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A la mañana siguiente, mientras Reuben y Milton se dirigían a Atlantic City en el coche, Harry Finn también estaba ocupado. Él y dos miembros del equipo medían una parcela situada cerca del Capitolio. Los uniformes que llevaban eran impecables, el equipamiento, de lo más preciso. Lo más importante era que transmitían la apariencia de seguridad de quienes se hallan en todo su derecho de estar donde están. Cuando fueron abordados por dos agentes de policía del Capitolio, Finn sacó con toda tranquilidad un papel del bolsillo y les enseñó las supuestas órdenes oficiales recibidas.

—Hago lo que me mandan, chicos —dijo con aire de disculpa—. No estaremos aquí mucho rato. Es por el dichoso proyecto del centro de visitantes.

—¿Te refieres a ese pozo sin fondo que pagan los contribuyentes? —se quejó un poli. El proyecto se había convertido en la versión moderna de la construcción de una catedral gótica.

Finn asintió.

—Ya sabéis que en esta ciudad todo el mundo se considera con jurisdicción sobre algo. Por eso tenemos que hacer las cosas diez veces.

—Y que lo digas —convino el otro policía—. Pero hacedlo rápido.

—Descuida —repuso Finn mientras continuaba con su trabajo.

En realidad el aparato de topografía que utilizaban era una cámara de vídeo que en ese momento estaba filmando dos entradas del edificio del Capitolio y detallando la rotación de los guardias y otros elementos de seguridad para más tarde entrar en el edificio sin problemas. Desde que un hombre había franqueado el perímetro de seguridad del Capitolio con cierta facilidad, varios políticos de alto rango se habían enfurecido. Habían contratado en secreto a la empresa de Finn para comprobar si la «mejora» de las medidas de seguridad puesta en práctica era la solución o no. Por lo que Finn había visto hasta el momento, estaba claro que no.

De vuelta en su despacho, Finn se pasó las dos horas siguientes inmerso en una «excavación telefónica». Se trataba de una actividad compleja consistente en telefonear a una persona tras otra para sonsacarle datos concretos capaces de ser utilizados en la siguiente llamada. Finn había empleado esta técnica para averiguar la ubicación en Estados Unidos de la vacuna para un peligroso virus de bioterrorismo fingiendo ser un estudiante de Marketing que hacía un trabajo sobre técnicas de distribución comercial. Habló con ocho personas, hasta llegar al vicepresidente de la empresa que fabricaba la vacuna, el cual, sin darse cuenta, confirmó la ubicación mientras respondía a preguntas aparentemente sin relación con el tema en cuestión.

Hoy Finn estaba recopilando información sobre dos proyectos futuros: la incursión en el Capitolio y una misión mucho más complicada en el Pentágono. Si bien por desgracia estaba claro que se podía estrellar un avión comercial contra la sede central del ejército de Estados Unidos, existían formas mucho más sutiles de burlar las medidas de seguridad del lugar y llegar a hacer incluso más daño del que hiciera el malogrado jumbo. Otras posibilidades eran colocar una bomba trampa en el sistema del centro de mando militar o sabotear el sistema de filtración de aire para matar o infectar a decenas de miles de altos funcionarios gubernamentales o incluso hacer volar el edificio entero desde el interior.

Finn seguía con su trabajo sin apartar la vista de Internet para seguir las noticias de la muerte de Carter Gray. Como era de esperar, las autoridades no desvelaban demasiado. No se habían producido filtraciones y buena parte de las noticias se limitaban a ensalzar una y otra vez la carrera gloriosa y el servicio a la patria del difunto, Carter Robert Gray. Al final, Finn no aguantó más y salió a dar un paseo.

Entonces, de repente, decidió visitar a su madre. Cogería un avión esa misma noche, en cuanto los niños estuvieran acostados. Podía verla al día siguiente y regresar a casa por la noche. Después del trabajito de la Marina le esperaba una temporada de inactividad. El suyo no era un trabajo de nueve a cinco. Teniendo en cuenta que varias misiones se encontraban en fase de preparación previa a las operaciones sobre el terreno, aquel era un buen momento.

Ver a su madre le producía sentimientos encontrados. La rutina nunca variaba; de hecho era imposible que cambiara. No obstante, dado que todo había comenzado con ella, Finn tenía que regresar a esa base de vez en cuando. No es que tuviera que ir a rendir cuentas, pero, en cierto modo, eso era precisamente lo que hacía.

Reservó el vuelo por Internet y llamó a Mandy para decírselo. Salió pronto del trabajo, llevó a sus dos hijos pequeños a clases de natación y de béisbol respectivamente y más tarde pasó a recogerlos. Cuando ya estaban dormidos, se dirigió al aeropuerto para recorrer el corto trayecto hacia uno de los días más largos de su vida.