13

Stone rechazó la invitación de tomar algo en casa de Gray. Ambos hombres se acomodaron en el acogedor estudio, donde había tantos libros en tantos idiomas como en la casa de Stone, aunque aquí estaban guardados de forma más elegante.

Stone miró por el ventanal con vistas al acantilado.

—¿Te cansaste de la zona rural de Virginia? —preguntó.

—De joven mi ambición era ser marinero, ver el mundo desde la cubierta de un barco —respondió Gray, sujetando el vaso de whisky con ambas manos. Su rostro ancho quedaba contrarrestado por unos ojos muy juntos. Stone sabía perfectamente que esa cabeza albergaba muchas cosas. Gray no era un hombre fácil de sobreestimar.

—La ambición de un joven, ¿acaso existe una perspectiva más fugaz? —comentó Stone con indolencia.

Fuera reinaba la oscuridad más absoluta. Ni luna ni estrellas; la tormenta que se avecinaba había cubierto el cielo.

—Nunca creí que a John Carr le daría por filosofar de vez en cuando.

—Lo cual demuestra lo poco que me conocías, y ya no respondo al nombre de John Carr. Está muerto. Estoy seguro de que te informaron al respecto hace años.

Gray continuó, impasible:

—Esta casa perteneció a otro ex director de la CIA que llegó a vicepresidente. Tiene todo lo que necesito para estar cómodo y seguro en la vejez.

—No sabes cuánto me alegro —dijo Stone.

—De hecho, me sorprende que hayas venido. ¿Después del gesto que me dedicaste al salir de la Casa Blanca?

—¿Qué tal está el presidente, por cierto?

—Bien.

—¿Sentiste algún impulso homicida cuando te colgó la medalla? ¿O ya se te han pasado las ganas de matarlo?

—No voy a responder a esas preguntas tan ridículas; las circunstancias cambian. Nunca se trata de algo personal. Deberías saberlo igual que todo hijo de vecino.

—Lo cierto es que yo no estaría vivo si te hubieras salido con la tuya. —Antes de que Gray pudiera responder, Stone continuó—: Quiero hacerte algunas preguntas y te agradecería que me dieras respuestas, respuestas verdaderas.

Gray dejó el whisky.

—De acuerdo.

Stone apartó la vista del ventanal para mirarlo.

—¿Así de fácil?

—¿Para qué perder el tiempo que nos queda con jueguecitos que ya no importan? Supongo que quieres saber más sobre Elizabeth.

—Quiero saber qué fue de Beth, mi hija.

—Te contaré lo que sé.

Stone se sentó delante de él y fue desgranando preguntas durante veinte minutos. Formuló la última con cierta inquietud.

—¿Alguna vez preguntó por mí, por su padre?

—Como sabes, el senador Simpson y su esposa la adoptaron y criaron.

—Pero me dijiste que les llevaste a Beth cuando Simpson todavía estaba en la CIA. Si ella hubiera dicho algo, seguro que…

Gray levantó una mano.

—Sí. De hecho fue después de que Simpson dejara la CIA e iniciara su carrera política. Supongo que debió de preguntar algo al respecto con anterioridad, pero esa fue la primera vez que tuve constancia de ello. Hacía años que le habían contado lo de su adopción. No es algo a lo que Beth diera muchas vueltas. De hecho, creo que no se lo contó a casi nadie.

Stone se inclinó hacia delante.

—¿Qué dijo sobre sus verdaderos padres?

—Para ser justos, debes saber que primero preguntó por su madre. Ya sabes, las chicas son así.

—Por supuesto que tenía que saber quién era su madre.

—Tuvieron que andarse con tacto, teniendo en cuenta las… eh… pues las circunstancias de la muerte de su madre.

—De su asesinato, querrás decir. Por parte de personas que intentaban matarme.

