—Un gran trabajo, Harry, como siempre —lo felicitó el jefe del equipo de Seguridad Interior, dándole una palmada en la espalda.
Habían advertido a muchas personas, presentado informes, enviado muchos mensajes de correo electrónico y agotado las baterías de los móviles para comunicar los fallos de seguridad que Harry Finn había puesto de manifiesto.
En circunstancias normales, el Departamento de Seguridad Interior, el DHS, no habría encomendado a Finn que burlara los sistemas de seguridad del aeropuerto. La Administración Federal de Aviación, FAA, tenía un control absoluto sobre ese tema y Finn sospechaba que los responsables de la FAA, perfectamente conscientes de los muchos agujeros que había en el sistema, no querían que nadie ajeno se enterara. Sin embargo, los chicos del DHS habían conseguido la autorización para ello y le habían elegido a él para hacerlo.
Finn no era un funcionario del DHS, sino que trabajaba para una empresa subcontratada por la agencia para comprobar el nivel de seguridad de instalaciones delicadas, tanto gubernamentales como privadas, en todo el país. Empleaban un enfoque práctico y directo: burlar los sistemas de seguridad y así demostrar sus fallos y carencias. El DHS hacía muchas subcontrataciones de ese tipo. Disponía de un presupuesto anual próximo a los cuarenta mil millones de dólares y tenía que tirar el dinero en algún sitio. La empresa de Finn recibía una pequeñísima parte de esa tajada, aunque una inyección de unos miles de millones siempre suponía una excelente fuente de ingresos.
En circunstancias normales, Finn se habría marchado del aeropuerto sin revelar lo que había hecho y habría dejado que rodaran cabezas. Sin embargo, el DHS, más que harto del bajo nivel de seguridad en los aeropuertos y deseoso de ponerlos en evidencia, le había ordenado que denunciara lo ocurrido para así irrumpir detrás de él y armar una buena. Los medios se frotarían las manos y la industria aeronáutica se tambalearía, y el Departamento de Seguridad Interior ofrecería una imagen eficiente y heroica. Finn nunca se inmiscuía en eso. No concedía entrevistas y su nombre nunca aparecía en los medios. Se limitaba a hacer su trabajo discretamente.
Sí se reuniría con el personal de seguridad al que había puesto en evidencia, intentando mostrarse alentador y diplomático al valorar su competencia, o falta de ella, y recomendarles ciertos cambios. A veces esa clase de reuniones informativas resultaban peligrosas. La gente se tomaba muy mal el que les hubiera burlado y ridiculizado. En muchas ocasiones, Finn había tenido que marcharse de la reunión temiendo por su integridad física.
—Ya conseguiremos hacer entrar en vereda a esta gente —añadió el hombre del DHS.
—No sé si viviré para verlo, señor —dijo Finn.
—Puedes volver en el avión a Washington con nosotros. Nos espera un Falcon de la agencia.
—Gracias, pero tengo que visitar a alguien aquí. Volveré mañana.
—De acuerdo. Hasta la próxima.
Los hombres se marcharon. Finn alquiló un coche y se dirigió a las afueras de Detroit. Paró en un centro comercial. Sacó de la mochila un mapa y un expediente con foto incluida en la que se veía a un hombre de sesenta y tres años, calvo, con varios tatuajes y que respondía al nombre de Dan Ross.
No era su verdadero nombre, pero él tampoco se llamaba Harry Finn.