9

Ware entró en el estudio de Christopher St. John poco después de las diez de la noche. El famoso pirata estaba paseando entre su escritorio y la ventana tan intranquilo como el conde nunca lo había visto antes. No llevaba casaca y tenía el nudo del pañuelo torcido. Parecía preocupado y nervioso, cosa que erizó el vello de la nuca de Ware. Cuando vio el carruaje que había preparado en la entrada principal, le quedó claro que el pirata había planeado un viaje largo.

—Milord —lo saludó St. John distraído.

—Hola, St. John. —El conde fue directo al grano—. ¿Qué ha pasado?

El pirata rodeó el escritorio, se acercó a la consola y levantó el decantador mirando a Ware en silenciosa interrogación. Éste negó con la cabeza y se sentó en uno de los sillones gemelos de delante de la chimenea. Había ido a buscar a Amelia para su habitual ronda nocturna por las diferentes fiestas y eventos. No era propio de ella hacerlo esperar. Su puntualidad era una de las cosas que más le gustaban de la joven.

—No puedo revelarle lo que ha ocurrido hoy con delicadeza —empezó a decir St. John, sirviéndose una buena cantidad de licor.

—No me importa. Prefiero la sinceridad.

El pirata asintió y se sentó en el sillón de enfrente de él.

—La señora St. John y la señorita Benbridge han ido hoy a la ciudad. Me han dicho que iban a pasarse el día comprando, pero ahora sé que estaban buscando al hombre enmascarado de Amelia.

Ware arqueó las cejas.

—Entiendo.

—Por alguna extraña coincidencia, vieron al conde Montoya, si ése es su verdadero nombre, saliendo de Londres en su carruaje. La señorita Benbridge cogió un coche de alquiler y fue tras él; mi mujer la siguió poco después.

—Cielo santo.

—¿Aceptaría ahora ese trago, milord?

El conde lo consideró con seriedad y luego negó con la cabeza.

—Yo también he hecho algunas investigaciones sobre este tema. Esperaba que lady Langston pudiera arrojar cierta luz sobre la identidad del desconocido, pero ella nunca mandó ninguna invitación para el conde Montoya.

St. John frunció los labios con seriedad.

—No tengo ni idea de cómo afrontar esta situación. Si ese hombre pretendiese lastimarla de alguna forma, o bien seducirla, ¿por qué querría abandonar Londres?

Había ciertos celos y posesividad en las emociones que Ware estaba experimentando en ese momento, pero también resignación. Una parte de él siempre había sabido que Amelia se resistía a que se casaran porque necesitaba más. No tenía ni idea de qué era lo que ella sentía que le faltaba, pero sabía que su relación no podría seguir progresando hacia un final feliz si no resolvían antes esa carencia.

—Me sorprende que siga usted en casa —comentó entonces—. Amelia no es mi esposa y, sin embargo, siento un fuerte impulso de ir tras ella.

El pirata le lanzó una seca mirada.

—Yo me estoy volviendo loco por esa misma necesidad de seguirla, pero no tengo ni idea de dónde está. Estoy esperando a que alguien venga a decírmelo.

—Discúlpeme, no pretendía ofenderlo. Sólo era una simple observación. —Valoró sus opciones y entonces añadió—: Me gustaría ir con usted, si no tiene inconveniente.

St. John parecía a punto de discutírselo, pero entonces dejó de fruncir el cejo y asintió.

—Si quiere venir conmigo, puede hacerlo. Pero su ropa habitual no servirá.

Ware se puso de pie al mismo tiempo que el pirata.

—Me cambiaré y prepararé un equipaje ligero. Si se va antes de que vuelva, por favor, déjeme una nota para que pueda seguirlo.

—Por supuesto, milord. —St. John esbozó una condescendiente sonrisa—. Yo también tengo que disculparme con usted. Ha hecho mucho por Amelia desde que la corteja. La señora St. John y yo le estamos muy agradecidos, igual que la propia Amelia.

