Harry Finn estaba aspirando oxígeno y observando desde su casco especial. Iba tan rápido que no había mucho que ver. Había tormenta, y quienes se encontraban en la cubierta del barco seguro que se estaban mojando yendo de un lado a otro. Para Finn la situación no era mucho mejor. De nuevo ponía de manifiesto su predilección por los medios de transporte poco habituales, pues iba sujeto al costado de un barco hecho un ovillo mediante un dispositivo de soporte no disponible para el gran público. Había descubierto una laguna en las medidas de seguridad y se había convertido en un bulto invisible pegado al lateral gris del buque, cerca de la popa. El viaje resultaba mucho menos cómodo que en la bodega del avión. De hecho, a pesar del dispositivo especial, estuvo a punto de caerse en un par de ocasiones, lo que probablemente lo habría matado por el impacto con las dobles hélices que propulsaban el barco. Su viaje había empezado en lo que se suponía era un muelle militar de alta seguridad en la base de Norfolk. Sin embargo, la «alta seguridad» había fallado con la aparición de Harry Finn ataviado con uno de sus múltiples disfraces y su pinta de hallarse en su salsa en cualquier situación apurada.
El barco aminoró y viró hacia babor del buque mayor. Finn esperó a que parara antes de deslizarse bajo el agua. Llevaba una mochila impermeable a la espalda y un transmisor electrónico alrededor de la cintura que lo tornaba invisible para cualquier dispositivo de vigilancia y seguimiento. Se sumergió más todavía. Hasta el fondo del otro barco, que llegaba bastante abajo, lo cual no era de extrañar. Pesaba más de 80.000 toneladas, transportaba casi cien aviones y seis mil hombres, albergaba nada menos que dos generadores nucleares y había costado tres mil millones de dólares a los contribuyentes estadounidenses.
En cuanto llegó al lugar, no tardó más de dos minutos en sujetar el dispositivo bajo el casco y luego, cuidándose mucho de no acercarse a las gigantescas hélices, regresó a su barco nodriza, se sujetó de nuevo y esperó a que lo transportaran de regreso a la costa. Había aceptado esa misión sobre todo porque le serviría de ensayo para una tarea futura de cariz más personal. De hecho pensó en los detalles de ese trabajo durante el trayecto de regreso a la costa. En cuanto el barco atracó, Finn abandonó su escondite, nadó hasta una zona alejada del muelle, salió a la superficie y se despojó de la vestimenta. Realizó la llamada de teléfono de rigor y luego acudió al despacho de los oficiales de guardia con un escolta militar de alto nivel. Los oficiales habían apostado en privado que nadie era capaz de hacer lo que Finn acababa de hacer: colocar una bomba en el casco del portaaviones George Washington, de la clase Nimitz, orgullo de la Marina norteamericana, mientras se encontraba junto a la costa de Virginia. La bomba tenía la potencia suficiente para hundir el portaaviones, lo que incluía toda la tripulación y aviones valorados en dos mil millones de dólares.
En esa ocasión, el almirante de la flota del Atlántico y todo el personal de su cadena de mando recibieron un rapapolvo de proporciones bíblicas por parte del jefe del Estado Mayor Conjunto, que resultó ser un general del Ejército de los más condecorados. El hombre apenas disimuló su satisfacción al machacar a su colega de la Marina; tal fue la bronca que dicen que al general le oyeron hasta en el Pentágono, situado a trescientos kilómetros de distancia. El rapapolvo público quedó reforzado por la presencia del secretario de Defensa, que había esperado en su helicóptero para ver si Harry Finn era realmente capaz de salir airoso de aquella misión. Su inesperado y rotundo éxito impulsó al secretario a ofrecerle un cargo en su departamento.
El secretario de Seguridad Interior no acogió favorablemente aquella oferta. Los dos miembros del gabinete se enzarzaron en una disputa como niños por un juguete, hasta que el mismísimo presidente intercedió a través de una videoconferencia de alta seguridad y decretó que Harry Finn se quedaba donde estaba, como contratista independiente del Departamento de Seguridad Interior. El secretario de Defensa, derrotado y mosqueado, subió a su helicóptero privado y regresó a Washington.
