—Así que eso es todo —concluyó Amelia, jugueteando con la cucharilla del té.
El conde de Ware alargó el brazo y tranquilizó los inquietos movimientos de su prometida, posando su mano sobre la de ella.
—No tienes por qué estar nerviosa —murmuró, mientras pensaba en todo lo que ella le había contado.
—¿No estás enfadado?
Amelia tenía los ojos bien abiertos y en ellos brillaba una mezcla de sorpresa y recelo.
—No estoy contento, pero tampoco enfadado —dijo Ware y, sonriendo con pesar, se sentó más derecho en la silla.
Estaban en la terraza de la casa de St. John, tomando un té antes de su habitual paseo a caballo por el parque. Ware había esperado con inquietud que llegara el momento de poder hablar con ella. Sabía muy bien el aspecto que tenía una mujer después de un encuentro acalorado y, a pesar de que las revelaciones de Amelia estaban en sintonía con sus sospechas, lamentaba que se las hubiera confirmado.
—No sé qué hacer —reconoció ella con tristeza—. Me temo que no entiendo nada.
—Y yo me temo que no te puedo ser de mucha ayuda —admitió él—. Somos amigos, cariño, pero antes que tu amigo soy un hombre. Y no me sienta nada bien saber que ese desconocido despierta en ti sentimientos que no tienes por mí.
Amelia le cogió la mano con fuerza mientras el rubor se extendía por sus mejillas.
—En estos momentos no me gusto mucho. Yo te tengo mucho cariño, Ware. Siempre ha sido así y no he actuado como tú mereces. Espero que puedas encontrar en tu corazón la forma de perdonarme.
Él se quedó mirando el jardín trasero con aire pensativo. Aunque la palabra «jardín» se aplicaba erróneamente al espacio exterior que rodeaba la mansión de los St. John, donde apenas unos cuantos arriates de flores aliviaban la severidad del amplio prado.
—Te perdono —dijo—. Y admiro tu sinceridad. Dudo mucho de que, si yo estuviera en tu lugar, tuviera el valor de revelar algo así. Sin embargo, no puedo tener una prometida con esa clase de comportamiento, especialmente en lugares públicos.
Ella asintió. Parecía una colegiala a la que regañan. Y a pesar de que la reprimenda era necesaria, Ware no estaba disfrutando con ello.
—Vas a tener que decidir de una vez por todas si quieres casarte conmigo o no, Amelia. Si decides seguir adelante con nuestro acuerdo, deberás actuar de buena fe y comportarte como es debido. —Se puso de pie y movió los hombros para aliviar la tensión—. ¡Maldita sea, no me gusta tener la sensación de que te estoy presionando para que te cases conmigo!
Ella también se puso de pie y su falda de muselina floreada se descolgó con elegancia por delante de su cuerpo.
—Estás enfadado. —Levantó una de sus delicadas manos para silenciar su respuesta—. No. Lo comprendo. Tienes todo el derecho a estarlo. Si tú hubieras hecho algo parecido, yo me habría puesto igual de furiosa contigo.
Suspiró, se acercó a la barandilla de la terraza de mármol y apoyó el peso en las manos. Él se acercó a ella. Estaban el uno junto a la otra, con la extensión de césped delante.
Esa tarde, Amelia estaba tan encantadora como siempre. Los rizos sin empolvar de su melena negra le caían sobre los hombros, tenía la piel tan pálida como la nata, los ojos tan verdes como el jade y los labios rojos como el vino tinto. En una ocasión, Ware bromeó diciéndole que ella era la única mujer en la que pensaba en prosa poética, y Amelia se rio encantada con lo que llamaba el lado soñador de él. Era una faceta de su personalidad que sólo mostraba en su presencia.
—Si nos casamos —murmuró ella—, ¿me serás fiel?
—Eso depende de ti —contestó Ware con cuidado—. Si te limitas a tenderte en la cama y a rezar para que acabe rápido, lo más probable es que no lo sea. A mí me gusta mucho el sexo, Amelia. Me encanta. Y no renunciaría a ese placer por nada, ni siquiera por una esposa.
—Oh.
Ella apartó la vista suspirando.
La brisa sopló de improviso y arrastró uno de sus mechones por encima de su piel desnuda, justo por donde el cuello se encuentra con el hombro. Amelia se estremeció, pero no fue de frío, sino por la sensación. Y Ware se dio cuenta de ello, igual que advertía todo cuanto tenía que ver con ella. De hecho, catalogaba cualquier detalle para su futura utilización. Amelia era una criatura táctil y sensual. Algo que él siempre había advertido y que había tenido la delicadeza de no explotar, aguardando el momento oportuno, esperando que ella fuera suya y pudiera enseñarle esa faceta de sí misma. Únicamente con él.
