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Harry Finn se levantó como de costumbre a las seis y media, preparó café, dejó salir al perro al patio vallado para el paseo matutino, se duchó, se afeitó, levantó a los niños para llevarlos al colegio y supervisó la complicada operación de media hora durante la que desayunaban, cogían las mochilas y el calzado pertinente e iniciaban y dirimían peleas. Su mujer le acompañó, con cara de dormida pero lista para otra jornada como madre y chófer de sus tres hijos, entre los que había un adolescente precoz y de espíritu independiente.

Harry Finn tenía treinta y pocos años y facciones todavía juveniles, con unos ojos azul claro siempre alerta. Se había casado joven y quería a su esposa y a sus tres hijos, e incluso sentía verdadero cariño por el perro de la familia, un cruce de labrador y caniche de pelaje claro y orejas caídas llamado George. Finn medía un metro ochenta y cinco y tenía piernas largas y una complexión fibrosa idónea para la velocidad y la resistencia. Como era habitual en él, llevaba unos vaqueros gastados y una camisa por fuera. Tras las gafas redondas y la expresión inteligente e introspectiva, tenía la pinta de un contable que disfrutaba escuchando Aerosmith tras una jornada dedicada a teclear números. Aunque poseía un cuerpo de lo más atlético, se ganaba el pan y los iPods de sus hijos con el cerebro, trabajo en el que, además, sobresalía. De hecho, existían pocas personas capaces de hacer lo que Harry Finn y sobrevivir.

Le dio un beso de despedida a su mujer, abrazó a los niños, incluso al adolescente, recogió una mochila que había dejado junto a la puerta de entrada la noche anterior, subió al Toyota Prius y se dirigió al National Airport, situado en las afueras de Washington D. C., junto al río Potomac. Le habían cambiado el nombre oficial por el de Ronald Reagan Washington National Airport, pero para los lugareños siempre sería el «National». Finn estacionó en una de las plazas situadas cerca de la terminal principal, cuya característica arquitectónica más destacada era una serie de cúpulas conectadas a semejanza de las de Monticello, la residencia de Thomas Jefferson. Mochila en mano, cruzó fatigosamente una pasarela que conducía al elegante interior del aeropuerto. En una de las cabinas de los aseos abrió la mochila, extrajo una gruesa chaqueta azul con bandas reflectantes en las mangas y unos pantalones de trabajo azules, se colgó unos amortiguadores de sonido naranjas alrededor del cuello y se sujetó la placa de identificación, que parecía auténtica, en la chaqueta.

Utilizando el típico truco de bloqueo del torniquete, se mezcló entre un grupo de trabajadores del aeropuerto que cruzaban una línea de seguridad «especial». Por irónico que parezca, la línea en cuestión carecía incluso del nivel de control obligado para los pasajeros normales y corrientes. Una vez traspasada la barrera, pidió un café y siguió tranquilamente a otro trabajador por una puerta de seguridad que conducía a la zona de pistas. El hombre incluso le aguantó la puerta abierta para que pasara.

—¿En qué turno trabajas? —preguntó Finn al hombre, quien le respondió—. Yo acabo de entrar, lo cual no estaría mal si no me hubiera quedado levantado hasta tarde viendo el dichoso partido de fútbol americano.

—Lo mismo digo —apuntó el otro.

Finn bajó con agilidad los escalones metálicos y se dirigió hacia un 737 que estaban preparando para un vuelo corto hasta Detroit que continuaría luego hacia Seattle. Pasó junto a varias personas por el camino, incluidos el encargado del combustible, dos cargadores de maletas y un mecánico que inspeccionaba las ruedas del avión con destino a Michigan. Nadie le plantó cara porque presentaba el comportamiento y el aspecto típicos de quienes se hallaban en pleno derecho de estar allí. Rodeó el avión mientras se terminaba el café.

