Reuben continuó recorriendo el casino mientras intentaba memorizar detalles significativos. No sabía exactamente qué clase de información quería Stone, por lo que decidió ser más exhaustivo que superficial. En cualquier caso, era más entretenido que trabajar en el muelle de carga.
Al final volvió junto a Milton a la mesa de blackjack. Al llegar se quedó boquiabierto. Milton tenía un montón de columnas de fichas bien apiladitas delante de él.
—Milton, ¿qué cono ha pasado? —le preguntó.
—Lo que ha pasado es bien sencillo —dijo el jugador que estaba al lado de Milton—: su amigo ha ganado unos cuatro mil dólares.
Reuben se quedó mirando fijamente al hombre y luego al fornido jefe de mesa, que miraba con recelo a Milton y sus ganancias.
—¡Joder, Batman! —exclamó Reuben—. ¡Cuatro mil dólares!
El jefe de sala se acercó a Milton.
—Está haciendo trampas —le espetó.
—No es verdad —replicó Milton indignado.
—Está contando las cartas. ¿Así es como disfruta? ¿Qué pasa, no tiene suerte con las tías y por eso viene aquí a hacer trampas?
Milton se sonrojó.
—Es la primera vez que piso un casino.
—Y un cuerno —repuso el jefe de sala.
—Oiga, seguro que no es… —intervino Reuben educadamente.
—¿Y qué pasa si cuento las cartas? —interrumpió Milton—. ¿Acaso es ilegal en Nueva Jersey? Me parece que no, porque lo he comprobado. Y el casino puede emplear contramedidas contra mí sólo si soy un «jugador experto», que no es el caso, y las contramedidas que puede aplicar están limitadas por ley. Ahora bien, en Las Vegas usted podría alegar que he entrado sin autorización, leerme la ley correspondiente y prohibirme la entrada a los casinos durante un año, pero esto no es Las Vegas, ¿verdad que no?
—¿Sabe todo eso y dice que es la primera vez que entra en un casino? —replicó el jefe.
—Lo consulté en Internet ayer por la noche. Menudas normas. Así que apártese y déjeme jugar en paz.
El jefe parecía a punto de abalanzarse sobre Milton, pero Reuben se interpuso.
—Creo que mi amigo va a cambiar las fichas.
—Pero Reuben —se quejó Milton—, estoy en racha.
—Ahora mismo va a cambiarlas —afirmó Reuben, tajante.
Más tarde, Milton le preguntó:
—¿Por qué no me has dejado seguir jugando?
—Mejor seguir con vida, ¿no?
—Oh, venga ya, estamos en el siglo veintiuno. Esas cosas ya no se hacen.
—¿Tú crees? Olvídate de las leyes, en un casino te pueden echar por cualquier motivo. Tienes suerte de que el jefe de sala tardara en llegar a la mesa. Apuesto a que hay un par de matones siguiéndonos.
Milton giró la cabeza.
—¿Dónde?
—No se dejan ver, ¿sabes? —Reuben hizo una pausa—. ¿Cómo es que has ganado tanto dinero?
—Empecé utilizando un esquema alto-bajo multinivel con un añadido de conteo marginal basado en el sistema de recuento zen —susurró Milton—. Por supuesto, apliqué una metodología de conteo real que tiene en cuenta las distintas barajas con que se juega. Luego fui un poco más allá y utilicé el método de conteo de puntos avanzado de Uston. También me esforcé especialmente en optimizar mis apuestas de forma estratégica valiéndome de las fichas tricolores para disimular mi apuesta.
Reuben se quedó boquiabierto.
—Milton, ¿cómo demonios sabes todo eso?
—Anoche leí doce artículos sobre el tema en Internet. Eran muy interesantes, y en cuanto leo algo…
—Nunca lo olvidas, ya lo sé. —Reuben exhaló un suspiro. La capacidad intelectual de su amigo parecía no tener límites—. O sea que el jefe de sala tenía razón, estabas contando las cartas. Menos mal que lo has hecho sin un ordenador, eso sí que no se puede hacer.
—Tengo un ordenador, está en mi cerebro.
—Vale, cerebrín, para que lo sepas: en las misiones de reconocimiento la norma es que el equipo lo divida todo a medias.
—¿A medias?
—Sí, eso. Me tocan dos mil pavos. Venga, apoquina.
Milton le entregó el dinero y le advirtió:
—Recuerda que tienes que pagar los impuestos correspondientes.
—Yo no pago impuestos.
—Reuben, tienes que pagarlos.
—El Tío Sam ya le sacará la pasta a otro. Por cierto, mientras tú desplumabas al casino yo he estado recabando información. —Le contó lo de la camarera.
—Suena prometedor, Reuben, buen trabajo.
—Ya, pero el precio final quizá sea abusivo, a juzgar por cómo Angie me comía con los ojos.
—Bueno, no te supondrá problema alguno porque tienes dos mil dólares.
Reuben miró a su amigo de hito en hito, incrédulo.