Los peatones, carretillas y carruajes recorrían la calle a un ritmo pausado. Hacía un día soleado y agradablemente cálido y la breve llovizna que había caído por la mañana había limpiado el aire. Sin embargo, Colin estaba muy lejos de sentirse relajado. Había algo en aquel día que no le gustaba.
—No deberías preocuparte tanto —le dijo Jacques—. Ella estará bien. Nadie os ha conectado ni a ti ni a tu pasado con la señorita Benbridge.
Colin sonrió con pesar.
—¿Tan transparente soy?
—Oui. Cuando bajas la guardia.
Él dejó vagar la mirada por fuera de la ventana del carruaje y observó a las muchas personas ocupadas en sus quehaceres diarios. En su caso, la tarea que tenía por delante era abandonar la ciudad. En ese momento, su carruaje transitaba por la carretera que los conduciría a Bristol. Ya habían empaquetado todas sus cosas y liquidado la cuenta con el arrendador de la casa.
Pero Colin seguía intranquilo.
La sensación de que estaba dejando su corazón en la ciudad era peor que la primera vez. Cada día que pasaba era más consciente de su mortalidad. La vida era finita y la posibilidad de pasar el resto de la suya sin Amelia le resultaba demasiado dolorosa.
—Nunca he ido en carruaje con ella —dijo, agarrándose con la mano enguantada al borde de la ventana—. Nunca me he sentado con ella a la mesa para comer. Todo lo que he hecho durante estos últimos años ha sido para conseguir una mejor posición que me proporcionara el privilegio de poder disfrutar de todas las facetas de su vida.
Los oscuros ojos de Jacques lo observaban por debajo del ala del sombrero. Estaba sentado frente a él. Colin nunca lo había visto tan relajado y, sin embargo, seguía transmitiendo una intensa energía.
—Cuando mis padres murieron —continuó Colin, mirando fijamente la calle—, mi tío aceptó el puesto de cochero de lord Welton. El sueldo era muy bajo y tuvimos que abandonar el campamento gitano, pero mi tío creyó que esa vida era mejor para mí que la existencia nómada. Él era soltero, pero se tomó muy en serio la tarea de cuidarme.
—Así que él es la fuente de tu sentido del honor —comentó el francés.
Colin esbozó una leve sonrisa.
—A mí no me gustó nada el cambio. Tenía diez años y lamenté mucho abandonar a mis amigos, especialmente cuando acababa de perder a mi padre y a mi madre. Estaba convencido de que mi vida se había acabado y que sería desgraciado para siempre. Y entonces la vi.
Colin recordaba aquel día como si acabara de suceder.
—Sólo tenía siete años, pero su imagen me impresionó. Parecía una muñeca de porcelana: rizos negros, piel de alabastro y ojos verdes. Entonces me tendió una mano sucia, sonrió mostrándome los dientes que le faltaban y me preguntó si quería jugar con ella.
—Charmante —murmuró Jacques.
—Sí que lo era. Amelia era como tener doce amigos en uno: aventurera, desafiante y lista. Yo siempre hacía mis tareas lo más rápido posible para poder estar con ella. —Suspiró, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos—. Recuerdo el primer día que me subí al carruaje en calidad de lacayo. Me sentí tan maduro y orgulloso de mi logro… Ella también estaba contenta por mí, le brillaban los ojos de alegría. Pero entonces me di cuenta de que Amelia se sentaba dentro del carruaje y yo iba fuera, y de que nunca me permitirían sentarme a su lado.
—Has cambiado mucho desde entonces, mon ami. Ahora ya no existe esa división entre vosotros.
—Pero sí hay una división —replicó Colin—. Lo único que ha cambiado es que ahora no se trata sólo de una cuestión monetaria.
—¿Cuándo te diste cuenta de que la amabas?
—La amé desde el principio. —Apretó los puños sobre sus muslos—. El sentimiento solamente creció y cambió, igual que hicimos nosotros.