Pero ahora tenía muchas cosas en las que pensar.
—Creo que podemos disfrutar mucho el uno del otro —comentó, acariciando los dedos que ella tenía apoyados en la barandilla—. Estoy convencido de que el sexo entre nosotros podría ser mucho más que una simple obligación, pero sólo si tú te abres a mí por completo en ese sentido. Sin vergüenza y sin reservas. Si nuestro lecho conyugal es acogedor, yo nunca me iré a ninguna otra parte. No soy un hombre dado a las conquistas. Lo único que yo quiero es follar y pasarlo bien haciéndolo. Y si lo puedo hacer con una sola mujer, mucho mejor. Menos trabajo para mí.
Se dio cuenta de que a Amelia la había sorprendido la ordinaria palabra que había empleado para definirlo, pero así era como a él le gustaban las cosas en la cama y creía que era mejor que ella lo supiera de antemano. En su lecho no habría manoseos breves y gruñidos en la oscuridad. Habría luz, piel sudorosa y sonrojada y muchas horas.
—¿Así es la pasión en el dormitorio? —preguntó Amelia con lo que parecía ser genuina curiosidad—. ¿Instintos animales a los que se da rienda suelta? ¿No hay nada más implicado en ese proceso?
A Ware le llevó un momento comprender la pregunta.
—¿Te refieres a las miradas que tu hermana comparte con St. John? ¿O a cómo los Westfield se miran el uno al otro?
—Sí. Esas miradas son indecentes y románticas a un mismo tiempo.
—Tú no eres la única que ve ese afecto y lo codicia.
El aire inquisidor de su mirada la hizo sonreír.
—¿A ti también te pasa?
Ware se encogió de hombros y después se cruzó de brazos al tiempo que se apoyaba en la barandilla.
—A veces. Pero no languidezco por ello ni sufro su carencia. Sin embargo, me parece que tú sí.
Ella asintió mostrándose más sincera que nunca.
—Estoy empezando a pensar que mi abierta forma de cortejarte no ha sido la mejor táctica —reflexionó Ware en voz alta—. Siempre he pensado que el triste final de tu primera aventura amorosa te había inclinado a apreciar una relación más racional. Pero tú quieres lo contrario, ¿verdad?
Amelia se apartó de él y empezó a pasear de un lado a otro, cosa que acostumbraba hacer siempre que estaba nerviosa. En esos momentos, a él le recordó una fiera enjaulada que vagaba aburrida.
—Ése es precisamente el problema, que no sé lo que quiero.
La mirada que le lanzó lo dejó helado.
—Yo en cambio estoy satisfecho. No necesito nada más.
—¿De verdad estás satisfecho? —lo desafió ella—. ¿O sencillamente aceptas que la amistad es todo lo que puedes esperar de la vida dada tu posición?
—Ya sabes la respuesta.
—¿Con quién te casarías si no fuera por mí?
—No tengo ni idea y tampoco quiero pensar en eso hasta que sea completamente necesario. ¿Me estás sugiriendo que debería considerar alternativas?
Amelia se detuvo e hizo un sonido que a él le recordó al encantador ronroneo de una gatita.
—¡Yo quiero estar loca por ti! ¿Por qué no es algo que pueda elegir?
—Quizá tu problema sea que tienes mal gusto. —Ware se rio cuando ella le sacó la lengua. Luego bajó la voz y la miró con los ojos entornados—. Si lo que te excita es la máscara, puedo ponerme una para meterme en la cama contigo. Esos juegos pueden ser divertidos.
Ella abrió los ojos como platos y él le respondió con un guiño.
Amelia se estremeció y se llevó las manos a la cintura. Luego ladeó la cabeza.
—¿Es posible que sea el misterio lo que tanto me atrae? ¿Es eso lo que estás sugiriendo, milord?
—Es una posibilidad. —La sonrisa de Ware desapareció—. Tengo la intención de investigar sobre tu admirador. Vamos a ver si conseguimos desenmascararlo.
—¿Por qué?
—Porque ese hombre no es para ti, Amelia. ¿Un conde extranjero? Tú siempre has estado muy unida a tu familia. No serías capaz de alejarte de tu hermana, ahora que por fin os habéis reencontrado. ¿Qué clase de futuro te espera con ese hombre? Por no hablar de que quizá lo que pretenda sea utilizarte para atacarme a mí.
