7

Era una pequeña pero elegante casa en un vecindario respetable. Ya hacía tres años que era propiedad del conde de Ware y durante ese tiempo no había pasado mucho tiempo desocupada.

Esa noche, las ventanas de la planta baja estaban a oscuras, pero se podía ver el reflejo de la luz de las velas en una ventana del piso superior. Metió la llave en la cerradura de la puerta principal y entró.

Del mantenimiento de la casa se ocupaba un matrimonio digno de confianza y muy discreto. En ese momento estaban acostados y como Ware no precisaba de sus servicios decidió no molestarlos.

Dejó el sombrero en el perchero, donde luego colgó también la capa. Debajo de ella llevaba uno de los trajes que se ponía para asistir a los interminables bailes y fiestas de cada noche. Aunque aquella velada había sido un poco distinta. Amelia estaba diferente. Él estaba diferente. La relación entre ellos había cambiado. Ella lo veía de otra forma y la imagen que él tenía de la joven también se había alterado.

Subió la escalinata hasta el primer piso y se detuvo unos segundos junto a la puerta de la habitación de la que procedía la luz. Ware suspiró y se dio un momento para deleitarse en el rugido de la sangre que le corría por las venas y advertir lo rápido que crecía su excitación. Luego giró el pomo y entró para encontrarse a su amante morena de ojos negros leyendo en la cama.

La mujer levantó la vista y lo miró a los ojos. Él enseguida se dio cuenta de que a ella se le aceleraba la respiración y separaba los labios. Luego cerró el libro con decisión y él cerró la puerta de una patada.

—Milord —susurró Jane, retirando el cubrecama para revelar su bien torneada figura—. Esperaba que vinieras esta noche.

Ware sonrió. Ella estaba excitada, lo que significaba que el primer revolcón podría ser duro y rápido. Luego ya se tomarían su tiempo. Pero en ese instante no serían necesarios los preliminares, cosa que le venía como anillo al dedo.

Había deseado a la impresionante viuda nada más verla. En cuanto ella cumplió el período de luto que le debía a lord Riley, Ware se le acercó con rapidez, antes de que pudiera hacerlo otro. Jane se sintió halagada y luego muy entusiasmada. Encajaban a la perfección y el sexo era placentero para ambos.

Ware se quitó la casaca y Jane el camisón. En cuestión de segundos ya estaba dentro de ella. Las caderas de su amante oscilaban en el borde del colchón mientras él, de pie, embestía con fuerza su curvilíneo cuerpo. Para su alivio, la frustración y la inquietud que sentía desaparecieron en la vorágine de la pasión carnal.

Pero el paréntesis no duró mucho.

Una hora más tarde, descansaba tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada sobre una mano, mientras dejaba que la brisa de la noche le refrescara la piel cubierta de sudor.

—Ha sido delicioso —murmuró Jane con la voz ronca, debido a sus apasionados gemidos—. Siempre eres muy primitivo cuando estás molesto.

—¿Molesto?

Él se rio y la atrajo hacia sí.

—Sí. Siempre sé cuándo hay algo que te preocupa.

Le acarició el pecho.

Ware se quedó mirando las ornamentadas molduras del techo y pensó en lo bien que encajaba con ella aquella habitación en tonos rosados y crema, con muebles dorados. Fue él quien la animó a no reparar en gastos y a pensar únicamente en su propia comodidad; después de las diversas amantes que había tenido, se había dado cuenta de que la forma en que una mujer decoraba una habitación decía mucho de ella.

—¿Quieres que hablemos de cosas desagradables?

—También podemos convertir tus frustraciones en agotamiento —lo provocó Jane, levantando la cabeza para mirarlo con sus oscuros ojos llenos de diversión—. Ya sabes que no me voy a quejar.

Él le apartó los negros mechones húmedos de la sien.

—Prefiero esa alternativa.

—Aunque sólo será una solución temporal. Es muy posible que como mujer pudiera ayudarte con tu problema, que sospecho que es de naturaleza femenina.

—Ya me estás ayudando —ronroneó él.

Ella arqueó las cejas con escepticismo, pero no lo presionó.

Entonces Ware suspiró con fuerza y le contó lo que lo preocupaba; se fiaba de Jane como amiga y como confidente. Era una mujer muy dulce, una de las más dulces que había conocido nunca. No era la clase de persona que intentaba perjudicar a otras o que aprovechaba las desgracias ajenas para sacar ventaja.