Jamás olvidaría una tarde que pasaron jugando en el arroyo, tal como solían hacer a menudo. Él únicamente llevaba calzones y ella una camisola. Amelia acababa de cumplir quince años y él, dieciocho. Colin se tambaleó por encima de las piedras de la orilla, tratando de atrapar una rana y se cayó al agua. La encantadora risa de Amelia lo hizo volver la cabeza y cuando la vio, su vida cambió para siempre. Ella lo miraba iluminada por el sol, con la camisola empapada y con su preciosa cara rebosante de felicidad. A Colin se le antojó una auténtica ninfa de agua. Atractiva e inocentemente seductora.
Se quedó sin aliento y se le endureció todo el cuerpo. Una ráfaga de cálido apetito le hizo hervir la sangre y le secó la boca. Su miembro, que se había convertido en un intenso y exigente tormento desde que había empezado a madurar, empezó a palpitar, presa de una fuerza muy dolorosa. Ya no era un chico inocente, pero las necesidades físicas que había experimentado antes de aquel momento sólo eran pequeñas molestias comparadas con la necesidad que se apoderó de él al ver el cuerpo semidesnudo de Amelia.
De alguna forma y en algún momento, mientras él no estaba mirando, ella se había convertido en una mujer. Y él la deseaba. La deseaba como jamás había deseado nada en el mundo. Se le encogió el corazón presa de aquella repentina necesidad y sus brazos se murieron de ganas de abrazarla. Sintió un vacío en lo más profundo de su ser y supo que sólo Amelia podría llenarlo. Completarlo. De niño, ella lo había sido todo para él. Y Colin sabía que también lo sería de hombre.
—¿Colin? —La sonrisa de Amelia se desvaneció cuando la tensión se adueñó del aire que flotaba entre ellos.
Un poco más tarde, aquella misma noche, Pietro advirtió su tristeza y le preguntó. En cuanto él le confesó su descubrimiento, su tío reaccionó con una intensa ferocidad.
—Mantente alejado de ella —rugió, echando chispas por sus ojos oscuros—. Debería haber puesto fin a vuestra amistad hace ya mucho tiempo.
—¡No! —La mera idea de alejarse de Amelia horrorizó a Colin. Era incapaz de imaginarse la vida sin ella.
Pietro dio un puñetazo en la mesa y se inclinó hacia él.
—Ella está muy por encima de ti. Está fuera de tu alcance. ¡Tu comportamiento nos costará el sustento!
—Pero ¡yo la amo!
En cuanto esas palabras salieron de sus labios, supo que eran ciertas.
Su tío lo sacó de sus aposentos con semblante muy serio y se lo llevó al pueblo. Allí lo dejó en brazos de una preciosa prostituta que se mostró encantada de dejarlo bien seco. Era una mujer madura que no tenía nada que ver con las jovencitas inexpertas con las que Colin se había entretenido hasta entonces. Se aseguró de extenuarlo y él abandonó su cama con los músculos convertidos en gelatina y muchas ganas de echarse una buena siesta.
Cuando varias horas más tarde entró tambaleándose en la taberna más próxima, su tío lo recibió con una alegre sonrisa en los labios y rebosante de orgullo paterno.
—Ahora ya tienes otra mujer a la que amar —dijo, dándole una afectuosa palmada en la espalda.
Afirmación que Colin enseguida se apresuró a corregir:
—Le estoy muy agradecido, pero yo sólo amo a Amelia.
A Pietro se le borró la sonrisa. Al día siguiente, cuando Colin vio a Amelia y sintió el mismo deseo lujurioso que experimentó en el arroyo, supo por instinto que el sexo sería distinto con ella. De la misma forma que había conseguido dar más luz a sus días y aligerar su corazón, también sabía que lograría que el sexo fuera más profundo y placentero. El ansia que sentía por esa conexión era innegable. Lo arañaba por dentro y no le daba tregua.
Durante los meses siguientes, Pietro no dejó de advertirle ni un solo día que la dejara en paz. Su tío le decía que si de verdad la amaba tenía que querer lo mejor para ella y que un mozo de establo gitano nunca lo sería.
Al final consiguió alejarla de él. Y eso lo mató.