Ella empezó a pasear de nuevo y él la observó, admirando la elegancia que desprendían sus movimientos y la forma en que su falda se balanceaba alrededor de sus piernas de un modo encantador.
—Todo el mundo parece creer que Montoya no tiene ningún interés por mí, sino por las personas relacionadas conmigo. Debo admitir que me resulta bastante insultante que todos los que aseguran quererme consideren imposible que un hombre pueda desearme por mí misma.
—Yo no sólo lo imagino, Amelia, puedo sentirlo. No interpretes mi cortesía como una falta de deseo por ti, porque te estarías equivocando.
Ella suspiró y le dijo:
—St. John también está intentando dar con él.
Ware ya se lo esperaba.
—Si está escondido en los bajos fondos de Londres, es posible que St. John lo encuentre. Pero me has dicho que va bien vestido y que es un hombre con cultura. Parece más propio de mis círculos sociales que de los del pirata. Es probable que mi búsqueda sea más fructífera que la suya.
Amelia se detuvo de nuevo.
—Y ¿qué harás si lo encuentras?
Su voz traslucía más que una pizca de desconfianza.
—¿Me estás preguntando si le haré daño? —La pregunta no era frívola. Ware era un espadachín de cierto renombre—. Es posible.
Amelia arrugó sus hermosas facciones.
—No debería haberte dicho nada.
Él se enderezó y se acercó a ella.
—Me alegro mucho de que me hayas dicho la verdad. Nuestra relación habría sufrido un daño irreparable si me hubieras mentido para esconder tu culpabilidad.
Cuando llegó a su lado, Ware inspiró hondo para inhalar su inocente aroma a madreselva. Llevaba años imaginando que su cuerpo sería como la flor que a ella tanto le gustaba: fragante y tan dulce como la miel.
Le cogió la cara entre las manos y la obligó a levantarla para mirarla. Vio algo nuevo brillando en sus ojos esmeralda y enseguida se dio cuenta de que se estaba perdiendo en ellos.
—Pero eso no cambia el hecho de que ese hombre sabía que eres mi prometida y aun así se tomó libertades contigo. Y ése es un insulto muy grave a mi persona, cariño. A ti te puedo perdonar, pero a él no.
—Ware…
Amelia abrió los labios, que reflejaron la suave luz de la tarde.
Él se inclinó para apoderarse de su boca y a ella se le cortó la respiración al darse cuenta de lo que se proponía.
—Buenas tardes, milord.
Se separaron de un salto cuando la hermana de Amelia y su marido salieron a la terraza, seguidos de una doncella que llevaba una bandeja con el servicio de té.
—Hace un día precioso —dijo el pirata, con su peculiar voz ronca—. Hemos pensado que sería buena idea haceros compañía y tomar el té al sol.
Ware captó la advertencia enseguida. Inclinó un poco la cabeza a modo de saludo y dio un paso atrás. La señora St. John sonrió al observar que se había dado cuenta. Era una sonrisa de dormitorio, como la que una mujer le dedica a su amante después de una sesión de buen sexo. Para ella ésa era la única sonrisa posible y, además, suponía una parte muy importante de su encanto.
—Su compañía es muy bienvenida —dijo Ware, acompañando a Amelia de nuevo hacia la mesa.
Pasó el resto de la tarde charlando de trivialidades con los St. John y, después, de algunas más con Amelia mientras paseaban por el parque. Pero una parte de su mente estaba ocupada con la logística de sus próximas cacerías: una para ganarse los favores de Amelia y la otra en busca del hombre enmascarado que estaba intentando arrebatársela.
—¿Estás seguro de que el nombre de ese tipo es Simon Quinn?
—Sí —respondió el tabernero, dejando otra pinta en la barra.
—Gracias.
Colin cogió la cerveza y se trasladó a la mesa de la esquina. Era inquietante saber que alguien lo estaba buscando, sobre todo porque quienquiera que iba tras su pista estaba empleando el nombre de Quinn. Podría tratarse de Cartland o de alguno de sus hombres, aunque el propietario de la taberna estaba bastante seguro de que el tipo que había preguntado por él no tenía acento francés.
Colin no podía hacer otra cosa que esperar, empleando las técnicas para esconderse que tan bien se le daban. Alguien de su tamaño nunca lograba ocultarse del todo, pero sí podía llamar menos la atención encorvándose un poco para disfrazar su altura y su corpulencia. También se había dejado el pelo suelto para darle una mayor vulgaridad a su apariencia.