—¿Te das cuenta de que nadie suele ver como hombres a los que ocupan posiciones semejantes a la mía? —le preguntó él—. Yo soy tierras, dinero y prestigio, pero no mucho más que eso.

Ella lo escuchó en silencio, pero con atención.

—Pasé mi juventud en Lincolnshire y me educaron para pensar en mí como un Ware en lugar de como un individuo. Nunca tuve ningún interés aparte de mis obligaciones, ni ninguna meta aparte de mi título. Me adiestraron tan bien que nunca se me ocurrió pensar que podría querer algo por mí mismo, algo que no tuviera nada que ver con el marquesado y todo lo demás.

—Ésa parece una vida muy solitaria.

Ware se encogió de hombros y se puso otra almohada debajo de la cabeza.

—No conocía otra.

Cuando él alargó su silencio, ella lo presionó un poco:

—¿Hasta?

—Hasta que un día crucé la linde de nuestra propiedad y me tropecé con un niño pobre que se disponía a pescar en mi arroyo.

Jane sonrió y abandonó el refugio de sus brazos para deslizarse por la cama. Luego se puso el camisón que se había quitado, se acercó a la consola y sirvió una copa.

—¿Quién era ese niño?

—Un sirviente de la propiedad vecina. Estaba esperando a la hija del hombre para el que trabajaba. Me llamó mucho la atención que se hubieran hecho amigos.

—Y la chica también te llamó la atención.

Jane calentó el brandy con destreza, haciendo girar la copa encima de la llama de una vela.

—Sí —admitió él—. Era joven, salvaje y libre. La señorita Benbridge me enseñó lo distinto que se veía el mundo a través de los ojos de alguien que no sufría el peso de las expectativas de los demás. Además, ignoró completamente mi título y me trató igual que al otro chico, con un afecto juguetón.

Jane se sentó en la cama y bebió un poco de brandy, antes de pasarle la copa a él.

—Creo que me gustaría esa chica.

—Sí. —Sonrió él—. Creo que tú también le gustarías a ella.

Era evidente que jamás llegarían a conocerse, pero eso daba igual.

—Te admiro por querer casarte con ella a pesar de los pecados de su padre.

—¿Cómo podría no querer casarme con Amelia? Es quien me enseñó mi valor como individuo. Ahora, a mi arrogancia aristocrática debo sumar mi arrogancia personal.

Jane se rio y apoyó la cabeza en sus piernas.

—Eso es una suerte para el resto de nosotros.

Ware pasó la mano por su melena suelta.

—Nunca olvidaré la tarde en que, con total inocencia, me dijo que yo era muy atractivo y que ése era el motivo de que a veces se quedara muda a media frase. Nadie me había dicho nunca nada parecido. Dudo mucho que nadie lo haya sentido nunca. Cuando tartamudean ante mi presencia es por intimidación, no por admiración.

—Te puedo asegurar que eres un hombre muy atractivo, milord —dijo ella. Las chispas que Ware vio brillar en sus ojos le confirmaron la verdad de sus palabras—. Hay pocos hombres tan guapos como tú.

—Es posible. Yo nunca me comparo con otros, así que no puedo saberlo. —Bebió un largo trago de brandy—. Pero creo que mi atractivo tiene más peso cuando yo creo en él.

—Sí, la seguridad es muy atractiva —convino ella.

—Como Amelia no esperaba nada de mí, podía ser yo mismo cuando estábamos juntos. Era la primera vez en mi vida que hablaba sin preocuparme por los límites que me imponía mi posición. Practiqué mi faceta galante con ella y le dije cosas en voz alta que jamás me había atrevido ni a pensar. —Dejó resbalar la mirada hasta los pies de la cama y luego siguió hasta el fuego que ardía en la chimenea—. Supongo que gracias a Amelia crecí como persona.

Jane le acarició el muslo desnudo y le preguntó:

—¿Tienes la sensación de que estás en deuda con ella?

—En cierto modo. Pero nuestra relación nunca ha sido una calle de una única dirección. Juntos practicamos para mejorar nuestra conducta y nuestra conversación. Yo tenía experiencia en esas cosas y ella estaba muy protegida.

—Tú la puliste.

—Sí. Nuestra amistad nos enriqueció a ambos.