—St. John… —Ware se rio con pesar—, en este momento mi orgullo no cuenta, lo único que importa es la seguridad de Amelia.

Se estrecharon la mano con mutuo respeto y después el conde se apresuró a partir para poder regresar antes de que el pirata se marchara y lo dejara allí. En cuanto su carruaje abandonó el sendero de la residencia St. John, Ware empezó a hacer una lista mental de lo que debía llevarse.

Su espadín y la pistola estaban entre las cosas que catalogó. Si alguien ponía el honor de Amelia en entredicho, consideraría su derecho y su deber corregir esa falta de respeto.

Cuando Colin acabó de desabrochar el vestido de Amelia, los pensamientos bullían en su cabeza, considerando cómo aquella noche cambiaría sus vidas para siempre.

—¿Has traído doncella?

La venda habría intimidado a muchas mujeres, pero no era el caso de Amelia, cuya voz resonó con seguridad y firmeza.

—No. He visto tu carruaje y he corrido tras él.

Mientras Colin luchaba contra la primitiva necesidad de hacerla suya, se dio cuenta de que su corazón seguía queriendo protegerla incluso a costa de sí mismo.

—Te va a resultar imposible esconder que te has entregado. En el calor de la pasión la razón nos abandona. Quizá por la mañana te arrepientas de lo que ahora deseas tanto.

—Yo me conozco muy bien —dijo ella con obstinación.

—Dejarás a Ware. —Le bajó una de las mangas con suavidad y luego hizo lo mismo con la otra—. Y serás sólo mía.

—Creo que lo más probable es que seas tú quien me pertenezca a mí.

Colin sonrió, se agachó y le bajó el vestido. Amelia salió de la prenda sin prisa, apoyándose en la puerta para no perder el equilibrio. Él alargó deliberadamente el placer que le producía verla en ropa interior y se tomó su tiempo para dejar el vestido sobre el respaldo de un sillón orejero, procurando que no se arrugara.

—Eres tan tranquilo… —murmuró ella—. Tan controlado… Debes de haber tenido muchas aventuras.

—Esto no es una aventura.

Colin volvió la cabeza y recorrió su esbelto cuerpo con una ardiente mirada. Seguía llevando demasiada ropa, pero sabía que en ese momento la estaba viendo como no lo había hecho ningún otro hombre.

Amelia se puso en jarras y una de sus finas cejas se arqueó por encima del pañuelo.

—Quizá yo sí quiera una aventura.

—Pues no la vas a tener conmigo —replicó él, alcanzándola en dos zancadas y levantándola del suelo—. Y no la tendrás nunca, porque ningún hombre yacerá contigo después de mí.

Amelia se rio y le rodeó el cuello con los brazos.

—Madre mía… eres encantador cuando te pones posesivo.

Colin le dijo al oído:

—Espera a sentirme dentro de ti. Ya verás cuánto te gusta entonces mi actitud posesiva.

—Provocador —contestó ella casi sin aliento y con cierta ansiedad—. A este paso, habrá salido el sol antes de que esté desnuda del todo.

—No tienes por qué estar desnuda para que te follen —le susurró él, desafiándola deliberadamente—. Podría levantarte las enaguas, quitarme los calzones y empotrarte contra la puerta.

—Si estás intentando asustarme, deberías saber que soy una mujer difícil de acobardar. —La ansiedad había desaparecido de su voz, disipada por su impresionante fuerza interior—. Yo he vivido siempre en el campo y he visto a los animales hacer todo tipo de cosas.

Sonriendo, Colin besó el suave cuello de Amelia.

—No te rías de mí —prosiguió ella—. Tu amenaza no tiene ningún fundamento. Sé que no me arrebatarás la virginidad de una forma tan cruel. Me reverencias demasiado.

—Así es, su alteza.

Entonces la volvió a dejar en el suelo y se puso de rodillas para besarle los pies.

