Oliver Stone miraba fijamente la pared que tenía delante mientras los dos hombres de treinta y tantos años en mangas de camisa y con las armas y placas colgadas de su cinturón negro revoloteaban como buitres sobre víctimas de un accidente de tráfico. Su comparecencia voluntaria en la Oficina del FBI en Washington no le había granjeado ningún punto positivo, ni siquiera teniendo en cuenta que Alex Ford, del Servicio Secreto, le había acompañado a la entrevista. Alex había contado a los agentes encargados de investigar el homicidio de Carter Gray que Stone se había portado como un héroe al destapar recientemente una red de espionaje. Sin embargo, los agentes no le habían dado ninguna importancia.
Uno de ellos le dijo a Alex:
—Me dedico a homicidios y tengo una espada colgando sobre mi cabeza y un montón de presión de arriba para que obtenga resultados. —Se apoyó en la pequeña mesa delante de Stone—. Probemos otra vez con lo de los nombres. ¿Cómo te llamas?
—Oliver Stone, como he dicho las últimas cuatro veces que lo has preguntado.
—Enséñame algún documento de identidad.
—Como he dicho las últimas cuatro veces, no tengo ninguno.
—¿Cómo es posible que en el siglo veintiuno alguien no tenga un documento de identidad? —se planteó incrédulo el otro agente.
Stone lo miró desconcertado.
—Yo sé quién soy. Y me da igual si no lo sabe nadie más.
—Entonces, ¿has venido hasta aquí para decirnos qué? ¿Nada más aparte de que se supone que eres un director de cine famoso vestido como un vagabundo?
—En realidad he venido para deciros que fui a ver a Carter Gray a su casa anoche a petición suya. Llegué alrededor de las nueve y me marché al cabo de tres cuartos de hora. Su chófer vino a buscarme. Seguro que el hombre dará fe de que cuando me marché la casa seguía en pie y de que su inquilino estaba vivo.
—¿Habéis hablado con el chófer? —intervino Al ex.
Los dos agentes intercambiaron una mirada.
—¿De qué hablasteis? —preguntó uno de ellos.
—De asuntos privados. Estoy convencido de que no tiene nada que ver con lo que le pasó al señor Gray. —Por supuesto, Stone sabía muy bien que lo que Gray le había contado sobre la muerte de los otros tres hombres estaba estrechamente ligado a su propia muerte.
—Me huele a falta de cooperación —aseveró el mismo agente.
—Y a mí me huele a obstrucción a la justicia —añadió su compañero—. ¿Te apetece quedarte en una celda, señor Stone, mientras intentamos averiguar quién eres realmente?
—Si creéis que tenéis suficiente para acusarme, pues acusadme —repuso Stone con tranquilidad—. De lo contrario, me esperan en otro sitio.
—Eres un hombre ocupado, ¿verdad, señor Stone? —comentó uno de los agentes con sarcasmo.
—Intento ser productivo. Pero haré un trato con vosotros.
—Nosotros no hacemos tratos.
—Os acompañaré a la escena del crimen. Si veo algo que me parezca raro, os lo diré.
—¿Qué te parezca raro? ¿Qué diablos significa eso? —preguntó el otro agente.
—Pues lo que he dicho.
—No vamos a llevarte a la escena del crimen.
—Si mató al tío, quizá quiera borrar alguna pista —opinó el primer agente.
—Llamad al director del FBI, por favor. —Stone exhaló un suspiro.
—Pero ¡qué dices! —Lo miró incrédulo.
—Llama al jefe del FBI. Hace poco me mandó una carta encomiándome. Resulta que por casualidad traigo una copia conmigo. Le he llamado a su despacho antes de venir y le he dicho que si tenía algún problema le llamaría.
Stone le tendió la carta al agente. El compañero miró por encima de su hombro y ambos leyeron la carta detenidamente. Luego miraron a Alex, que se limitó a encogerse de hombros.
—¿Vais a llamar o decidimos no molestar al director e ir a la escena del crimen? No tengo todo el día.
—No hace falta molestar al director —dijo al final uno de los agentes.
Stone se levantó.
—Me alegra saberlo.