Seguía matándolo.
El carruaje rebotaba, se mecía y retumbaba por las calles, cada nuevo movimiento era una señal de que se alejaba más y más de lo único que había deseado en el mundo.
—Volverás a estar con ella —auguró Jacques en voz baja—. Esto no se ha acabado aquí.
—Hasta que pongamos fin a este asunto con Cartland no puedo ni pensar en ella. Hay un buen motivo por el que Quinn siguió sirviéndose de los servicios de Cartland a pesar de ser un hombre problemático: es un rastreador excelente. Y mientras siga buscándome, no tengo futuro.
—Yo creo en el destino, mon ami. Y el tuyo no es morir a manos de ese hombre. Te lo aseguro.
Colin asintió, pero en realidad no se sentía tan optimista.
Los dedos cubiertos con guantes blancos que se aferraban a la ventana del carruaje pertenecían a Montoya. Amelia estaba convencida de ello.
Cuando el impresionante coche pasó por su lado, lanzó un descuidado vistazo al interior del vehículo y vio a Jacques. La sorpresa la dejó helada y el escalofrío que le provocó el descubrimiento la atravesó y la llenó de esperanza. Entonces reparó en la gran cantidad de baúles que había en la parte posterior del vehículo.
Montoya abandonaba la ciudad, tal como había dicho que haría.
Por suerte para ella, pero por desgracia para él, su cochero había elegido pasar por la calle por la que transitaba, Amelia con su hermana, buscándolo precisamente de él.
—Maria —dijo con urgencia, temerosa de apartar los ojos, por miedo a perderlo de vista.
—¿Hum? —contestó su hermana, distraída—. Mira, aquí venden máscaras.
Antes de que Amelia pudiera decir nada, Maria se metió en la tienda, haciendo sonar las campanillas de la entrada.
Había gran cantidad de peatones a su alrededor, aunque la mayoría se alejaban de ellas debido a la presencia de Tim, que sobresalía por encima de cualquiera y vigilaba a sus protegidas con ojos de halcón.
—Tim. —Amelia levantó el brazo y señaló el carruaje, que se alejaba cada vez más—. Montoya va en ese carruaje negro. Tenemos que darnos prisa o lo perderemos.
La sensación de que se le escurría entre los dedos le provocó una ansiedad que no había experimentado nunca. Se agarró la falda y casi corrió tras el carruaje.
Un coche de caballos de alquiler dejó a unos pasajeros algunos metros más adelante y Amelia se dirigió hacia él levantando la mano y agitándola con frenesí.
Cuando Tim advirtió sus intenciones, maldijo entre dientes, la agarró del codo y tiró de ella.
—¡Deténgase! —gritó, cuando el cochero iba a ponerse ya en marcha sin verlos.
El hombre volvió la cabeza y se quedó de piedra al ver al gigante. Tragó con fuerza y asintió. Cuando alcanzaron el carruaje, Tim abrió la puerta y metió a Amelia dentro. Luego miró a los dos lacayos que los habían seguido.
—Volved con los demás, buscad a la señora St. John y explicadle lo que ha pasado.
Sam, un hombre pelirrojo que llevaba varios años trabajando para St. John, asintió con energía.
—Entendido. Id con cuidado.
Tim se metió también en el carruaje y Amelia tuvo que echarse hacia el rincón del asiento para hacerle sitio.
—Esto no me gusta —le dijo él con brusquedad.
—¡Date prisa! —lo presionó ella—. Puedes reprenderme por el camino.
Tim la fulminó con la mirada, maldijo de nuevo y le gritó las instrucciones pertinentes al cochero.
El carruaje se puso en marcha y se alejó de la calle para adentrarse en el tráfico.
Las campanillas seguían sonando cuando Maria se detuvo ante un caballero alto y elegante que le bloqueaba el paso. Lo acompañaba una preciosa rubia vestida a la última moda francesa. Maria miró alternativamente a uno y otro, pensando que eran una pareja muy atractiva.
—¡Simon! —Se quedó de una pieza al reconocer al hombre.
