3

Artritis. Y encima el dichoso lupus. Formaban un dúo encantador, perfectamente sincronizados para convertir su vida en un tormento punzante. Le crujían todos los huesos y los tendones le chirriaban. Sentía cada movimiento como la coz de una mula en el vientre, y aun así no paraba, porque si lo hacía sería para siempre. Engulló un par de pastillas potentes que se suponía no debía tomar y se encasquetó una gorra de béisbol en la cabeza calva y pálida, con la visera bien pegada a los ojos, gafas de sol incluidas. No le gustaba que la gente supiera qué estaba mirando, y tampoco quería que la gente le viera bien.

Se acomodó en el coche y se dirigió a la tienda. Durante el trayecto las medicinas surtieron efecto y se sintió bien; por lo menos se sentiría así un par de horas.

—Gracias, señor Ross —dijo el dependiente fijándose en el nombre de la tarjeta de crédito antes de devolvérsela junto con sus compras—. Que pase un buen día.

—Yo ya no tengo buenos días —repuso Dan Ross—. Tengo los días contados, eso es todo.

El dependiente lanzó una mirada a la gorra que le cubría la calva.

—No es cáncer —apuntó Ross—. A lo mejor sería preferible. Más rápido, no sé si me entiende.

El dependiente, que tenía poco más de veinte años y por ello se consideraba inmortal, no parecía entender nada. Le dedicó un curioso asentimiento y se dispuso a atender a otro cliente.

Ross salió de la tienda y se planteó qué hacer a continuación. No tenía problemas económicos. El Tío Sam se ocupaba de él en su achacosa jubilación. La pensión era de primera, el seguro médico completo; eso sí que se les daba bien a los federales, pero pocas cosas más, según él. Ahora sólo tenía tiempo. Era su principal preocupación. ¿Ahora qué? ¿A casa a no hacer nada? ¿O a almorzar en el deli local, donde podría llenarse el estómago, mirar la ESPN y coquetear con las guapas camareras que apenas le darían la hora? Qué lejos quedaba la época en que las féminas le daban mucho más que la hora.

No podía decirse que aquello fuera una gran vida. Estaba pensándolo mientras con la mirada recorría discretamente todos los puntos. Aún no había superado el impulso de comprobar si le seguían. Uno se vuelve así cuando siempre hay gente que quiere matarle. Cielos, pero entonces sí que disfrutaba. Era mucho mejor que el dilema de ir al restaurante o a casa cada puto día de su miserable existencia, considerada sus años «dorados». Hacía treinta años o más, estaba en un país distinto cada mes. Cada mes durante la temporada alta, al menos. Siempre decía que había visto el mundo desde el ala de un avión, armado con una oración y el arma que tocara. Se permitió una sonrisa nostálgica. Eso era cuanto le quedaba: recuerdos. Y el dichoso lupus. «Supongo que al fin y al cabo Dios existe». Menuda mierda descubrirlo ahora.

Desgraciadamente para Ross, aunque sus dotes de observación seguían siendo buenas, ya no eran infalibles. Harry Finn estaba más abajo sentado en el coche de alquiler observando al inimitable señor Ross. «¿Adónde vas, Danny? ¿A casa o al restaurante? ¿Al restaurante o a casa? Mira que has caído bajo». Los días que Finn había observado ese debate interno, Dan se había decidido por el restaurante tres de cada cuatro veces. Esa estadística volvió a cumplirse cuando Dan se giró y caminó calle abajo hasta el Edsel Deli, local de éxito desde 1954, según rezaba el cartel de la puerta, lo cual le otorgaba mucha más fama que el deprimente coche que había inspirado su nombre.

Ross pasaría por lo menos una hora allí dentro comiendo y observando los movimientos de la guapa camarera. Luego tardaría unos veinte minutos en volver a casa en coche. Al llegar se sentaría en el patio, leería el periódico y entonces sería la hora de entrar, echarse la siesta, preparar una cena modesta, mirar la tele, jugar al solitario junto a la mesita de la ventana delantera con la lámpara encendida y luego dar por concluida la jornada. A las nueve de la noche Dan Ross apagaba las luces del pequeño búngalo y se quedaba dormido y se despertaba al día siguiente para hacer otra vez lo mismo. Finn fue repasando mentalmente esas costumbres en la repetitiva vida del viejo.

En cuanto hubo localizado a Ross en esa ciudad, realizó varios viajes para familiarizarse con la rutina del hombre. Esa vigilancia le había permitido urdir el plan perfecto para llevar a cabo su misión.

