El contacto que Oliver Stone propuso era un miembro honorario del Camel Club llamado Alex Ford, agente del Servicio Secreto.
Los dos hombres se tenían plena confianza y Stone sabía que era su único recurso para obtener información de forma discreta.
—¿Esto tiene algo que ver con esa mujer con la que trabajabas? Se llamaba Susan, ¿verdad? —preguntó Alex cuando Stone lo llamó para transmitirle su petición.
—No tiene nada que ver con ella —mintió Stone—. De hecho, dentro de poco se marchará de la ciudad. Esto está relacionado con otro tema en que estoy metido.
—Para trabajar en un cementerio, hay que ver lo mucho que te mueves.
—Así me mantengo joven.
—El FBI también puede ayudarte. Después de lo que hiciste por ellos la última vez, te deben una. ¿Cuándo necesitas saberlo?
—En cuanto te enteres de algo.
—Supongo que te interesará saber que he oído hablar de ese tal Jerry Bagger. Hace tiempo que el Departamento de Justicia le va detrás.
—Seguro que se merece tanta atención. Gracias, Alex.
Más tarde esa misma noche, Reuben Rhodes y Caleb Shaw fueron a ver a Stone a su casa. Caleb estaba muy indeciso.
—Me lo han pedido, pero no sé si aceptar o no. No sé qué hacer —se lamentó.
—O sea que la Biblioteca del Congreso quiere que seas el director del Departamento de Libros Raros —dijo Stone—. Parece un ascenso excelente, Caleb. ¿Por qué dudas?
—Pues porque teniendo en cuenta que el cargo está vacante porque el director anterior fue horriblemente asesinado en el trabajo y el director en funciones que lo sustituyó sufrió una crisis nerviosa por lo ocurrido, pues da que pensar —repuso Caleb con rigidez.
—Joder, Caleb, acepta —farfulló Reuben—. ¿Quién va a meterse con un joven pimpollo como tú?
A Caleb, que ya había cumplido los cincuenta, de estatura media, un poco rechoncho y sin pizca de complexión atlética u osadía personal, no le divirtió el comentario.
—Has dicho que el sueldo es muy bueno —le recordó Stone—. De hecho cobrarías mucho más.
—Sí, pero si eso tiene que servir para costear un funeral mucho mejor, no sé si me interesa.
—Pero cuando te mueras —añadió Reuben bruscamente—, morirás sabiendo que tienes más para dejarles a tus amigos. Si eso no es todo un consuelo, ya me dirás qué.
—No sé por qué me molesto siquiera en pedir tu opinión —repuso Caleb acaloradamente.
Reuben se dirigió a Stone.
—¿Has visto a Susan últimamente?
Stone era el único que conocía el verdadero nombre de Annabelle.
—Pasó por aquí el otro día, pero sólo unos minutos. La misión que tenía con Milton fue todo un éxito. El objeto vuelve a estar en su sitio.
—Tengo que reconocer que hizo lo que dijo que haría —intervino Caleb.
—Ojalá consiguiera que aceptara salir conmigo —dijo Reuben—. Siempre tiene otros planes. No estoy seguro de si intenta darme esquinazo o qué. La verdad, no lo entiendo. Miradme. ¿No os parezco irresistible?
A Reuben le faltaba poco para cumplir los sesenta, tenía una buena barba y un pelo rizado y oscuro salpicado de canas largo hasta los hombros. Medía casi dos metros y tenía pinta de jugador de rugby. Después de recibir numerosas condecoraciones como veterano de Vietnam y pertenecer al cuerpo militar de inteligencia, había quemado muchas naves desde un punto de vista profesional y a punto había estado de sucumbir a las pastillas y el alcohol antes de que Oliver Stone lo sacara del abismo. En la actualidad trabajaba en un muelle de carga.
—Ya vi que tu amigo Carter Gray recibió la Medalla de la Libertad —dijo Caleb tras dedicar una mirada incrédula a Reuben—. Hay que ver cómo es la vida. Si ese hombre se hubiese salido con la suya, vosotros dos estaríais muertos y el resto de nosotros sufriendo de lo lindo en alguna cámara de tortura ultramarina de la CIA.
—¡Te he dicho cien veces que es tortura submarina, no ultramarina! —vociferó Reuben.
—Da igual, sea lo que sea es un mal hombre.
—Es de los que creen que la única forma válida de hacer las cosas es la suya, y desde luego hay muchos como él —añadió Stone—. Fui a la Casa Blanca y lo vi al salir después de ser condecorado.
—¿Fuiste a la Casa Blanca? —exclamó Caleb.
—Bueno, me enseñó la medalla y digamos que más o menos le saludé.
—Vaya, ¿ahora resulta que sois amigos? —bufó Reuben—. ¿De un hombre que ha intentado matarte varias veces?
—También salvó a alguien por mí —repuso Stone con toda tranquilidad.
—¿No vas a darnos más detalles? —preguntó Reuben picado por la curiosidad.
—No.
Alguien llamó a la puerta. Stone se levantó para abrir pensando que quizá fuera Milton o Annabelle.
Era un hombre de traje oscuro. Stone se fijó en la pistola que ocultaba bajo la americana. El tipo le entregó un papel y se marchó. Stone abrió la nota.
Carter Gray quería que fuera a verle a su casa al cabo de dos días; un coche lo recogería. No parecía caber la posibilidad de negarse. Cuando se lo contó a los demás, Caleb dijo:
—Oliver, no vayas.
—Por supuesto que iré.