—Mhuirnín. —El hombre le cogió la mano y se la llevó a los labios. El tierno afecto que impregnaba su voz resultaba evidente—. Estás arrebatadora, como siempre.
Simon Quinn estaba de pie ante ella, con un aspecto pecaminosamente delicioso que ningún hombre debería tener. Llevaba unos calzones beige y una casaca verde oscuro; su poderosa figura atraía las miradas de cualquier mujer que tuviera cerca. Tenía complexión de trabajador, pero llevaba unos ropajes tan elegantes que parecían hechos para el mismísimo rey.
—No sabía que habías vuelto a Londres —lo reprendió ella con suavidad—. Y tengo que admitir que estoy bastante ofendida al ver que no te has puesto en contacto conmigo de inmediato.
La francesa esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos y lo llamó:
—Quinn… —Negó con la cabeza, haciendo ondear las festivas cintas que la adornaban—. Por lo visto, tu lamentable forma de tratar a las mujeres es un rasgo recurrente de tu personalidad.
—Silencio —le espetó él.
Maria frunció el cejo. No estaba acostumbrada a ver a Simon mostrándose cortante con mujeres tan hermosas como aquélla.
Entonces las campanillas de la puerta volvieron a sonar y Maria trató de apartarse, pero alguien la agarró del brazo. El contacto la pilló por sorpresa y se dio media vuelta haciendo ondear su falda rosa para encontrarse con Sam, que estaba muy nervioso.
—La señorita Amelia ha visto su carruaje y ha salido corriendo tras él —le explicó el lacayo—. Tim está con ella, pero…
—¿Amelia?
En ese momento, Maria se dio cuenta de que su hermana no estaba con ella y salió corriendo a la calle llena de gente.
—Van por allí —indicó Sam, señalando un carruaje que se alejaba calle abajo.
—¿Ha visto a Montoya? —preguntó, sintiendo cómo los nervios le oprimían el estómago.
Entonces se cogió la falda y empezó a abrirse camino entre los peatones, mientras Simon y la rubia la seguían a toda prisa y otros hombres de St. John se dirigían también hacia ellos. Estaban provocando una especie de aglomeración, pero a Maria no le importaba. Lo único que le preocupaba era llegar hasta Amelia.
Cuando se dio cuenta de que le iba a resultar imposible alcanzar su coche a pie, se detuvo.
—Necesito mi carruaje.
—Ya he pedido que lo vayan a buscar —le dijo Sam, que seguía a su lado.
—Ve a casa y dile a St. John lo que ocurre. —La cabeza le iba a mil por hora y ya había empezado a planear las próximas horas—. Yo me llevaré al resto de los hombres. Cuando encontremos a Amelia, mandaré a alguien para informar de dónde estamos.
Sam asintió y se marchó en busca de su caballo.
—¿Qué diablos está ocurriendo? —preguntó Simon preocupado y con el cejo fruncido. La rubia, sin embargo, sólo parecía vagamente interesada.
Maria suspiró.
—Mi hermana se enamoró de un desconocido enmascarado al que conoció en un baile hace algunas noches y ahora lo está persiguiendo.
La repentina tensión de Simon no hizo más que aumentar el nerviosismo de Maria. Si él había advertido algún peligro en aquella situación, sabía que la preocupación por su hermana estaba más que justificada.
—Desde que lo conoció vivo muy preocupada —prosiguió—, pero no hay forma de persuadirla de que lo olvide. He intentado razonar con ella, pero está decidida a dar con él. Y St. John también. Le he dicho a Amelia que yo la ayudaría a buscarlo, con la intención de controlar parte del asunto, pero parece que lo ha visto en la calle hace un rato y ahora lo está persiguiendo.
—¡Cielo santo! —gritó Simon, con los ojos abiertos como platos.
—¡Oh, es encantador! —exclamó la señorita Rousseau dejando que sus ojos mostraran al fin alguna emoción.
—Iré contigo —anunció Simon con brusquedad, gesticulando en dirección a su lacayo.
El chico salió corriendo a buscar su carruaje.