El propio establecimiento le facilitaba bastante la tarea de desvanecerse entre la multitud. Estaba muy mal iluminado, lo que ayudaba a esconder la infinidad de carencias y la abundante suciedad. El oscuro y sucio mobiliario de madera de nogal —mesas redondas y sillas con respaldo de barrotes— potenciaba más si cabía la oscuridad del interior. En el aire flotaba el olor a cerveza nueva y vieja, y la crujiente grasa de la cocina. Los clientes entraban y salían. Algunos eran habituales con los que Colin ya había hablado en alguna ocasión.
Hacía ya mucho tiempo, en su vida anterior, solía frecuentar locales como ése con su tío Pietro. En aquellos días, pasaba las apacibles tardes escuchando los consejos que le daba ese hombre tan bueno y decente. Colin lo añoraba, pensaba en él a menudo y se preguntaba cómo le iría. Pietro le había inculcado la rectitud de carácter y el respeto por el honor que lo habían acompañado durante todos aquellos años.
Colin apretó el puño encima de la mesa.
Algún día volverían a reunirse y él le explicaría a su tío cómo había puesto en práctica sus tempranas enseñanzas. Liberaría a Pietro de su servidumbre y le daría una existencia mejor. La vida era demasiado corta y Colin deseaba que su querido tío la disfrutara al máximo.
—Buenas tardes —lo saludó una voz a su lado, sacándolo de sus pensamientos.
Junto a él había un anciano caballero que había pasado la mayor parte de su vida en las tabernas de aquella calle, ofreciendo su compañía a quienes estuvieran dispuestos a pagarle una copa o algo de comer. De vez en cuando, el hombre oía algo valioso y Colin siempre se mostraba dispuesto a pagar por la información, cosa que el anciano sabía muy bien.
—Siéntate —le contestó, señalando la silla que tenía delante.
Pasaron las horas. Empleó el tiempo en hablar con quienes ya lo conocían de otras veces. Muchos esperaban ganar una o dos monedas facilitándole información que pudiera serle de utilidad. Pero por desgracia nadie le dijo nada de interés acerca de Cartland. Aun así, Colin le pagó una pinta a cada uno de los que hablaron con él y se sirvió de su compañía para dar mayor credibilidad a su disfraz.
Entonces, casi como un milagro, el hombre a quien más ganas tenía de ver apareció envuelto en una pesada capa negra. Simon Quinn se detuvo ante la barra e intercambió algunas palabras con el tabernero, para luego volverse con los ojos abiertos como platos en dirección a Colin, que lo saludó desde la esquina.
—Por Dios —dijo Quinn, mientras se acercaba soltando el broche con gemas incrustadas que le ceñía la capa al cuello—. ¿Te he estado buscando por todo Londres medio muerto de hambre y tú llevas todo el día justo en la taberna del hostal donde me alojo?
—Bueno —sonrió Colin—, todo el día no, sólo las últimas horas.
Quinn masculló un juramento entre dientes y se dejó caer con pesadez en la silla. El tabernero le trajo una pinta y al rato también un plato de comida. Cuando ya estuvo bien acomodado, anunció:
—Te traigo buenas y malas noticias.
—¿Por qué no estoy sorprendido? —replicó Colin con sequedad.
—En Francia me han traicionado.
Colin esbozó una mueca de dolor.
—¿Cartland ha vendido los nombres de todo el mundo?
—Eso parece. Creo que así es como les ha demostrado su lealtad.
—Ese villano sólo es leal a sí mismo.
—Eso es muy cierto.
Quinn cortó un trozo de carne, se la llevó a la boca y masticó con rabia.
—Está claro que ésas son las malas noticias. ¿Y las buenas?
—He conseguido que nos indulten a todos, incluso a ti.
—Pero si a ti también te perseguían… ¿Cómo lo has hecho?
Quinn sonrió con pesar.
—Leroux era un hombre muy valioso para sus superiores, tanto que la captura de su asesino reviste para ellos mayor importancia que la persecución de espías ingleses. Me dieron permiso para irme bajo la promesa de que regresaría con su asesino, quienquiera que sea. Para garantizar mi vuelta, se han quedado con los demás hombres a los que traicionó Cartland.
Colin se enderezó de golpe.
—Por Dios… Entonces tenemos que darnos prisa.
—Sí. —Quinn se acabó la pinta—. Y hay ciertos detalles que complican aún más las cosas. Primero tengo que convencer a lord Eddington para que libere a un espía francés que tiene cautivo. Y luego tenemos que convencer a un miembro del grupo de Cartland, un hombre llamado Depardue, para que nos ayude a conseguir que éste confiese el crimen.