Amelia se rio y él fue subiendo y deslizándose bajo sus enaguas para darle besos sobre las medias que le cubrían las piernas. La risa de Amelia se convirtió en un jadeo y luego en un suave gemido.

Percibir su íntimo aroma lo volvió loco y no pudo evitar probarla con un dedo indeciso. Tuvo que apretar los dientes al descubrir que estaba húmeda y caliente. Amelia, sorprendida por su atrevida caricia, se tambaleó hasta apoyarse contra la puerta.

—¡No me hagas eso mientras estoy de pie! —protestó.

Colin le dio un último beso detrás de la rodilla y se irguió delante de ella. La giró con suavidad y empezó a ocuparse de las cintas del corsé. Se tomó un respiro para recuperar el control y trató de concentrarse en su respiración y en la de Amelia, en lugar de pensar en la necesidad animal que clavaba las garras en su interior.

Por fin, ella se quedó sólo con la camisola, una prenda hecha de un tejido tan fino que casi era transparente. Fue más que suficiente: esa vaga vislumbre del cuerpo de Amelia por debajo de la tela lo volvió loco del todo.

—Quiero que te quites tú el resto —le dijo, dando un paso atrás.

—¿Por qué?

—Porque me gustaría verlo.

—No es tan fácil como crees. Nunca he estado desnuda delante de un hombre.

—Hazlo, Amelia —le ordenó, casi desesperado por verla desnuda del todo.

Ella no vaciló. Alargó los brazos y se quitó los zapatos. El borde de la camisola se levantó cuando buscó las cintas que le sostenían las medias. A Colin se le hizo la boca agua ante aquella imagen y cada movimiento suyo borraba recuerdos de situaciones similares del pasado. Ninguna otra mujer podía competir con la inocente y natural forma que tenía Amelia de desnudarse. Sus movimientos no estaban estudiados, ni tenían intención de seducir a nadie y, sin embargo, lo excitaban de una forma insoportable.

La necesidad que sentía de ella le dolía tanto que se abrió los calzones y se agarró el pene con la mano. Lo tenía grueso y duro, con la punta húmeda de deseo. Se acarició con suavidad, gruñendo en voz baja.

Amelia se quedó quieta al oír el sonido. No estaba segura de qué podía haber hecho para angustiarlo.

—¿Qué ocurre? ¿Pasa algo?

—Nada —le aseguró él, con una voz ronca que contradecía sus palabras—. Todo va perfectamente.

Ella escuchó con detenimiento, regulando su respiración para poder captar hasta el último sonido.

—¿Qué estás haciendo? He oído que te movías.

—Me estoy acariciando la polla.

Una serie de imágenes se formaron en la cabeza de Amelia. Eran incompletas debido a su inexperiencia, pero igual de excitantes. Su sexo palpitó en respuesta y la obligó a apretar los muslos en un vano esfuerzo por apaciguar el dolor.

—¿Por qué?

—Porque me duele, amor. Estoy duro y preparado para ti. Más duro y más grueso de lo que lo he estado en toda mi vida.

—¿Puedo tocarte?

Él dejó escapar un gemido sofocado.

—Desnúdate primero.

Amelia acabó de desnudarse con prisa, obligándose a olvidar los pensamientos sobre sus imperfecciones físicas. Al contrario que Maria, ella no tenía un cuerpo lleno de exuberantes curvas, destinadas a dar placer a un hombre. Amelia era más alta, más delgada y tenía los pechos más pequeños. Llevaba una vida activa; disfrutaba más montando y practicando esgrima que jugando a cartas y tomando el té.

—Cielo santo —jadeó él, cuando dejó caer la camisola al suelo.

Amelia tuvo el instinto de taparse, pero él se acercó rápidamente y le cogió las muñecas.

—Nunca te escondas de mí.

—Estoy nerviosa —se excusó.