—No tienes por qué implicarte en esto —dijo Maria con la respiración agitada—. Ya tienes un compromiso. Disfruta del día.
—Estás muy alterada, mhuirnín, y quizá yo pueda ayudarte. Además, estábamos a punto de dejar la ciudad para irnos de vacaciones. A la señorita Rousseau no le importará que alteremos nuestro destino.
—La verdad es que no —admitió la francesa sonriendo—. En realidad me gustaría ir con vosotros. Las parejas de tontos enamorados siempre son muy divertidas.
Simon resopló. El sonido desprendía tanta tensión que Maria reconsideró sus protestas y decidió guardar silencio. Simon había sido su lugarteniente durante años y su colaboración resultaría de una gran ayuda. Cualquiera que fuera la situación entre la señorita Rousseau y él era asunto suyo. Ella ya tenía suficientes problemas.
Poco después, vieron acercarse el brillante carruaje de paseo de St. John. Maria confió en que la distancia que iban a recorrer no fuera tan larga como para requerir un coche más sólido.
Colin salió del carruaje, aliviado de poder estirar sus largas piernas tras las muchas horas que había tardado en llegar desde Londres hasta la pequeña posada de más allá de Reading. Se quedó un rato en el patio y observó el paisaje iluminado por la luna. Jacques también salió del vehículo y entraron juntos a la posada para pedir una habitación para pasar la noche.
El interior en penumbra estaba muy tranquilo. Sólo quedaban algunos clientes en la sala principal, los demás ya se habían retirado. Hicieron los trámites necesarios para conseguir el alojamiento y Colin enseguida se encontró en un pequeño cuarto con pocos muebles, pero limpio y cómodo.
En cuanto estuvo solo, la melancolía lo envolvió como un frío y pesado manto. Estaba a un día de viaje de Amelia y la jornada siguiente aún lo alejaría más de ella. Frustrado por la dirección que estaban tomando las cosas, rogó que el sueño le diera un breve respiro, pero después de todos aquellos años soñando con su amada no tenía mucha esperanza.
Se disponía a correr las cortinas cuando la puerta se abrió detrás de él. Se llevó la mano a la empuñadura de la daga que llevaba escondida en la casaca y se inclinó para reducir su tamaño.
—Montoya.
La dulce voz de Amelia lo paralizó justo cuando se estaba dando la vuelta. Esperaba que lo siguieran, pero nunca imaginó que sería ella quien lo hiciera. Ahora el peligro que lo acechaba los amenazaba a los dos.
—Tenía que verte —murmuró Amelia—. Tu carruaje ha pasado junto a mí por la calle y no podía dejarte marchar.
Gracias a los años de entrenamiento y lo mucho que había aprendido a depender de su ingenio, Colin pudo reprimir su reacción de sorpresa y evitó echarlo todo a perder volviéndose del todo hacia ella. En lugar de darse la vuelta, corrió las cortinas para impedir el paso a la tenue luz de la luna, antes de girarse. Si tenía suerte, el fuego que ardía en la chimenea ocultaría sus rasgos entre sombras y disminuiría las posibilidades de que Amelia pudiera reconocerlo.
Como sólo se había preparado para la reacción de ella al verlo, Colin había quedado completamente expuesto a su propia respuesta. Su figura junto a la puerta —y tan cerca de la cama—, impactó en él como un golpe y le arrancó un posesivo y primitivo gemido, que se abrió paso por su cerrada garganta. Amelia se estremeció al oírlo y abrió los labios, jadeante.
Colin apretó los puños. ¿Sabría ella lo que le estaba haciendo?
Amelia se quedó inmóvil ante la puerta, con actitud orgullosa e impertérrita. Llevaba un sombrero ladeado con gracia atado bajo la barbilla y un vestido de brillante satén blanco con un delicado encaje. El inocente corte del vestido le quitaba años y Colin sintió una oleada de calor que lo endureció sin previo aviso: de repente tenía unas irresistibles ganas de hacerla suya. La amaba profundamente; con locura. Aún podía recordar la adoración que sintió por ella de niño, pero también se moría de lujuria con cada gota de la sangre gitana que le corría por las venas.
