Annabelle estaba en el exterior del cementerio donde Stone trabajaba de cuidador. Tras su charla con Leo y la conversación con Stone, había tomado una decisión. Aquella no era la batalla de Stone. Por muy amigos que fueran no podía permitir que se implicara en el asunto. Si Bagger llegara a matarlo, Annabelle no sería capaz de cargar con ese peso en su conciencia.
Las puertas estaban cerradas con llave, pero con un tensor y una ganzúa tardó un par de minutos en abrirlas y llegar al porche frontal de la casa. Deslizó por debajo de la puerta la nota que había tardado casi una hora en redactar, a pesar de su brevedad. Al cabo de unos instantes estaba en el coche. Tres horas después iba a bordo de un avión de United Airlines. Mientras la aeronave se elevaba siguiendo el curso del río Potomac, Annabelle miró por la ventanilla. Georgetown estaba justo allá abajo. Le pareció ver el pequeño y cuidado cementerio, el cementerio de Stone. Tal vez en ese momento estuviera en el camposanto ocupándose de las lápidas, encargándose de los muertos y enterrados, expiando pecados pasados.
—Hasta la vista, Oliver Stone —dijo para sí. «Adiós, John Carr».
—Me encanta esta pijada de Internet —bramó Bagger mientras contemplaba los papeles que uno de los informáticos acababa de entregarle.
—Es increíble, señor Bagger —repuso el joven con gafas con tono vanidoso—. Y sinceramente…
—Lárgate de aquí —rugió Bagger.
El informático huyó aterrorizado.
Bagger se sentó tras el escritorio y volvió a examinar los papeles. Había contratado a una empresa de búsquedas por Internet. No sabía qué fuentes utilizaban y le importaba muy poco. Le habían dado resultados satisfactorios, eso era lo que importaba. Annabelle Conroy había llegado al altar, hacía más de quince años, y por irónico que pareciera, había sido en Las Vegas. La lástima era que no había fotos de la feliz pareja, sólo los nombres. Tenía que ser la misma Annabelle Conroy, porque ¿cuántas personas que se casasen en la ciudad del pecado podrían llamarse así? Pero tenía que asegurarse al cien por cien. Así pues, cogió el teléfono y llamó a una empresa de detectives privados cuyos servicios ya había utilizado en otras ocasiones. Esa gente trabajaba al filo de la ley y, en ciertos casos, cruzaba la frontera. Le encantaban por eso y también porque obtenían resultados. Podría haberles encargado antes que localizaran a Annabelle, pero quería proporcionarles algo de información que les sirviera de punto de partida, y ahora ya la tenía. Cuando dos personas contraen matrimonio, firman un montón de documentos. Y tienen que vivir en algún sitio y contratar cosas como un seguro y los suministros energéticos y tal vez hacer testamento y tener un coche a nombre de los dos.
Rio por lo bajo. Annabelle había fingido ser de la CIA para estafarle, y ahora le demostraría lo que era la verdadera inteligencia.
—Hola, Joe, soy Jerry Bagger —dijo por el teléfono—. Tengo trabajo para ti. Un trabajo muy importante. Necesito encontrar a una vieja amiga. Y necesito que sea rápido porque quiero rodearla con los brazos y estrecharla con fuerza.