—Mi amor…

Colin la abrazó y ella sintió su erección entre ambos. Tan suave como la seda, pero dura como una roca y caliente al tacto. A pesar de la sorpresa, a su cuerpo le encantó la sensación y se humedeció un poco más.

—Eres tan hermosa, Amelia… Cada centímetro de ti lo es. He soñado poder verte así, desnuda y dispuesta. Qué pobres eran esas fantasías comparadas con la realidad.

Ella presionó la frente contra su pecho y dijo:

—Eres un adulador.

Colin le cogió la mano, se la llevó al miembro y se lo rodeó con sus dedos.

—No es así como se siente un hombre cuando no le gusta su amante.

Amelia movió la mano, apretó, la acarició, la exploró. Él siseó entre dientes.

—Me vas a hacer explotar —le advirtió.

—Si te apetece hacerlo, adelante —contestó ella, loca de ganas de darle placer.

Quería satisfacerlo hasta el punto de saberlo suyo, hasta estar convencida de que le pertenecía.

—Bruja.

Ella se quedó quieta cuando él le agarró un pecho con la mano. Su pezón, que ya estaba tenso y duro a causa de la brisa de la noche, se endureció todavía más.

—¿Lo ves? Encajas en mi mano a la perfección —murmuró Colin, al tiempo que empezaba a mover las caderas al compás de los movimientos de ella—. Estás hecha para mí, Amelia.

Ella gimoteó cuando él le pellizcó el pezón con el pulgar y el índice, provocándole unas punzadas de placer que viajaron directamente hasta su sexo. Se puso tensa y se contrajo y luego empezó a removerse con intranquilidad.

—Y respondes muy rápido a mí.

Colin se echó hacia atrás y un segundo después, a Amelia se le escapó un grito al sentir la cálida y húmeda succión de su boca rodeando la tierna cresta del pecho. Le agarró el miembro con fuerza y él gruñó contra su piel. Amelia se volvió loca al sentir la vibración de ese sonido resonando en su cuerpo.

Colin le rodeó la cintura con sus poderosos brazos y la agarró con fuerza. Después la empujó hacia atrás para dedicarle toda su atención a su pecho; primero le lamió el pezón para luego succionarlo.

Tal como le había advertido que le ocurriría, hasta el último de los pensamientos abandonó la mente de Amelia, que se convirtió en una criatura de lujuria y deseo. Esa locura hizo que se pegara más a él. Sólo había otro hombre al que ella había pensado entregarse de esa forma. Que a Montoya lo persiguieran y fuera peligroso no tenía nada que ver con las emociones que le estaba provocando.

—Dime que te gusta lo que te estoy haciendo —le dijo él, mientras se dedicaba al otro pecho—. Suéltalo, Amelia. No seas tímida.

Le mordió el pezón y ella gritó. Entonces empezó a chuparla y a acariciarla con la lengua con enloquecedora lentitud. Pero no era suficiente. Ni mucho menos. Amelia empezó a contorsionarse y a gimotear, arqueando la espalda para internarse más en su boca.

—¿Qué necesitas? —le preguntó él con un grave susurro—. ¿Qué quieres? Dímelo y yo te lo daré.

Desesperada, suplicó:

—Chúpamelo, por favor, necesito…

Jadeó cuando él obedeció y le rodeó el pezón con los labios. El pene de Colin palpitó entre sus manos y una cálida gota de humedad se deslizó por entre sus dedos. Amelia lo tocó hasta encontrar de dónde había brotado. Con la yema del pulgar restregó la abertura y Montoya se estremeció y la succionó con más fuerza.

Como la había dejado sin el sentido de la vista, los demás se habían potenciado. A medida que la piel de él se iba calentando, su fragancia se colaba por la nariz de Amelia y alimentaba su deseo. Su sentido del tacto estaba dolorosamente alerta e incluso la brisa más suave le provocaba un hormigueo en la piel.

—Por favor —gimió, incapaz de ocultar que quería más.

