—Arriamos velas en pocas horas —dijo Quinn, tocando con el dedo una de las borlas de un cojín multicolor—. Mis baúles y mi asistente ya están a bordo, y Lysette está retenida en mi camarote.
Estaban sentados en el salón de la nueva casa que Colin había comprado en Londres. Era una estancia muy grande, con una preciosa decoración a base de suaves tonos azules y dorados. Amelia había incluido coloridos toques propios de los orígenes de Colin por toda la sala: cojines con fundas de colores, pequeñas figuritas talladas en madera y cuencos llenos de baratijas de origen gitano que Pietro les entregó como regalo de bodas. El estilo era poco elegante y muchos lo considerarían vulgar, pero a ellos les encantaba ese salón y pasaban muchas horas acurrucados allí.
«Tienes que aceptar quién eres», le dijo ella con una renovada seguridad, que lo excitaba de un modo insoportable. Amelia también estaba empezando a asimilar la faceta temeraria de su naturaleza, que tanto se había esforzado por contener. Había desaparecido el miedo que tenía de parecerse demasiado a su padre, igual que también Colin había perdido el suyo de no ser digno de ella.
Colin se apoyó en el respaldo del sofá y le preguntó a Quinn:
—¿Los franceses han aceptado liberar a tus hombres cuando les entregues a mademoiselle Rousseau y a Cartland?
—Y a Jacques. También lo quieren a él. Pero de momento sólo me llevo a Lysette. Les devolveré a los otros dos cuando esté seguro de que cumplirán su parte del trato.
—No envidio el viaje que tienes por delante —le comentó Colin, con una mueca—. No creo que mademoiselle Rousseau vaya a ser una prisionera ejemplar.
—Lo está pasando muy mal, pero yo estoy disfrutando mucho de la experiencia.
Colin se rio.
—Porque eres un canalla. ¿Cuándo vuelves?
—No estoy seguro. —Quinn se encogió de hombros y añadió—: Quizá cuando me asegure de que sueltan a los demás. O tal vez ni siquiera lo haga entonces. Es posible que viaje un poco.
—Eres un buen líder para tus hombres, Quinn. Eso es algo que siempre he admirado en ti.
—Ya no son mis hombres. He dimitido. —Cuando vio que Colin arqueaba las cejas, asintió—. Sí, es cierto. Ha sido divertido trabajar para Eddington, pero tengo que empezar a encontrar otras formas de entretenerme.
—¿Como por ejemplo?
—Ya me meteré en algún lío. —Sonrió—. Cuando te veo a ti no puedo evitar recordar que la vida social no está hecha para mí. Yo me aburriría mucho.
—No si compartes esa vida con la mujer adecuada.
Quinn echó su oscura cabeza hacia atrás y se rio; fue una franca carcajada que dibujó una sonrisa en los labios de Colin.
—Por suerte, nunca he creído en esas tonterías, ni siquiera cuando estaba loco de amor por Maria —dijo Simon poniéndose en pie.
Colin se levantó también.
—Espero que algún día recuerdes tus protestas y tengas que tragarte tus palabras.
—¡Ja! Ese día está muy lejos, amigo mío. Es muy probable que ninguno de los dos viva lo suficiente como para verlo.
Cuando se dio media vuelta para marchar, Colin sintió una gran tristeza por su partida. Quinn era un explorador por naturaleza y eso significaba que en adelante se verían con menos frecuencia. Después de todo lo que habían pasado y vivido juntos, Colin lo veía como a un hermano y lo añoraría como si realmente lo fuera.
—Adiós, amigo. —Cuando llegaron al vestíbulo, Simon le dio una palmada en la espalda—. Espero que seas muy feliz en tu matrimonio y que tengas muchos hijos.
—Yo también espero que seas feliz.
Quinn se llevó los dedos a la ceja a modo de saludo y luego se marchó. A por su siguiente aventura.
Colin se quedó mirando la puerta principal cerrada durante un buen rato.
—Cariño.
La dulce voz de Amelia le provocó una oleada de calor que le recorrió la piel.
Se volvió con una sonrisa en los labios y la vio de pie en lo alto de la escalera, en bata. Llevaba la melena recogida en un precioso peinado, con relucientes diamantes entre los empolvados mechones.
—¿Aún no te has vestido? —le preguntó Colin.
—Ya casi he acabado.
—A mí no me lo parece.
—He tenido que parar para esperar que Anne haga unos toques finales a mi conjunto… y también al tuyo.
—¿Ah, sí?
Colin sonrió con más ganas. Conocía muy bien esa mirada de seductora picardía en sus ojos.
Amelia levantó el brazo con elegancia y la esmeralda de su anillo de boda brilló a la luz de las velas de la lámpara del vestíbulo. Sus delicadas manos estaban cubiertas por unos guantes de reluciente satén negro y de ellos colgaba una conocida máscara blanca.
A él se le tensaron todos los músculos del cuerpo.
—Si quieres, podemos ir al baile de máscaras, tal como habíamos planeado —murmuró ella—. Sé que has tardado un buen rato en vestirte.
Colin se acercó a la escalera.
—Y voy a tardar un buen rato en desvestirme —ronroneó.
—Me gustaría que te pusieras esto.
—La guardaba por algo.
—Qué travieso.
Colin subió los escalones de dos en dos y la abrazó, disfrutando del tacto de su suave cuerpo contra el suyo.
—¿Yo soy el travieso? Lo eres tú, condesa Montoya, que pretende que olvide mis compromisos sociales en favor de una noche de licenciosa rebeldía.
—No me he podido resistir. —Le puso la máscara y ató las cintas—. Siento verdadera pasión por ti.
—Pues entonces déjate llevar —le susurró él, posando los labios en su cuello—. Te lo suplico.
La risa de Amelia irradiaba amor y felicidad. Colin tuvo la sensación de que el sonido de sus carcajadas le llenaba el corazón y siguió notándolo incluso varias horas más tarde. Ése y otros sonidos igual de maravillosos.