—Y ahora ella te pertenece, porque tú la ayudaste a hacerse a sí misma —afirmó Jane.

—Yo… —Ware frunció el cejo. ¿Era de ahí de donde procedía su insatisfacción? ¿Sólo se trataba de un problema de posesividad?—. No estoy seguro de que se trate de eso. Amelia se enamoró una vez, o eso dice, y sigue acordándose de él. No se lo echo en cara. Lo acepto.

—Quizá sería más correcto decir que lo agradeces. —Jane esbozó una amable sonrisa—. A fin de cuentas, no te abrumará con sentimientos excesivamente intensos si ya los ha depositado en otra parte.

Ware se acabó el resto del brandy de un solo trago que lo calentó por dentro y luego le acercó la copa en una silenciosa petición para que le sirviera más.

—Si eso es cierto, ¿por qué me molesta que ella se sienta tan fascinada por otro hombre?

Jane cogió la copa y arqueó las cejas.

—¿Estás preocupado o celoso?

Él se rio.

—Quizá un poco de ambas cosas. —Hizo un gesto despreocupado con la mano—. Es posible que mi masculinidad se haya resentido, porque ella nunca ha mostrado esa clase de interés por mí. No estoy seguro. Lo único que sé es que estoy volviendo a dudar de mí mismo. No dejo de preguntarme si la decisión de haberle dado el espacio y el tiempo que necesitaba para recuperarse habrá sido un error.

Jane se detuvo a medio camino de la consola.

—¿Quién es el otro hombre?

Él le explicó la historia.

—Claro. —La viuda rellenó la copa y calentó el licor. Luego regresó a su lado—. Ya sabes que yo quería mucho a mi difunto esposo.

Ware asintió y dio una palmadita en el espacio vacío que había junto a él. Ella gateó hasta allá, se sentó a su lado y dejó las piernas al descubierto para que Ware pudiera verlas.

—Pero estuve a punto de casarme con otro hombre al que en realidad no amaba.

—No me digas… —se burló él—. Las mujeres se mueren por pasar la vida con un marido devoto, que nunca deje de prometerles amor eterno.

—Pero también somos muy pragmáticas. Si le ofreces a la señorita Benbridge todas las cosas prácticas que tanto desea y que el otro hombre no puede proporcionarle, se sentirá más inclinada a elegirte a ti.

—Ya le hice ver que ese título extranjero la obligaría a separarse de su hermana.

—Muy bien, lo has hecho verbalmente. Ahora tienes que ponérselo más difícil, demostrándoselo con hechos. Llévala a ver tus propiedades, cómprale una casa cerca de la de su hermana… cosas así. También tienes que tener en cuenta su afición por el romance y el misterio y añadirlo a la mezcla. Puedes seducirla con facilidad. Tienes la habilidad suficiente, y seguro que ella es susceptible a esas cosas: flores, regalos… róbale algún beso. Tu competidor trabaja en la sombra. Tú no tienes esas limitaciones.

—Hum…

—Podría ser divertido para los dos. Una oportunidad de conoceros más a fondo.

Él alargó el brazo y entrelazó los dedos con los suyos.

—Eres muy lista.

Jane esbozó su encantadora sonrisa.

—Soy una mujer.

—Sí, soy muy consciente de ello.

Dejó la copa en la mesilla de noche y tiró de ella. La besó y luego se deslizó por su cuerpo para abrirle el camisón y meterse uno de sus pezones en la boca.

—Oh, qué bien —suspiró ella.

Él levantó la cabeza y sonrió.

—Gracias por tu ayuda.

—Mis motivos no son del todo altruistas, ¿sabes? Es muy probable que vuelvas a enfadarte mientras intentas seducir a la señorita Benbridge. Y me encanta cuando pierdes el control.

—Bruja.

Ware fingió un rugido y ella se estremeció.

Eso lo animó a pasar el resto de la noche interpretando al amante primitivo que tanto les gustaba a ambos.

Amelia echó un vistazo a la esquina de la casa mordiéndose el labio inferior. Estaba preocupada. Buscó a Colin en el patio del establo y suspiró aliviada cuando vio que no había nadie. Oyó algunas voces masculinas que le trajo el viento, risas y canciones procedentes de los establos. Gracias a eso, supo que Colin estaría trabajando con su tío, cosa que significaba que podía salir tranquilamente de la mansión para adentrarse en el bosque.

