Annabelle Conroy estiró sus largas piernas y observó el paso del paisaje por la ventanilla del tren Amtrak Acela en que viajaba. Casi nunca tomaba el tren; su medio de transporte habitual solía ir a 39.000 pies de altitud, donde engullía cacahuetes, bebía cócteles aguados de siete dólares y soñaba con la siguiente estafa. Ese día viajaba en tren porque su compañero, Milton Farb, no estaba dispuesto a subir en ningún medio de transporte que se elevase del suelo.
—El avión es el medio de transporte más seguro —le había informado ella.
—No si vas en un avión que está cayendo en picado. Entonces las posibilidades de morir son básicamente del cien por cien. Y no me gustan esas probabilidades.
Annabelle había llegado a la conclusión de que discutir con genios resultaba demasiado duro. De todos modos, Milton, el hombre con memoria fotográfica y un talento incipiente para mentir con brillantez, había realizado un buen trabajo. Se habían marchado de Boston tras acometer con éxito su misión. El artículo volvía a estar donde debía y a nadie se le había ocurrido llamar a la policía. En el mundo de los grandes golpes de Annabelle, aquello era sinónimo de perfección.
Media hora después, mientras el único tren de alta velocidad de Amtrak bajaba por la costa Este y llegaba a la estación, Annabelle miró por la ventanilla y se estremeció sin querer cuando el conductor anunció que estaban llegando a Newark, Nueva Jersey. Aquel era el territorio de Jerry Bagger, aunque, por suerte, el tren Acela no paraba en Atlantic City, sede del imperio del desquiciado magnate de los casinos. Si así fuera, Annabelle no habría viajado en él.
No obstante, era suficientemente lista como para saber que Jerry Bagger tenía sobrados motivos para salir de Atlantic City e ir a buscarla a dondequiera que estuviera. Cuando alguien estafaba a un tío como Bagger cuarenta millones de dólares, suponer que haría todo lo posible por despellejar lenta y dolorosamente a su estafador no resultaba nada descabellado.
Miró a Milton, que aparentaba unos veinte años gracias a su rostro juvenil y el pelo largo. En realidad se acercaba a los cincuenta. Estaba con su ordenador, haciendo algo que ni Annabelle ni nadie de un nivel inferior al de genio sería capaz de comprender.
Aburrida, se puso en pie, fue al vagón-cafetería y pidió una cerveza y una bolsa de patatas fritas. Luego echó un vistazo a un ejemplar del New York Times que habían dejado en una mesa. Se sentó en un taburete y, mientras tomaba la cerveza y comía las patatas, hojeó el periódico buscando alguna noticia que pudiera brindarle una idea para su siguiente aventura. En cuanto volviera a Washington, tenía que tomar varias decisiones, principalmente si quedarse donde estaba o huir del país. Sabía la respuesta. Una isla perdida del sur del Pacífico era el lugar más seguro para ella en esos momentos, el lugar donde esperar que pasara el tsunami Jerry. Bagger tenía unos sesenta y cinco años y la estafa que había perpetrado contra él seguro que le había subido la tensión arterial de forma considerable. Con un poco de suerte, pronto estiraría la pata por culpa de un ataque al corazón y ella quedaría impune. Sin embargo, no era seguro. Con Jerry siempre había que pensar que se tenían todas las de perder.
No debería haber sido una decisión difícil y, sin embargo, lo era. Había conocido y entablado una buena amistad, o lo más parecido para alguien como ella, con un grupo de excéntricos que se hacían llamar el Camel Club. Sonrió para sus adentros mientras pensaba en el cuarteto, uno de cuyos miembros se llamaba Caleb Shaw y trabajaba en la Biblioteca del Congreso. Según ella, guardaba un gran parecido con el león cobarde de El mago de Oz. Entonces se le apagó la sonrisa. Oliver Stone, el cabecilla de la pequeña banda de malhechores era muy distinto. Seguramente había tenido un pasado horroroso, suponía Annabelle, una historia que incluso superaba a la de ella por inusual y extraordinaria, lo cual no era moco de pavo. No sabía si sería capaz de despedirse de Oliver Stone. Dudaba volver a encontrarse jamás con alguien como él.
Se fijó en un joven que pasaba por allí que no intentó disimular su admiración por su cuerpo alto y curvilíneo, larga melena rubia y rostro de treinta y seis años que, si no hacía volver la cabeza a todos los hombres, poco le faltaba. Eso a pesar de la pequeña cicatriz en forma de anzuelo que tenía debajo del ojo, gentileza de su padre, Paddy Conroy, el mejor artista del timo de su generación y el peor padre del mundo, por lo menos en opinión de su única hija.
—Hola —dijo el joven. Con su cuerpo delgado, el pelo alborotado y ropa cara diseñada para parecer barata y cutre, parecía sacado de un anuncio de Abercrombie & Fitch. Enseguida lo catalogó como estudiante de una universidad prestigiosa con mucho más dinero de lo que resulta saludable y la insufrible actitud altanera que se deriva de tales circunstancias.
—Hola —respondió ella, y siguió leyendo el periódico.
—¿Adónde vas? —preguntó él al tiempo que se sentaba a su lado.
—A un sitio distinto del que vas tú.
—Pero si no sabes adónde voy —repuso él en tono juguetón.
—Ahí está la gracia, ¿no?
O no la entendió o le dio igual.
—Voy a Harvard.