—Dime que no has venido sola —murmuró horrorizado, al pensar que aquella belleza pudiera andar por el mundo desprotegida.
Amelia era un tesoro que había que cuidar y vigilar. Cuando pensó que podría haber hecho aquel viaje sin lacayos y haberse expuesto a tanto peligro se le encogió el estómago.
—Estoy acompañada. —Sus ojos brillaban, iluminados por la tenue luz del fuego y le preguntó en un susurro—: ¿Estás enfadado conmigo?
—No —dijo él con voz ronca, sintiendo cómo el corazón le latía rítmicamente en el pecho.
—La máscara… —Inspiró con fuerza—. La mayoría de los hombres están especialmente elegantes vestidos de noche. Pero tú…
—Amelia…
—… tú siempre me provocas. Lleves lo que lleves y estemos donde estemos.
Colin cerró los ojos y sintió cómo el cumplido de ella se deslizaba por todo su cuerpo. Dio un paso involuntario en su dirección, pero luego se paró en seco. De repente aquella estancia se le antojó demasiado pequeña y asfixiante, y la necesidad de que ambos se despojaran de todas sus ropas le resultó casi abrumadora. El deseo que sentía por Amelia era cada vez más intenso y no dejaba de arañar y morder para que lo saciara.
—¿Te alegras de verme? —le preguntó ella con un hilo de voz.
Colin negó con la cabeza y abrió los ojos: no verla le resultaba insoportable.
—Me mata.
La ternura se apoderó de los delicados rasgos de Amelia conmoviéndolo.
—Es ese deseo que percibo en tu interior lo que me atrae hacia ti. —Se acercó a él, que levantó una mano para detenerla antes de que se acercara demasiado—. Mientras me sigas deseando, yo te desearé a ti.
—Ya habría dejado de desearte hace mucho tiempo… si fuera posible —jadeó él.
Amelia ladeó la cabeza con aire reflexivo.
—Mientes.
Él fue incapaz de resistirse y sonrió. Seguía siendo una descarada.
—Disfrutas deseándome —dijo ella con evidente satisfacción femenina.
—Disfrutaría más poseyéndote —ronroneó él.
Cuando Amelia posó la mirada sobre la cama, su miembro se excitó del todo. La vio sacar la lengua y humedecerse el labio inferior, y un áspero e inquieto anhelo se removió en el interior de su pecho.
—Ven conmigo —le suplicó ella, volviendo a mirarlo a los ojos—. Conoce a mi familia. Mi hermana y su marido pueden ayudarte. Cualquiera que sea tu problema, estoy segura de que ellos podrán ayudarte a solucionarlo.
A Colin se le hizo un nudo en la garganta. Tendría que decirle que no. Debía evitar ponerla en peligro.
Pero la posibilidad de poder poseerla allí mismo, sin más esperas, la posibilidad de dejar de esconderse…
Era de noche, tenían una cama a su disposición y estaban solos. Su mayor fantasía hecha realidad.
Dio un paso hacia ella.
—Tengo que decirte una cosa. Algo que te costará comprender. ¿Tienes tiempo para escucharme?
Amelia levantó la mano y la tendió hacia él.
—Todo el que necesites.
—Y ¿qué hay de quienes te han acompañado?
—Es un solo hombre y se está tomando un trago abajo. —Sonrió—. Le he mentido, ¿sabes? He señalado a uno de los clientes y le he dicho que sospechaba que eras tú. Tim está ahora muy ocupado vigilándolo. Y, mientras tanto, yo he preguntado con discreción hasta dar contigo. Tienes una complexión única, eres un hombre alto y corpulento. Las doncellas enseguida se han fijado en ti al entrar.
—Y ¿qué hay de tu reputación? Una jovencita de evidente buena familia preguntando por un soltero.
—Cuando he sabido dónde estabas, les he hecho saber lo aliviada que estaba por haber encontrado a mi hermano, que vestía de verde oscuro.