Mientras se movía con habilidad entre los árboles y se escondía de los ocasionales guardas con los que se tropezaba de camino a la valla, pensó que cada vez se le daban mejor los subterfugios. Ya habían pasado quince días desde la fatídica tarde en la que sorprendió a Colin detrás de la tienda con aquella chica. Amelia lo había estado evitando desde entonces y se negaba a hablar con él siempre que le pedía a la cocinera que fuera a buscarla.

Quizá fuera absurdo que tuviera la esperanza de no volver a verlo, teniendo en cuenta lo cerca que vivían el uno del otro. Pero, aun así, era una tonta, porque no pasaba ni una hora del día en que no pensara en él, pero mientras se mantuviera alejado de ella, Amelia sabía que lograría sobrellevar su dolor. Tampoco veía ningún motivo por el que tuvieran que encontrarse, hablar ni saludarse. Ella sólo viajaba en carruaje cuando iba a casa de alguien, pero incluso en esas ocasiones siempre se las arreglaba para relacionarse únicamente con Pietro, el cochero.

Cuando vio la esperada oportunidad, Amelia saltó con habilidad por encima de la valla y corrió hasta el arroyo, donde se encontró a Ware sin casaca ni peluca y con las mangas de la camisa remangadas. La piel del joven conde se había bronceado un poco aquellas últimas semanas en las que había dejado de lado sus libros para pasar más tiempo al aire libre. Llevaba el pelo castaño oscuro recogido en una cola y se adivinaba una sonrisa en sus ojos azules. Era bastante atractivo y sus facciones angulosas revelaban los siglos de pura sangre azul de su linaje.

Era cierto que verlo no le aceleraba el corazón ni le provocaba dolores en lugares extraños como lo hacía Colin, pero Ware era encantador, educado y atractivo. Amelia suponía que ésas eran cualidades más que suficientes para convertirlo en el receptor de su primer beso. La señorita Pool le había dicho que esperara a encontrar al chico adecuado, pero Colin ya había dado ese paso y había preferido dárselo a otra.

—Buenas tardes, señorita Benbridge —la saludó el conde, haciendo una perfecta reverencia.

—Milord —le contestó ella, levantando los costados de su vestido rosa antes de inclinarse.

—Hoy tengo una cosa para ti.

—¿Ah, sí?

Amelia abrió los ojos con aire expectante. Como no solía recibirlos, le encantaban los regalos y las sorpresas. Su padre nunca se acordaba de sus cumpleaños o de otras ocasiones en las que la mayoría de las personas intercambian obsequios.

Ware esbozó una indulgente sonrisa.

—Así es, princesa. —Le ofreció el brazo—. Ven conmigo.

Ella posó los dedos sobre su antebrazo con delicadeza y disfrutó de la ocasión de poder practicar sus modales con alguien. El conde era amable y paciente, y siempre le señalaba los errores que cometía, corrigiéndola con afecto. De ese modo, ella pulía sus maneras y aumentaba su seguridad. Ya no se sentía como una niña que fingía ser una dama. Ahora se sentía como una dama que había elegido disfrutar de su juventud.

Juntos se alejaron del sitio donde solían encontrarse junto al arroyo y recorrieron la orilla hasta un gran claro. Amelia se mostró encantada cuando vio la manta que había extendida en el suelo y la cesta en una de las esquinas, llena de pasteles de deliciosos aromas y varios trozos de carne y quesos.

—¿Cómo te las has arreglado para organizar esto? —le preguntó, visiblemente complacida por su consideración.

—Querida Amelia —ronroneó él con los ojos brillantes—. Ya sabes quién soy y en lo que me convertiré. Yo puedo conseguir cualquier cosa.

Ella conocía muy bien la vida de la nobleza y lo poderoso que era su propio padre, un vizconde. ¿Cuánto mayor sería el poder de Ware, al que aguardaba un marquesado?

Al pensarlo, abrió los ojos como platos.

—Ven —la animó él—. Siéntate, cómete un trozo de tarta de melocotón y cuéntame cómo te ha ido el día.

—Mi vida es terriblemente aburrida —respondió Amelia, dejándose caer en el suelo con un suspiro.

—En ese caso, cuéntame una historia. Seguro que sueñas despierta con algo.