Tras un último y largo lametón, Colin se enderezó y, cogiéndola en brazos, se dirigió con ella hacia la cama.

Cuando el carruaje de Maria se desvió de la carretera principal y se detuvo en el patio de una posada, a escasa distancia de Reading, Simon estaba de muy mal humor. Dos de los hombres de St. John viajaban por delante de ellos a caballo, sin tener que sufrir el castigo de aquellos carruajes tan lentos. Si tenían suerte, volverían con alguna pista o quizá incluso con alguna indicación exacta.

Todo el día había sido una gran frustración. El carruaje de alquiler que habían cogido Amelia y Tim los dejó poco después de que subieran, porque el cochero no quería salir de la ciudad. Pero consiguieron otro vehículo y siguieron adelante, como era de esperar. Lo que más preocupaba a Simon eran los informes sobre un gran número de jinetes franceses que avanzaban en la misma dirección que ellos.

Quizá no fuera nada, pero también era posible que se tratara de Cartland.

Se moría de ganas de explicarle todo el asunto a Maria durante la cena, pero sentía la misma lealtad hacia Colin, que había arriesgado su vida por él en más de una ocasión. Así que no dijo nada y se mordió la lengua hasta que se separaron para retirarse a descansar.

Por su parte, ni Lysette ni él tenían ninguno de los enseres básicos para viajar con comodidad. No disponían de ropa de recambio ni de sirvientes. Ni siquiera llevaban el carruaje adecuado, cosa que a Simon le había dejado un buen entumecimiento en el trasero y un intenso dolor de espalda.

Colin había mencionado que tenía intención de viajar hasta Bristol, lo que le daba a Simon cierta ventaja. Sutilmente convenció a Maria para que fueran en esa dirección, mientras, en secreto, mandó a un jinete de vuelta a sus aposentos para informar a su asistente del cambio de planes. El sirviente se ocuparía de pagar las cuentas, empaquetar sus cosas e informar a la doncella de Lysette para que recogiera sus pertenencias.

Al pensar en la francesa, la vio sentada delante del fuego. Compartían dormitorio por necesidad, pues su expedición era tan numerosa que no quedaban más habitaciones libres. Maria se quejó mucho de la mala calidad de la posada, argumentando que St. John tenía varios hombres por la zona que estarían encantados de acogerlos y proporcionarles un alojamiento confortable. Le pareció muy poco razonable que Simon insistiera en que se quedaran cerca de la carretera, pero él no quería que Maria se diera cuenta de que le había mentido acerca de las vacaciones, ardid que ella descubriría enseguida si amanecían al día siguiente con la misma ropa.

Oyó un suave suspiro y volvió a fijar su atención en Lysette. Estaba acurrucada en un sillón orejero. Sólo llevaba puesta la camisola y había recogido las piernas bajo su cuerpo, después de ponerse una manta en el regazo. Sus pálidos rizos rubios, que antes llevaba recogidos en un estiloso peinado, caían ahora sobre la cremosa piel de sus hombros. Estaba leyendo, como de costumbre. A Simon siempre lo había intrigado la voracidad con que esa chica devoraba los libros de historia. ¿Por qué tendría tanto interés en el pasado?

Cuando habían salido aquella mañana, únicamente tenían la intención de hacer algunas averiguaciones discretas, pero ella decidió llevarse un libro consigo de todos modos.

Simon frunció el cejo, se acercó a la cama, se desnudó y se deslizó entre las sábanas. A continuación se dedicó a observarla con los ojos entornados. Admiró su delicada belleza dorada, mientras se preguntaba por qué la encontraba tan poco atractiva. Que él recordara, era la única vez que la belleza de una mujer no conseguía distraerlo de sus imperfecciones interiores. Y teniendo en cuenta que Lysette podía rivalizar con Maria en atractivo, era un descubrimiento muy sorprendente.

