertir a John Carr. No le proporcionaría más ayuda. Y si moría, pues que muriera.