En efecto, soñaba con los apasionados besos que le daba un amante gitano de ojos oscuros, pero nunca se atrevería a confesarlo en voz alta. Se puso de rodillas y empezó a rebuscar en el interior de la cesta para esconder su rubor.

—No tengo tanta imaginación —murmuró.

—Está bien.

Ware se tumbó boca arriba, entrelazó los dedos de las manos por detrás de la cabeza y se quedó mirando fijamente el cielo. Nunca lo había visto tan relajado. A pesar de llevar un atuendo bastante formal —incluidas unas medias de inmaculado color blanco y unos zapatos perfectamente lustrados—, se lo veía mucho más tranquilo que cuando se conocieron, hacía algunas semanas. Amelia se dio cuenta de que le gustaba bastante el joven conde y sintió una punzada de placer al pensar que ella era la responsable de lo que consideraba un cambio positivo en él.

—Entonces seré yo quien te cuente una historia —dijo Ware.

—Estupendo.

Amelia se sentó sobre la manta y le dio un mordisco a su trozo de tarta.

—Había una vez…

Observó los labios de Ware mientras hablaba y se imaginó besándolos. La recorrió una conocida sensación de tristeza, consecuencia de haber dejado atrás su primer romance para embarcarse en otro nuevo. Pero ese sentimiento disminuyó cuando pensó en Colin y en lo que había hecho. Estaba segura de que él no sentiría ninguna tristeza por haberla olvidado.

—¿Te gustaría darme un beso? —dijo de repente, quitándose con los dedos las migas de tarta de la comisura de los labios.

El conde se detuvo a media frase y se volvió para mirarla. Había abierto los ojos como platos, pero parecía más intrigado que sorprendido.

—Disculpa. ¿Te he oído bien?

—¿Has besado alguna vez a una chica? —preguntó con curiosidad. Él era dos años mayor que ella, o sea, sólo uno menor que Colin. Era bastante posible que tuviera cierta experiencia.

Colin desprendía una provocativa y sombría inquietud que resultaba seductora incluso para los inocentes sentidos de Amelia. Ware, por su parte, era mucho más relajado y su atractivo consistía en una innata actitud de poder sobre los demás y la tranquilidad de saber que tenía el mundo a sus pies. Y, pese a lo mucho que a Amelia le gustaba Colin, era muy consciente del despreocupado encanto del conde.

Éste arqueó las cejas.

—Un caballero nunca habla de esas cosas.

—¡Es maravilloso! Ya me imaginaba que serías discreto.

Amelia sonrió.

—Repíteme la pregunta —murmuró él, observándola con detenimiento.

—¿Te gustaría besarme?

—¿Es una pregunta retórica o una proposición?

De repente, ella se sintió avergonzada e insegura y apartó la vista.

—Amelia —dijo él con suavidad, haciendo que volviera a mirarlo a los ojos.

Advirtió una profunda amabilidad en sus atractivos y aristocráticos rasgos y se sintió muy agradecida por ello. Ware rodó hacia un lado y luego se sentó.

—No es retórica —susurró ella.

—¿Por qué quieres que alguien te bese?

Amelia se encogió de hombros.

—Porque sí.

—Ya veo. —Frunció los labios un segundo—. ¿Te conformarías con Benny? ¿O con algún lacayo?

—¡No!

Él esbozó una lenta sonrisa y ella sintió un revoloteo en el estómago. No se le encogió del todo, como le ocurría al ver los hoyuelos de Colin, pero sí era una advertencia de la nueva visión que tenía de su amigo.

—No voy a besarte hoy —le dijo—. Quiero que sigas pensando en ello. Si continúas sintiendo lo mismo la próxima vez que nos veamos, entonces te besaré.

Amelia arrugó la nariz.

—Si no te gusto, puedes decírmelo directamente.

—Ah, mi irascible princesa —la tranquilizó Ware, posando la mano sobre la suya y acariciándola con el pulgar—. Te abalanzas sobre las conclusiones de la misma forma que te abalanzas sobre los problemas: de lleno. Yo te salvaré, dulce Amelia. Estoy deseando hacerlo.

—Oh —susurró ella, parpadeando al percibir el sugerente tono de sus palabras.

—Oh —convino él.

Amelia se despertó al oír que alguien llamaba a la puerta de su dormitorio. Estaba acurrucada en la cama con los ojos cerrados y su soñolienta mente se esforzaba por volver a dormirse y recuperar los intensos sueños en los que estaba sumida. Sueños que le recordaban la extraña conexión que tenía con Ware y lo mucho que ella valoraba ese vínculo.