Las dos mujeres se parecían en muchos aspectos y, sin embargo, eso sólo servía para subrayar sus diferencias. Maria tenía una gran fortaleza y una inquebrantable determinación. En cambio, Lysette a veces parecía que estuviera insegura del camino que debía tomar. Él era incapaz de comprender que en un momento diera la impresión de estar encantada consigo misma y al instante siguiente se mostrase tan pesarosa.

Los instintos de Simon eran muy fuertes y había aprendido a confiar ciegamente en ellos. Y en ese momento le decían que había algo que no iba bien en el mundo de Lysette. La muchacha era una asesina a sueldo y su frialdad encajaba a la perfección con la tarea. Y, sin embargo, a veces, esa indiferencia que demostraba hacia los demás se veía empañada por breves fogonazos de confusión y remordimiento. Simon sospechaba que estaba un poco loca y le resultaba muy difícil sentir simpatía y odio hacia la misma mujer.

—¿Cómo empezaste a trabajar para Talleyrand? —le preguntó.

Ella se sobresaltó y miró hacia la cama.

—Pensaba que estabas dormido.

—Es evidente que no.

—Yo no trabajo para Talleyrand.

—Entonces ¿para quién trabajas?

—Eso no es de tu incumbencia —replicó al instante.

—Pues yo creo que sí —contestó él.

Lysette lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Para quién trabajas tú? —preguntó a su vez.

—Yo no trabajo para nadie. Soy un mercenario.

—Hum…

—¿Tú también? —la presionó, al ver que no decía nada más.

Ella negó con la cabeza y de nuevo pareció estar un poco perdida. La ropa que llevaba era de calidad y muy cara y tenía unos modales y una conducta intachables. Estaba seguro de que su existencia habría empezado en circunstancias mucho mejores que aquéllas. Simon sabía por qué Maria vivía rodeada de crímenes, pero desconocía qué pasaba con Lysette.

—¿Por qué no te buscas un marido rico y disfrutas vaciándole los bolsillos? —inquirió.

Ella arrugó la nariz.

—Qué aburrido.

—Bueno, eso dependería del marido, ¿no crees?

—Me da igual, no me seduce la idea.

—Entonces quizá prefirieras llevar una vida de amante.

—No me gustan mucho los hombres. —La confesión de Lysette lo sorprendió—. ¿Por qué me haces tantas preguntas?

Simon se encogió de hombros.

—¿Por qué no? No tengo nada mejor que hacer.

—Podrías dormir.

—¿Prefieres la compañía femenina?

Ella se lo quedó mirando fijamente un momento. Y entonces abrió los ojos como platos.

—¡No! Mon Dieu! Prefiero la compañía de los libros, pero a falta de libros, los hombres siempre son mi segunda elección. En especial en el aspecto al que estás haciendo referencia.

Él sonrió al ver lo horrorizada que estaba.

—¿Por qué no piensas en Cartland y me dejas en paz? —le sugirió la joven.

—¿Crees que encontrará a Mitchell? —le preguntó entonces, serio.

—Creo que es imposible que no lo encuentre con la cantidad de gente que le pisa los talones. Le asignaron un contingente de hombres muy numeroso. Me sorprendería que no estuviera vigilando todas las principales vías que salen de Londres. —Los preciosos rasgos de Lysette se endurecieron—. No habría venido contigo de saber que esto es sólo un asunto familiar.

—Claro que no —murmuró él, sintiendo cómo se desvanecía rápidamente la minúscula oleada de calidez que había sentido por ella. Ésa era la constante naturaleza de su relación: de repente la encontraba ligeramente atractiva y un segundo después no podía soportarla—. Y ¿qué me dices de ese hombre que va con Cartland? Depardue. ¿Alguna vez piensas en él?

—Lo menos posible.

Allí había algo más. Simon lo sabía por su tono de voz.

—Es tu rival, ¿verdad?

Lysette apretó los labios.

—No, claro que no. Si le salen bien las cosas, no tiene por qué ser malo para mí.