Colin bajó la cabeza y miró su ropa. Cielo santo. ¿Sería verdad? ¿De verdad podría poseerla?
Amelia estaba radiante. Era evidente que se sentía muy orgullosa de su ingenio.
—Se ha tomado usted muchas molestias para encontrarme, señorita Benbridge.
—Amelia —lo corrigió—. Y sí, es cierto.
Él sonrió.
—Date la vuelta y ponte de cara a la puerta.
Ella frunció el cejo.
—¿Por qué?
—Porque necesito acercarme a ti y no estoy seguro de si podrás verme la cara con esta luz. —Cuando vio que vacilaba le dijo—: Tú me has perseguido. Me deseas. Seré tuyo en todos los sentidos, pero a cambio tienes que escucharme sin hacer preguntas. ¿Eso te asusta?
Amelia tragó saliva y sus pupilas dilatadas se tragaron sus iris. Luego negó con la cabeza.
—Te excita —murmuró Colin. Una caliente y potente lujuria lo recorrió, estaba al límite. Con ella siempre había sido él quien llevaba las riendas. También le resultaba muy excitante ser quien dominara la situación en la cama—. Date la vuelta.
Amelia obedeció y Colin se acercó a ella con rapidez, liberado del miedo de que pudiera reconocerlo antes de tiempo. Presionó el cuerpo contra el suyo e inspiró su aroma a madreselva. Vio en su cuello el palpitar de su pulso acelerado y, apoyando las manos a ambos lados de su cabeza, cerró la puerta. El sonido lo puso tenso.
Una acción tan simple como la de cerrar una puerta lo excitó como no lo había hecho nada en toda su vida. Ella quería que la hiciera suya, que la desnudara, que la conquistara y la poseyera hasta dejarla agotada.
Pero Colin seguía queriendo que dijera las palabras en voz alta.
—No hay ninguna posibilidad de que salgas de esta habitación tan virginal como has entrado —murmuró, pasando la lengua por encima de su pulso acelerado.
Amelia respondió agarrándose a una silla que tenía al lado y apretándose con fuerza contra él, maniobra que la distanció de la puerta lo suficiente como para permitirle echar el cerrojo.
—¿Esperas alguna interrupción? —le preguntó Colin divertido—. ¿O sólo quieres mantener el mundo al margen de esto?
La idea de que ella pudiera olvidarse del mundo para estar con él le encogió el corazón. Se lo había prometido siendo una muchacha. ¿Se reafirmaría en esa promesa ahora que ya era una mujer?
—Estás dando por hecho que lo que quiero es impedir el paso a los de fuera. —Esbozó una seductora sonrisa—. Pero quizá lo que quiera sea encerrarte a ti.
Colin echó la cabeza hacia atrás y se rio mientras la estrechaba con fuerza
—Oh, amor. Cómo me gusta verte tan decidida.
—Para apaciguarme no basta con la amenaza de hacerme el amor —le replicó ella.
No, pero quizá sí lo consiguiera la revelación de su verdadera identidad. La idea le daba mucho que pensar e inspiró con fuerza.
—Amelia, tengo que mostrarte mi rostro y hablarte de mi pasado antes de seguir adelante.
La tensión que atenazó el cuerpo de ella era palpable.
—¿Crees que eso podría cambiar lo que siento por ti?
—Con toda seguridad.
—Entonces no lo hagas.
Él parpadeó.
—¿Cómo dices?
—Ahora, en este momento, tengo la sensación de que no podría respirar si no te tengo cerca. —Hablaba en voz baja y con seriedad—. No quiero desilusionarme. No después de todos estos años en los que no ha existido nada importante para mí. Ha sido casi como pasar por la vida con un velo ante los ojos. Sólo consigo ver el mundo y todos sus colores cuando estoy contigo.