Pero volvieron a llamar, esta vez con más insistencia. La cruda realidad se abrió paso en su mundo de fantasía y la joven lamentó la pérdida de sus rememoraciones nocturnas.

—¿Amelia?

Maria. La única persona de toda la casa a la que no podía ignorar.

Le dio permiso para entrar con voz adormilada, se sentó en la cama y observó cómo se abría la puerta y su hermana entraba en la habitación.

—Hola, peque —dijo ésta, acercándose con una elegancia que Amelia siempre había envidiado—. Siento haberte despertado. Pero ya es de día, en realidad llevo esperando un buen rato. Me temo que no tengo tanta paciencia como te gustaría.

—Me encanta cómo te queda ese vestido —contestó Amelia, admirando la prenda de muselina color crema que resaltaba la piel aceitunada de Maria.

—Gracias. —Se sentó en el sillón que había junto a la ventana—. ¿Lo pasaste bien anoche?

La mente de Amelia se llenó de imágenes de Ware vestido con frac. La velada anterior había sido una de las muchas que pasaban juntos en bailes y fiestas, pero había habido algo ligeramente distinto. Ella era diferente. Él era diferente. La relación entre ellos había cambiado y Amelia sabía, por instinto, que ya nunca volvería a ser la misma.

Ware había empezado a presionarla maniobrando con pericia para hacerle ver su situación fríamente. Después de una infancia llena de falsedades y evasiones, Amelia agradecía mucho la sinceridad de su amigo. Pero, en ese caso, sólo servía para aumentar su sentimiento de culpabilidad y su confusión.

—Fue una noche muy agradable —contestó.

—Mmmm… —El sonido sonó claramente escéptico—. Últimamente estás un poco melancólica.

—Y has venido a hablar del tema.

—Lord Ware estuvo a punto de besarte en la terraza la otra tarde y, sin embargo, anoche no parecías estar más impaciente por verlo de lo habitual. ¿Cómo quieres que ignore ese hecho?

Amelia cerró los ojos y dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada.

—Si me cuentas tus penas —la presionó Maria—, es posible que pueda ayudarte. Me gustaría mucho.

Amelia abrió los ojos y los clavó en el dosel de satén, recordando tiempos pasados. Su dormitorio estaba decorado con una amplia gama de tonos azules, del más pálido al más oscuro, igual que la habitación que tenía de niña. Había elegido ese color a conciencia; era una declaración de lo decidida que estaba a retomar la relación con su hermana justo en el punto donde la habían cercenado con tanta crueldad. Su padre les había robado muchos años de su vida juntas, pero en aquel cuarto Amelia tenía la sensación de poder recuperarlos.

—Tú no me puedes ayudar, Maria. No hay nada que arreglar o que se pueda cambiar.

—Y ¿qué me dices de tu admirador enmascarado?

—No voy a verlo nunca más.

Se hizo un pesado silencio entre ellas.

—La última vez que me hablaste de él, no lo hiciste con esa rotundidad. Lo has vuelto a ver, ¿verdad? Te ha buscado.

Amelia volvió la cabeza hasta dar con los ojos de su hermana.

—Fui yo quien trató de atraerlo, y se enfadó conmigo por haberlo hecho. Y ahora quiere irse de la ciudad para poner distancia entre nosotros y evitar que pueda volver a contactar con él.

—Sus acciones demuestran que se preocupa por tu reputación, pero tú estás disgustada. —La confusión asomó a los ojos oscuros de Maria—. ¿Por qué?

Amelia levantó las manos y respondió:

—¡Porque no quiero que se vaya! Quiero conocerlo y me duele mucho no tener la oportunidad de hacerlo. Os estoy haciendo sufrir a ti y a Ware y, sin embargo, soy incapaz de olvidar la fascinación que siento ni ignorar lo cansada que estoy de que me dejen de lado. Ya tuve suficiente con mi padre.

—Amelia… —Maria le ofreció la mano—. ¿Qué tiene ese hombre que te gusta tanto? ¿Es atractivo? No, no te enfades. Sólo quiero entenderlo.

Amelia suspiró. La falta de sueño y lo poco que comía estaban empezando a pasarle factura. No conseguía librarse de la sensación de que Montoya se desvanecía, de que cada momento que pasaba sin hacer nada lo alejaba un poco más de ella. Y eso la frustraba mucho y la ponía de mal humor.