Harry Finn se quedó en Norfolk para dar una charla al desazonado personal de Seguridad Naval. Si bien siempre se mostraba educado y respetuoso, no dulcificaba sus comentarios. «Se han producido fallos: esto es lo que yo he hecho, y esto es lo que tenéis que hacer para evitar que un auténtico terrorista lo haga de verdad». Sobre el terreno, el trabajo de Finn solía denominarse «célula roja». Un ex miembro de los SEAL que había ayudado a poner en marcha el programa había acuñado el término. El proyecto Célula Roja se había iniciado tras la guerra de Vietnam a petición de un vicealmirante para comprobar la seguridad de las instalaciones militares. Tras el 11-S se había ampliado para poner a prueba las instalaciones no militares contra la penetración de terroristas y otras organizaciones criminales.
A las personas con las aptitudes especiales de Finn, ex militares casi todas, se les encomendaba burlar las medidas de seguridad de una instalación como si fueran terroristas. Las incursiones se producían a menudo de forma poco ortodoxa, algo que solía considerarse «humanizar» la misión. Eso significaba que Finn y los miembros de su equipo emulaban el nivel de sofisticación de los terroristas a los que perseguían. En la actualidad, no se consideraba que los terroristas islámicos tuvieran un nivel de preparación elevado. Incluso después del 11-S, en los círculos de inteligencia de Estados Unidos se dudaba que tales células terroristas fueran capaces de apoderarse de una instalación importante o hacer lo que Finn había hecho esa noche con el portaaviones. Eran expertos en suicidarse con una bomba encima para matar así a otras personas o en estrellar aviones contra rascacielos, pero atacar una central nuclear o un complejo militar era harina de otro costal.
Sin embargo, al final, tanto los políticos como los altos mandos militares habían caído en la cuenta de que los musulmanes no eran los únicos terroristas potenciales del mundo. China, Rusia y otros países del ex bloque soviético, incluso algunas naciones occidentales, tenían motivos suficientes para querer atacar el país. Y esos países sí disponían de la infraestructura, el personal y el acceso a inteligencia suficientes para atentar con muchas posibilidades de éxito contra instalaciones estadounidenses dotadas de medidas de seguridad especiales. Por consiguiente, Finn había recibido órdenes de dar rienda suelta a todas sus habilidades y emplear el equipamiento más moderno para superar las defensas de la Marina. Y lo había conseguido.
Otros hombres, incluidos varios componentes de los equipos de Célula Roja con los que Finn había trabajado, habrían pasado la noche celebrando ese triunfo excepcional. Sin embargo, Finn no era como la mayoría. Se había quedado en la zona de Norfolk un día más por un motivo muy importante: el equipo de fútbol de su hijo David jugaba un partido en la zona. El día después de la reunión, Finn asistió al partido de su hijo y por la noche llevó a casa al victorioso y exultante David. Durante el trayecto hablaron de la escuela, chicas y deportes. Y luego David, que con trece años era casi tan alto como su padre, le preguntó:
—¿Qué estabas haciendo en esta zona? ¿Asuntos de trabajo?
Finn asintió.
—Ciertas personas tenían problemas con un tema de seguridad y me pidieron ayuda.
—¿Y lo has solucionado?
—Oh, sí. De hecho no era tan complicado una vez identificados los problemas.
—¿La seguridad de qué?
—De muchas cosas. Nada del otro mundo.
—¿Puedes contármelo?
—Dudo que te interesara. Es lo mismo que hace mucha gente por todo el país. Lo único bueno es que no tengo que sentarme tras una mesa todos los días.
—Una vez le pregunté a mamá y me dijo que no sabía exactamente a qué te dedicabas.
—Supongo que bromeaba.
—No eres un espía, ¿verdad?
Finn sonrió.
—Si lo fuera no podría decírtelo.
—Porque si me lo dijeras tendrías que matarme, ¿no? —añadió David entre risas.
—Lo único que hago es ayudar a otras personas a que las cosas funcionen mejor señalando los fallos de sus sistemas.
—¿Igual que hacen los informáticos con los ordenadores? Entonces eres como un depurador.
—Exacto. Como he dicho, es bastante aburrido, pero me pagan bien y así consigo que no nos falte la comida que, por cierto, engulles como una lima.
—Estoy creciendo, papá. Oye, ¿sabes que el padre de Barry Waller persiguió a un atracador de bancos por un callejón y consiguió arrebatarle la pistola? Barry dice que el tío estuvo a punto de disparar a su padre.
—El trabajo de la policía a veces resulta muy peligroso. El padre de Barry es un hombre valiente.
—Me alegro de que tú no te dediques a ese tipo de cosas.
—Yo también.
—Pues sigue con tu trabajo de depurador, papá. —Y le dio un puñetazo guasón en el brazo—. Y no te metas en líos, ¿vale?
—Descuida, hijo —dijo Harry Finn.