—Vaya, nunca lo habría dicho.
—Pero soy de Filadelfia. De la Main Line. Mis padres tienen una finca en esa zona.
—Vaya otra vez. No está mal tener padres dueños de una finca —comentó ella sin mostrar interés alguno.
—Tampoco está mal tener padres que se pasen la mitad del año en el extranjero. Esta noche he organizado una fiestecilla allí. Va a ser un desenfreno total. ¿Te apuntas?
Annabelle notaba que el chico se la comía con los ojos. «Bueno, ya estamos otra vez». Sabía que no debía pero, con tíos como ese, era incapaz de contenerse.
Cerró el periódico.
—No sé. Cuando dices desenfreno, ¿a qué te refieres exactamente?
—¿Cuán desenfrenada quieres que sea? —Vio que formaba la palabra «nena» con los labios pero, al parecer, se lo pensó dos veces antes de utilizarla; era demasiado pronto.
—No soporto las decepciones.
Él le tocó el brazo.
—No creo que te lleves una decepción.
Ella sonrió y le dio una palmadita en la mano.
—¿A qué te refieres entonces? ¿Alcohol y sexo?
—Eso está hecho. —Le dio un apretón en el brazo—. Oye, viajo en primera clase, ¿por qué no te vienes conmigo?
—¿Va a haber algo más aparte de alcohol y sexo?
—¿Quieres todos los detalles?
—Los pequeños detalles son los que cuentan, ¿no?
—Steve. Steve Brinkman. —Soltó una risita estudiada—. Ya sabes, de la familia Brinkman. Mi padre es el vicepresidente de uno de los mayores bancos del país.
—Que sepas, Steve, que si sólo tienes coca en la fiesta, y no me refiero al refresco de cola, me llevaré una gran decepción.
—¿Qué buscas? Seguro que puedo conseguirlo. Tengo contactos.
—Pirulas, azúcar moreno, polen, con la artillería para hacerlo bien y nada de pastel, el pastel siempre me deja fatal —añadió, refiriéndose a las drogas de mala calidad.
—Vaya, sí que estás puesta en el tema —dijo Steve mientras miraba nervioso hacia el resto de los viajeros del vagón cafetería.
—¿Has perseguido al dragón alguna vez, Steve? —preguntó.
—Pues no.
—Es una forma genial de inhalar heroína. Te da el mejor subidón del mundo, si no la palmas.
Él le apartó la mano del brazo.
—Pues no suena muy inteligente.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte. ¿Por qué?
—Me gustan los hombres más jovencitos. Considero que cuando un hombre llega a los dieciocho ya ha dejado atrás lo mejor de su potencia sexual. Así pues, ¿va a haber menores en esa fiesta?
Él se levantó.
—Creo que esta invitación no ha sido muy buena idea.
—Oh, no tengo manías. Pueden ser chicos o chicas. Porque cuando vas hasta el culo de metas, ¿qué más da?
—Bueno, me voy —se apresuró a decir Steve.
—Una cosa más. —Annabelle sacó la cartera y le mostró rápidamente una placa falsa al tiempo que añadía en voz baja—: ¿Reconoces la placa de la DEA, Steve? ¿La agencia antidroga?
—¡Oh, Dios mío!
—Y ahora que me has contado lo de la finca de papá y mamá Brinkman en Main Line, estoy segura de que mi equipo de asalto no tendrá problemas para encontrar el sitio. Eso si es que todavía tienes la intención de montar esa fiestecita.
—Por favor, te juro por Dios que sólo estaba… —Estiró una mano para mantenerse en pie.
Annabelle se la cogió y le apretó los dedos con fuerza.
—Vuelve a Harvard, Stevie y, cuando acabes la carrera, destrózate la vida como te dé la gana. Pero de ahora en adelante vete con cuidado con lo que le dices a las desconocidas en los trenes.
Annabelle lo vio desaparecer a toda prisa por el pasillo que conducía a la seguridad de la primera clase.
Se acabó la cerveza y ojeó distraídamente las dos últimas páginas del periódico. Entonces fue ella quien se quedó pálida.
Un estadounidense identificado provisionalmente como Anthony Wallace había sido encontrado moribundo víctima de una paliza en una mansión en la costa de Portugal. Otras tres personas habían sido asesinadas en la casa y encontradas en un tramo de difícil acceso en la costa. Todo apuntaba a que el móvil era robo. Aunque Wallace seguía con vida, estaba en coma tras sufrir lesiones cerebrales considerables y los médicos no albergaban demasiadas esperanzas.
Arrancó la noticia y se dirigió con paso vacilante a su asiento.
Jerry Bagger había encontrado a Tony, uno de sus compinches en la estafa. ¿Una mansión? Le había dicho a Tony que fuera especialmente discreto y que no hiciera ostentaciones con el dinero. Él no le había hecho caso y ahora estaba prácticamente muerto. Lo normal era que Jerry no dejara testigos.
Pero ¿qué le había sonsacado Jerry a Tony a fuerza de palizas? Sabía la respuesta: todo.
Milton dejó de teclear en el ordenador y alzó la mirada hacia ella.
—¿Estás bien?
Annabelle no respondió. Mientras el tren se dirigía a Washington, ella miraba por la ventanilla sin ver el paisaje de Jersey. Ya no se sentía segura, sólo pensaba en su muerte inminente con todo lujo de detalles, cortesía de Jerry Bagger.