Unos cinco minutos antes de que Ross saliera del Edsel, Finn bajó del coche, cruzó la calle, miró por la ventana del restaurante y localizó a Ross en su mesa habitual del fondo, repasando la cuenta que acababan de entregarle. Finn caminó tranquilamente por la calle hasta el coche de Ross. Al cabo de dos minutos ya había regresado a su coche alquilado. Tres minutos después, Ross salió del restaurante, fue calle abajo lentamente, subió a su coche y se marchó.

Finn se alejó en la dirección contraria.

Aquella tarde Ross repitió su habitual letanía de trivialidades. Finalmente, se sirvió tres dedos de Johnnie Walker Black que, haciendo caso omiso de las advertencias de los prospectos, combinó con una mezcla potente de analgésicos. Acababa de llegar a la cama cuando le sobrevino la parálisis. Al comienzo supuso que era por la medicación y de hecho agradeció esa sensación de entumecimiento. Pero, ya tumbado en la cama, le entró un poco de pánico al pensar que quizá se debiera a que el lupus había pasado a una etapa superior, más agresiva. Cuando empezó a tener dificultades para respirar, se dio cuenta de que era algo distinto. ¿Un ataque al corazón? Pero ¿dónde estaba la presión en el pecho, el dolor punzante en el brazo izquierdo? ¿Una embolia? No tenía dificultades para pensar ni para hablar.

Pronunció unas cuantas palabras con toda claridad. No tenía la impresión de que se le hubiera torcido la cara. No había notado ningún dolor con anterioridad, pero en ese momento no sentía las extremidades, nada de nada. Recorrió el brazo con la mirada hasta llegar a la mano izquierda. Intentó frotarse los dedos, pero no les llegó la orden del cerebro.

Sin embargo, hacía un rato había notado algo en los dedos. Algo viscoso, como la vaselina. Por mucho que se frotara no llegaba a deshacerse de aquella sustancia. Se había lavado las manos al llegar a casa y le había ido bien. Ya no se notaba los dedos pegajosos. No sabía si era por el jabón y el agua o porque la sustancia se había evaporado.

Entonces el peso de la realidad cayó sobre él como una losa: «O absorbido. Absorbido por mi cuerpo». ¿Dónde se le habían humedecido los dedos? Se esforzó por recordar. Por la mañana no. Ni en la tienda. Tampoco en el restaurante. ¿Después? Quizás. Al subir al coche. ¡La manija de la portezuela! Si hubiera sido capaz de incorporarse, habría saltado con un «eureka». Pero era incapaz. Apenas podía respirar. Lo único que brotaba de su boca era una especie de resuello corto. Habían untado la manija con algo que ahora le estaba matando. Miró el teléfono en la mesita de noche. Se encontraba a poco más de medio metro, pero bien podría haber estado en China, porque no le servía de nada.

La silueta apareció en la oscuridad junto a su cama. El hombre iba al descubierto; Ross le vio los rasgos incluso a la tenue luz. Era joven y de aspecto normal. Ross había visto miles de caras como aquella y no les había prestado demasiada atención. Su trabajo no tenía nada de normal, sino que se consideraba extraordinario. No le entraba en la cabeza que un hombre como ese hubiera conseguido matarle.

Cuando la respiración de Ross se tornó más dificultosa, el hombre sacó algo del bolsillo y se lo tendió. Era una foto, pero Ross no logró identificar a la persona de la instantánea. Harry Finn se percató de ello y encendió un pequeño boli-linterna para iluminar la foto. Ross la recorrió con la mirada. Siguió sin reconocer a la persona hasta que Finn dijo su nombre.

—Ahora ya lo sabes —añadió con toda tranquilidad—. Ahora ya lo sabes.

Guardó la foto y permaneció quieto y en silencio contemplando a Ross mientras la parálisis iba propagándose. Siguió así hasta que el hombre exhaló un último suspiro irregular y las pupilas se le volvieron vidriosas.

Al cabo de dos minutos Harry Finn caminaba por el bosque lindante con la parte posterior de la casa de Ross. A la mañana siguiente subió a un avión, esta vez en la cabina principal. Aterrizó, fue en coche a su casa, besó a su mujer, jugó con el perro y recogió a los niños del colegio. Esa noche salieron todos a cenar para celebrar que en la escuela habían elegido a la benjamina de la familia, Susie, de ocho años, para hacer de árbol parlante en una obra de teatro.

Aproximadamente a las doce de la noche, Harry Finn bajó a la cocina, donde el fiel George se levantó de su lecho para saludarlo. Sentado en la cocina y mientras acariciaba al perro, Finn tachó mentalmente a Dan Ross de su lista.

Se centró en el siguiente nombre, Carter Gray, ex jefe del imperio de inteligencia de Estados Unidos.