Stone vio la nota cuando regresó a su casa. Supo por instinto de qué se trataba incluso antes de abrirla, pero se tomó su tiempo para leerla. Al terminar, se recostó en el asiento y respiró hondo. Luego se enfadó. Llamó a Reuben, a Milton y a Caleb. Les dijo que esa noche habría una reunión del Camel Club en su casa. Aunque Caleb rezongó porque tenía que trabajar hasta tarde para acabar un proyecto, Stone insistió en que fuera.
—Es importante, Caleb. Tiene que ver con una de nuestras amistades.
—¿Qué amistades? —le había preguntado él con suspicacia.
—Susan.
—¿Se ha metido en algún lío?
—Sí.
—Entonces iré —dijo Caleb sin vacilar.
Stone pasó las horas siguientes trabajando en el cementerio, apuntalando lápidas antiguas que siempre parecían querer desprenderse de la tierra tras un aguacero, independientemente de las veces que las enderezaba y reforzaba. Estaba haciendo algo más que trabajar. Quería hacer aflorar algo que llevaba enterrado mucho tiempo, tanto en la tierra como en su mente.
La vieja lápida estaba coronada por un águila. Mientras fingía enderezarla por si alguien le observaba, Stone la dejó caer al suelo como por casualidad. En la tierra quedó entonces al descubierto un pequeño agujero que contenía una caja rectangular de metal hermética. La sacó y la introdujo en la bolsa de basura que estaba utilizando para recoger las malas hierbas. Dejó la lápida de lado, se sacudió el polvo de las manos y entró en su casa con la bolsa.
Abrió la caja en el escritorio con una llave que guardaba pegada con cinta adhesiva detrás del interruptor de luz del diminuto cuarto de baño. Dispuso el contenido de la caja delante de él. Aquello era su póliza de seguros por si alguna vez alguien iba a hacerle daño. Stone era consciente de que lo que le habían pedido que hiciera por su país podía considerarse, desde otro punto de vista, como meros crímenes cometidos bajo la frágil bandera del contraespionaje. Le habían dicho en innumerables ocasiones que, si él o los miembros de su equipo eran apresados durante una misión, no confiaran en que el Tío Sam fuera a sacarles del apuro. Estaban solos. Para unos jóvenes dotados de habilidades especiales y grandes dosis de confianza en sí mismos, aquello era una especie de reto imposible de rechazar.
Él y hombres como Lou Cincetti y Bob Cole solían bromear, en sesiones de humor negro, con que si su captura fuese inminente se limitarían a matarse mutuamente y así, como no podía ser de otro modo, dejarían el mundo juntos. No obstante, a medida que transcurrían los años y los asesinatos se sucedían, Stone había empezado a recopilar información y documentación sobre esas «misiones». El Tío Sam podía decir que no respondería por ellos, pero la situación cambiaría sobremanera si Stone demostraba la responsabilidad de la Agencia. No obstante, al final nada de todo aquello había importado. Su mujer había muerto y había perdido a su hija, y las personas responsables de ello, por el mero hecho de que él no quiso seguir matando, no habían recibido su merecido castigo.
Stone se quedó mirando una foto un buen rato. Era de Vietnam, de cuando todavía era soldado, aunque de los especializados. Había recibido el encargo de asesinar a un político norvietnamita. Normalmente, los francotiradores de largo alcance actuaban en equipo. Había vigías, observadores y personas que comprobaban el viento y otras condiciones atmosféricas. Sin embargo, a Stone lo habían enviado solo a una misión que incluso a él le parecía imposible. Lanzarse desde un helicóptero a una selva infectada de vietcongs. Recorrer ocho kilómetros a pie por terreno peligroso y matar al hombre en un mitin al que asistirían más de diez mil personas, con estrictas medidas de seguridad. Luego volver sobre sus pasos y recorrer varios kilómetros hasta el lugar asignado, difícil de encontrar de día y mucho más por la noche. El helicóptero estaría allí exactamente cuatro horas después de haberlo dejado. Pasaría una sola vez, si Stone no regresaba a tiempo quedaría a merced del Vietcong.