—Entonces ¿por qué no lo dejas seguir adelante y te quitas ese peso de encima?

—Yo sé lo que tengo que hacer —dijo ella, poniéndose un poco a la defensiva—. Ya sé que no te gusta que sea capaz de dejar a un lado mis sentimientos para cumplir mi misión, pero esa capacidad es lo que me mantiene con vida.

Simon suspiró y se tumbó boca arriba.

—Que nosotros sobrevivamos de la manera que lo hacemos no significa que no tengamos corazón. ¿Qué sentido tendría seguir viviendo sin corazón?

Entonces Lysette cerró el libro de golpe.

—¡No intentes sermonearme! —le espetó—. Tú no tienes ni idea de lo que yo he pasado en la vida.

—Pues cuéntamelo —repuso él con despreocupación.

—¿Por qué te importa tanto?

—Ya te lo he dicho, no tengo nada mejor que hacer.

—¿Preferirías estar haciendo el amor?

Simon levantó la cabeza sorprendido. Ella lo estaba mirando con las cejas arqueadas.

—¿Contigo? —le preguntó incrédulo.

—¿Ves a alguien más aquí?

Para su disgusto, Simon se dio cuenta de que por mucho que disfrutara de un rápido y despreocupado revolcón, en realidad no deseaba acostarse con Lysette. Aunque estaba dispuesto a aprovechar la ocasión.

—Supongo que podríamos…

Ella abrió los ojos como platos al advertir su evidente reticencia. Entonces soltó una dulce carcajada que a él le resultó encantadora. Quién le iba a decir que una criatura tan fría podía tener una risa tan cálida.

—¿No quieres acostarte conmigo? —le preguntó sonriendo.

Simon frunció el cejo.

—Creo que podría hacerlo, sí —respondió.

Lysette observó su entrepierna con descaro.

—A mí no me lo parece.

—No deberías poner en entredicho la virilidad de un hombre. Podría verse obligado a demostrártelo follándote sin piedad.

Una sombra oscureció los rasgos de ella, que tragó saliva con fuerza y apartó la vista.

La irritación de Simon desapareció de golpe. Se sentó en la cama y le dijo:

—Estaba bromeando.

—Claro.

Él se frotó la mandíbula y maldijo interiormente. Nunca había logrado entender a esa mujer. Era demasiado cambiante.

—Quizá deberíamos limitar nuestra conversación a temas más seguros.

Lysette lo miró.

—Sí, creo que tienes razón.

Él esperó a que dijera algo, pero al final decidió adelantarse.

—Mi intención es capturar a Cartland y llevarlo ante Mitchell. Así podrás ver por ti misma la diferencia entre ambos. Conozco lo suficiente a Cartland como para apostar a que querrá eliminar a Mitchell antes de que éste revele su secreto.

—Si es que hay algún secreto que revelar.

—¿Por qué no nos crees?

—No te ofendas —dijo ella con despreocupación—. Tampoco creo en la palabra de Cartland.

—Y entonces ¿en quién crees? —le espetó.

—En nadie. —Levantó la barbilla—. Dime que tú actuarías diferente si estuvieras en mi lugar.

—Ya conoces a Mitchell. Es un joven serio de buen corazón.

A Lysette se le endureció la mirada.

—Estoy segura de que habrá quien elogie también a Cartland.

—¡Cartland es un asesino mentiroso!

—Eso es lo que tú dices. Pero ¿no hubo un tiempo en que trabajó para ti? ¿Acaso no le tienes rencor por haber revelado tus traidoras actividades contra Francia? Tienes un motivo para querer que muera y eso elimina el valor de cualquier cosa que puedas decir en su contra.

Simon se dejó caer sobre la almohada maldiciendo entre dientes y tiró del cubrecama.

—¿Ahora sí que vas a dormir? —le preguntó ella.

—¡Sí!

Bonne nuit.

Él respondió con un rugido de frustración.