A continuación, se dirigió a un Airbus A320 que volaría a Florida al cabo de una hora. A su lado había un convoy de equipajes. Con un movimiento ensayado, Finn sacó un paquetito de la chaqueta y lo introdujo en el bolsillo lateral de una de las maletas apiladas en el convoy. Acto seguido, se arrodilló junto a las ruedas traseras del avión y fingió comprobar las bandas de rodadura de los neumáticos. Tampoco nadie se fijó en él porque Harry Finn aparentaba ser una persona totalmente cómoda en ese entorno. Al cabo de un rato estaba charlando con un miembro del personal de tierra, analizando las posibilidades de los Washington Redskins y las condiciones de empleo deplorables de quienes trabajaban en el sector aeronáutico.

—Todos excepto los mandamases —declaró Finn—. Esos cabrones se están forrando.

—Y que lo digas —convino el otro, y los dos entrechocaron los nudillos para sellar un acuerdo solemne sobre la asquerosa avaricia de los ricos y despiadados que gobernaban los cielos.

Finn reparó en que la escotilla trasera de carga del vuelo a Detroit estaba abierta. Esperó a que los mozos se marcharan con el convoy de equipajes para recoger las maletas, subió al elevador y lo accionó. Se introdujo en la bodega del avión y se situó en su escondite. Lo había escogido con anterioridad estudiando la distribución de la bodega del 737, accesible si se sabía dónde buscar, y estaba claro que Finn lo sabía. También había descubierto en Internet que ese avión sólo iría a media capacidad, por lo que añadir su peso a la parte posterior no supondría ningún problema.

Mientras estaba agazapado en su escondrijo, fueron llenando el avión con maletas grandes y pasajeros estresados antes de despegar rumbo a Detroit. Finn viajó cómodamente en la bodega presurizada, si bien allí hacía más frío que en la cabina de pasajeros, por lo que se alegró de llevar una chaqueta gruesa. Al cabo de aproximadamente una hora de vuelo, el avión aterrizó y rodó hacia la puerta correspondiente. Minutos después abrieron la bodega y descargaron el equipaje. Finn esperó pacientemente a que retiraran la última maleta para salir del escondrijo y echar un vistazo por la puerta posterior. Había gente en el exterior, pero nadie miraba en su dirección. Bajó del avión y saltó a la pista. Al cabo de unos instantes, reparó en que un par de agentes de seguridad se acercaban a él mientras bebían café y charlaban. Se introdujo la mano en el bolsillo, extrajo la bolsa del almuerzo, sacó un sándwich de jamón y empezó a comérselo al tiempo que se alejaba del avión.

Asintió cuando se cruzó con los dos guardias.

—¿Sois de los que toman café normal o sólo descafeinado con cuatro chorros de vete a saber qué? —Sonrió y dio otro mordisco al sándwich.

Los dos agentes rieron mientras se alejaba.

Entró en la terminal, fue a un servicio, se quitó la chaqueta, los amortiguadores de sonido y la placa de identificación. Hizo una llamada breve y luego se dirigió a la oficina de seguridad del aeropuerto.

—He colocado una bomba en una bolsa de equipaje que han cargado en un A320 en el National Airport —explicó al agente de guardia—. Y acabo de viajar en la bodega de un 737 desde Washington D. C. Podría haber abatido el avión en cualquier momento.

El asombrado agente no iba armado, así que se abalanzó sobre él para inmovilizarlo. Finn esquivó el ataque hábilmente y el hombre quedó tumbado en el suelo pidiendo ayuda a gritos. De la sala posterior aparecieron otros agentes que avanzaron hacia Finn, pistola en mano. No obstante, Finn ya había sacado sus credenciales.

En ese preciso momento, la puerta de la oficina se abrió de golpe y entraron tres hombres exhibiendo placas de agentes federales como si fueran cetros reales.

—Seguridad Interior —ladró uno de ellos a los guardias. Señaló a Harry Finn—. Este hombre trabaja para nosotros. Y alguien de aquí va a tener un problema muy gordo.