Al parecer, le habían elegido para aquella misión suicida porque era su mejor hombre; a decir de todos, el tirador con mejor puntería y el más incansable sobre el terreno. Por entonces Stone era una máquina, capaz de correr todo el día y toda la noche. En una ocasión ya lo habían lanzado desde un helicóptero en el sur del mar de China y había nadado varios kilómetros en aguas turbulentas para matar a una persona considerada hostil a Estados Unidos. Desde más de medio kilómetro de distancia le había pegado un tiro en la cabeza mientras el hombre en cuestión estaba sentado a la mesa de la cocina leyendo el periódico y fumando un cigarrillo. Luego había desandado el camino a nado y un submarino lo había recogido.
No obstante, con la misión de Vietnam, Stone había sospechado que sus superiores le transmitían un mensaje con respecto a su cada vez mayor oposición a la guerra. No cabía duda de que algunos rezaban para que fracasara. Y muriera. Aquella noche no les había complacido. Había matado al político desde una distancia más que considerable incluso para un francotirador de primera, utilizando una mira que habría hecho reír a los actuales tiradores de élite. Stone había llegado al claro cuando el helicóptero estaba a punto de marcharse después de su única pasada. Sabía que los pilotos le habían visto, pero daba la impresión de que no iban a tomarse la molestia de recogerle. Disparó una bala de gran calibre por las puertas de carga abiertas para demostrarles lo equivocados que estaban.
Habían aterrizado el tiempo estrictamente necesario para que subiera a los patines. Mientras el helicóptero se marchaba, no dejaban de dispararles desde la jungla. Aquella noche, Stone había corrido como nunca en su vida, pero no había sacado mucha ventaja a un batallón de airados norvietnamitas. El éxito de esa misión había llamado la atención de la CIA y le había valido la incorporación en el «estimado grupo» de asesinos llamado División Triple Seis.
La Triple Seis era una división desconocida incluso para la mayoría de los miembros de la CIA. Probablemente durmieran mejor sin saberlo. Sin embargo, todos los países «civilizados» tenían asesinos que actuaban en defensa del interés nacional y, por supuesto, Estados Unidos tenía los mejores. Por lo menos esa era la justificación de sus misiones.
Stone se fijó en otro papel con varios nombres y una foto adjunta. Eran Stone, Bob Cole, Lou Cincetti, Roger Simpson, Judd Bingham y Carter Gray. Que él supiera, era la única foto en que aparecían los seis hombres juntos. Y existía porque, tras una misión especialmente difícil, habían ido a emborracharse juntos en cuanto el avión hubo aterrizado en suelo estadounidense. Cuando Stone contempló su propio rostro prácticamente sin arrugas, el rostro confiado de un asesino que no tenía ni idea de las penalidades y pérdidas personales que le esperaban, notó una presión en el pecho.
Echó una ojeada a la imagen del hombre alto y elegante que Roger Simpson era entonces. Simpson nunca había sido agente de campo, sino que, al igual que Gray, había orquestado las actividades de Stone y los demás desde una distancia relativamente segura. Había saltado al ruedo de la política, donde seguía siendo alto y apuesto. Sin embargo, el carácter ambicioso que había parecido un atributo muy positivo en su juventud le había convertido, al cabo de más de tres décadas, en un conspirador maquiavélico y un hombre que nunca olvidaba un agravio, por nimio que fuera. No satisfecho con ser senador, codiciaba la presidencia y había hecho todo lo posible por alcanzarla. Y cuando el mandato del actual presidente terminara, todo apuntaba a que Simpson era uno de los favoritos para ocupar el cargo. Su esposa, ex Miss Alabama, le añadía un elemento de glamour que Simpson —un tanto estirado— nunca habría inspirado. De forma discreta y anónima se rumoreaba que la señora Simpson no disfrutaba demasiado de la compañía de su esposo. Sin embargo, parecía tener tantas ganas de convertirse en primera dama que le seguía el juego.
Stone siempre lo había considerado un hombre sin fuerza de voluntad y un capullo traicionero. El hecho de que un hombre como aquel tuviera muchas posibilidades de ocupar la presidencia en pocos años no hacía más que corroborar la baja opinión que Stone tenía de la política estadounidense.
Dejó los papeles otra vez en la caja y la ocultó en el agujero antes de volver a colocar la lápida en su sitio. Sin olvidar la posibilidad de que alguien fuera a matarle, decidió asegurarse de que Annabelle Conroy seguía perteneciendo al reino de los vivos, aunque hubiera dicho que no necesitaba su ayuda.
Stone había perdido a su hija. No estaba dispuesto a perder a Annabelle.