—Volvía a llevar el antifaz —dijo por fin—. No tengo ni idea del aspecto que tiene debajo de esa máscara, pero no me importa. Estoy fascinada por la forma que tiene de hablarme, por cómo me toca, por cómo me besa. Me trata con veneración, Maria. Con anhelo. Con deseo. Y no creo que nadie pueda fingir un afecto tan intenso. No del modo que tiene él de expresarlo.

Su hermana frunció el cejo y apartó la mirada, perdida en sus pensamientos. Sus oscuros rizos se mecían por encima de sus hombros desnudos y delataban lo intranquila que estaba.

—¿Cómo puede sentir esas cosas por ti sin conocerte?

—Dice que le recuerdo a una amante que perdió, pero yo creo que, aparte de eso, le gusto por mí misma. —Amelia tiró del cubrecama—. La primera vez que se me acercó, lo hizo por ese recuerdo, pero cuando volvió lo hizo por mí.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—No estoy segura de nada y ahora supongo que no llegaré a estarlo nunca.

Miró en dirección a la puerta de su dormitorio, temiendo que la expresión de su rostro revelara demasiado.

—Porque se marcha. —Maria suavizó la voz—. ¿Te ha dicho por qué o adónde tiene pensado ir?

—Dice que lo amenaza un peligro. Un peligro mortal.

—¿De St. John o de otra persona?

Amelia apretó con fuerza el cubrecama.

—Él no tiene nada que ver con tu marido. Eso fue lo único que me dijo y yo lo creo.

—Chis —Maria la tranquilizó, poniéndose en pie de nuevo—. Ya sé que estás angustiada, pero no viertas tu frustración sobre mí. Yo sólo quiero ayudarte.

—Y ¿cómo lo vas a hacer? —la desafió Amelia—. ¿Me vas a ayudar a encontrarlo?

—Sí.

La incredulidad la dejó de una pieza y se quedó mirando fijamente a su hermana.

—¿De verdad?

—Claro. —Maria echó los hombros hacia atrás en una evidente demostración de determinación—. Los hombres de St. John ya lo están buscando, pero nosotras tenemos una ventaja: tú eres la única persona que puede acercarse a ese hombre.

Amelia se quedó un momento sin habla. No esperaba que nadie apoyara su deseo de ir tras Montoya y no podría haber elegido una persona mejor para ayudarla que Maria. Su hermana no le temía a nada y tenía mucha experiencia en dar con personas que no deseaban ser encontradas.

—Ware también lo está buscando.

—Pobre conde Montoya —se lamentó Maria, sentándose en el borde de la cama junto a ella y cogiéndole las manos—. Me compadezco de él. Un día ve una mujer hermosa y a causa de eso acaba siendo perseguido desde todos los flancos posibles. St. John lo buscará como lo haría un criminal. Ware lo buscará como lo haría un noble. Así que tú y yo tenemos que buscar a Montoya como lo haría una mujer.

—Y eso ¿cómo se hace? —preguntó Amelia frunciendo el entrecejo.

—Pues comprando, por supuesto. —Maria sonrió iluminando la habitación con su sonrisa—. Visitaremos todos los proveedores de máscaras que seamos capaces de encontrar y trataremos de averiguar si alguno de ellos recuerda la venta. Si acostumbra a ocultarse el rostro, debe de comprar muchas máscaras. Y si no es así, quizá haya sido una compra esporádica y con suerte haya dejado alguna impresión en el vendedor. Ya sé que no es mucho, pero es un comienzo. Aunque tendremos que ir con cuidado, claro. Si es cierto que está en peligro, encontrarlo podría ponernos en riesgo a nosotras también. Tienes que confiar en mí y prestar atención a todo lo que te diga. ¿De acuerdo?

—Sí. —A Amelia le tembló el labio inferior y se lo mordió para esconder el traidor movimiento. Luego estrechó con fuerza las manos de su hermana—. Gracias, Maria. Muchísimas gracias.

Ella la abrazó y le dio un beso en la frente.

—Yo siempre estaré aquí para ayudarte, peque. Siempre.

Esa dulce declaración le dio fuerzas y Amelia se aferró a ellas para levantarse de la cama y empezar a prepararse para el día que tenía por delante.