Él presionó la mejilla contra la suya y susurró:
—Deberías valorar más tu virginidad. No puedo hacerte mía…
Ella volvió la cabeza y posó los labios sobre los suyos. La repentina oleada de sensaciones lo mareó. Y enseguida se convirtió en algo tan excitante que resultaba casi insoportable. Notó que Amelia se movía, pero fue incapaz de apartarse para averiguar el motivo. Le acarició los labios con la lengua y lamió aquel inocente sabor tan propio de ella. Era un gusto tan adictivo que lo estaba destrozando. Era incapaz de resistirse a él. Cuando sus dedos desnudos le rodearon la muñeca y le llevó la mano a su pecho, supo que estaba perdido. Él no podía dejar de ser quien era, así de sencillo. Pero esa revelación requería mucho tacto.
—Puedo verte con mi corazón —le dijo ella sin aliento, mientras movía los labios por encima de los suyos—. Quiero tenerte mientras me sienta como me siento ahora: salvaje, excitada y libre. ¿Me convierte eso en una mujer temeraria e ingenua? ¿Te parezco insensata y fácil?
Cada nueva palabra que salía de su boca lo endurecía más y le hacía perder un poco más el control. Salvaje. Excitada. Libre. La combinación tenía un encanto muy poderoso para un hombre gitano. Amelia había vivido al margen de la sociedad durante tanto tiempo que le resultaba mucho más fácil que a la mayoría ignorar sus restricciones. Colin sospechaba que ése era otro de los motivos de su afinidad. En el fondo los dos estaban deseosos de correr por los campos riendo y sin ninguna atadura.
Colin le pasó la mano por detrás y soltó el broche que le sujetaba el pañuelo de encaje que llevaba al cuello.
—¿Puedo taparte los ojos? —le preguntó con un grave tono de voz—. ¿Crees que si lo hago sofocaré tu ardor?
Ella intentó volver la cabeza para mirarlo a los ojos, pero él la detuvo con un beso.
—No quiero que descubras nada mientras hacemos el amor. No quiero que nada pueda estropear nuestra primera vez juntos. He esperado mucho tiempo y lo deseo demasiado como para dejar que algo lo eche a perder.
Amelia asintió y se quedó quieta mientras él aflojaba el delicado pañuelo y se lo ataba alrededor de la cabeza a modo de venda.
—¿Cómo te sientes?
—Rara.
—No te muevas.
Colin se apartó de ella y se quitó la casaca. Se aflojó el pañuelo y luego empezó a desabrocharse los botones de marfil tallado del chaleco.
—¿Te estás desnudando? —le preguntó Amelia.
—Sí.
Colin advirtió que ella se estremecía y sonrió. La imagen que tenía ante sí era de un erotismo muy intenso: Amelia allí, de pie, con los labios hinchados por los besos y los ojos tapados. Suya. Para que la saboreara y la disfrutara como quisiera. Pietro había intentado que la olvidara asegurándole que las mujeres inglesas carecían del fuego que necesitaba un hombre gitano. Pero Colin no se lo creyó entonces y aún menos se lo creía ahora.
Sus preciosos pechos subían y bajaban con su respiración acelerada, mientras abría y cerraba los puños. Estaba madura y preparada, era un oasis en el desierto de su vida estéril.
Colin se quitó el chaleco, lo tiró sobre el respaldo de un sillón y volvió con ella.
—Quiero que me digas lo que estás pensando. Quiero que me digas lo que te gusta y lo que no. Si me mientes, lo descubriré enseguida. Tu cuerpo te traicionará.
—Entonces ¿para qué quieres que hable?
—Por tu bien. —Le acarició los hombros y luego buscó la minúscula hilera de botones de su espalda—. Si lo dices en voz alta, te obligarás a pensar en cada momento en lo que te estoy haciendo. Eso te atará al placer y a este instante.
—Me atará a ti.
—Sí, eso también. —Le besó el cuello—. Eso te dará poder, así serás tú quien diga lo que desea. Quizá vaciles al tocarme o te preguntes qué puedes y qué no puedes hacer. Pero si prestas atención, te darás cuenta de lo mucho que me complacen los sonidos de tu placer, sabrás que esto es una conexión entre dos amantes jugando al mismo juego.
—Suena muy íntimo —susurró ella.
—Para nosotros lo será, amor.