—Como te he dicho, yo no tuve nada que ver con eso. La verdad es que tu mujer me caía bien. Y para ser sinceros, hoy estaría viva si tú no…

Stone se levantó y lo miró con una expresión que hizo sentir un escalofrío al mismísimo Gray, que conocía perfectamente los muchos modos en que John Carr era capaz de matar; a ningún hombre de los que había tenido a su cargo se le daba mejor.

—Lo siento, John… quiero decir, Oliver. Reconozco que no fue culpa tuya. —Hizo una pausa mientras Stone se sentaba de nuevo lentamente—. Le hablaron un poco de su madre, todo cosas positivas, te lo aseguro, y le dijeron que había muerto en un accidente.

—¿Y yo?

—Le contaron que su padre era un soldado muerto en acto de servicio. Creo que incluso la llevaron a tu «tumba» en Arlington. Para tu hija moriste como un héroe. —Hizo una pausa antes de añadir—: ¿Eso te satisface?

El tono en que lo dijo hizo que Stone replicara:

—¿Es la pura verdad o es la verdad al estilo de Carter Gray, es decir, un sarta de mentiras para apaciguarme?

—¿Por qué iba a mentirte ahora? Ya no importa, ¿no? Tú y yo ya no pintamos nada.

—¿Por qué querías que viniera esta noche?

A modo de respuesta, Gray fue a buscar una carpeta al escritorio. La abrió y le enseñó tres fotos en color de hombres de unos sesenta años. Las colocó una a una delante de Stone.

—El primero es Joel Walter, el segundo, Douglas Bennett, y el último, Dan Ross.

—Los nombres no me dicen nada y las fotos tampoco.

Gray sacó tres fotos más de la carpeta, mucho más antiguas y en blanco y negro.

—Creo que estos te resultarán más familiares. Y los nombres también: Judd Bingham, Bob Cole y Lou Cincetti.

Stone apenas escuchó los nombres. Tenía ante sí las fotos de hombres con quienes había convivido, trabajado y casi muerto durante más de una década. Alzó la vista hacia Gray.

—¿Por qué me enseñas esto?

—Porque en los últimos dos meses estos tres antiguos compañeros tuyos han muerto.

—¿Cómo?

—A Bingham lo encontraron en la cama. Tenía lupus. La autopsia no encontró nada extraño. Cole se ahorcó; por lo menos eso parecía, y la policía dio por cerrado el caso. Cincetti se emborrachó, tropezó, se cayó en su piscina y se ahogó.

—Así pues, causa natural para Bingham, suicidio para Cole y accidente en el caso de Cincetti.

—Y tú te crees todo eso tanto como yo; ¿tres hombres de la misma unidad mueren en un periodo de dos meses?

—El mundo es un lugar peligroso —comentó Stone.

—Algo que los dos sabemos demasiado bien.

—¿Crees que los mataron?

—Por supuesto.

—¿Y me has invitado aquí para qué? ¿Para advertirme?

—Me parecía lo más prudente.

—Pero, como dijiste, John Carr está muerto. ¿Quién querría matar a un muerto?

—Estos tres hombres tenían una tapadera excelente. La identidad de Cincetti estaba especialmente «enterrada». Si alguien fue capaz de encontrarle, podría descubrir que John Carr no está en ese ataúd de Arlington, que en realidad está vivito y coleando y que se hace llamar Oliver Stone.

—¿Y tú? Carter Gray era el maestro estratega de nuestro grupito. Y no has tenido ninguna tapadera durante todos estos años.

—Yo tengo protección. Tú no.

—Entonces ya estoy avisado. —Stone se levantó.

—Siento que las cosas acabaran como acabaron. Te merecías algo mejor.

—No hace mucho estuviste dispuesto a sacrificarnos a mí y mis amigos por el bien del país.

—Todo lo que hice fue por el bien de este país —se justificó Gray.

—Por lo menos así lo definías tú. No yo.

—Podemos estar o no de acuerdo al respecto.

Stone se giró y salió por la puerta.