La primera misión parecía imposible y la segunda muy complicada, pero Colin estaba dispuesto a aprovechar gustoso cualquier oportunidad que se le presentara.
Amelia le había dicho que quería conocerlo. Ojalá tuviera la oportunidad de concederle el capricho.
—Pareces muy contento —observó Quinn, sin dejar de masticar—. Lo que te he contado no es muy esperanzador.
—He visto a Amelia —confesó Colin. La había abrazado, tocado, saboreado.
Su amigo se detuvo con el tenedor lleno de comida a medio camino de la boca.
—¿Y?
—La situación es complicada, pero aún hay esperanza.
Quinn dejó los cubiertos y le hizo un gesto al tabernero para que le sirviera más cerveza.
—Y ¿cómo se ha tomado tu regreso de entre los muertos?
Colin sonrió con pesar y le explicó su argucia.
—¿Un antifaz? —le preguntó Quinn cuando acabó de hablar—. ¿De todas las apariencias que eres capaz de adoptar elegiste una máscara?
—La primera vez que me la puse fue porque encajaba perfectamente con el baile de máscaras al que asistí. Luego se la vio puesta a Jacques y se acercó a él. Teniendo en cuenta las circunstancias, me pareció que lo más apropiado era que me la pusiera también la tercera vez.
—Se parece más a su hermana de lo que creía. —Quinn esbozó la leve sonrisa que se le escapaba siempre que se refería a Maria—. Lo que no entiendo es dónde ves tú la esperanza. Amelia no tiene ni idea de quién eres.
—Eso es un poco inconveniente —convino Colin.
—¿Un poco? Amigo, eres el rey del eufemismo. Confía en mí cuando te digo que cuando lo descubra no se lo va a tomar precisamente bien. Se lo tomará como una falta de afecto. En cuanto se dé cuenta de que no has sido casto ni has pasado todo este tiempo sufriendo por ella, lo verá como la prueba definitiva de que no la amas.
Colin soltó un suspiro y se hundió en la silla.
—¡Fue idea tuya! Fuiste tú quien me dijo que debía convertirme en un hombre rico para hacerla feliz.
—Y también para que tú lo fueras. Te habrías pasado la vida entera dudando de tu valor si te hubieras presentado ante ella como un subalterno. —Quinn le sonrió a la camarera que le llevó la pinta y luego se reclinó para observar detenidamente a Colin—. He oído decir que está prometida con el conde de Ware.
—Aún no.
—Podría convertirse en marquesa a pesar del escándalo de su padre y la reputación de su hermana. Eso es todo un logro.
Colin paseó la mirada por el local y se detuvo brevemente en cada uno de los clientes para evaluarlos.
—Sí, pero ella no lo ama. Me sigue queriendo a mí. O, para ser exactos, al chico que fui en su día.
Entonces, una preciosa chica rubia entró en el local por la escalera que conducía a las habitaciones del piso de arriba. Llevaba un vestido de un intenso color púrpura y una cinta de terciopelo negro en el cuello, con un camafeo en el centro. Colin pensó que parecía una muñeca. Sus delicados rasgos y su esbelta figura apelaban a los instintos de protección de cualquier hombre y sus ojos entornados y sus carnosos labios rojos despertaban en cambio pensamientos libidinosos.
La joven arqueó las cejas cuando volvió la cabeza y se encontró con los ojos de Colin. La sonrisa que esbozó en su dirección le hizo fruncir el cejo, confuso, y observó cómo se aproximaba hasta que por fin se puso en pie cuando ella se detuvo detrás de Quinn.
La joven posó las manos sobre los anchos hombros del irlandés.
—Deberías haberme dicho que habías vuelto, mon amour —le dijo, con un inconfundible acento francés.
Quinn le lanzó una mirada a Colin, que vio en sus ojos cierto grado de irritación. Su amigo no se levantó, se limitó a coger la mano de la rubia y tirar de ella hasta una silla que acercó a la mesa con el pie. Teniendo en cuenta lo mucho que a Quinn le gustaban las mujeres, a Colin le resultó muy sorprendente que demostrara ese aparente desinterés por una de tal hermosura. De cerca, la muñeca era una delicia. Tenía unos ojos de un azul muy pálido, rodeados por largas y espesas pestañas color chocolate y acentuados por unas cejas finas muy arqueadas.
—¿Es él? —preguntó, estudiando a Colin.
Quinn gruñó.
Ella esbozó una gran sonrisa y enseñó sus dientes blancos. Luego le ofreció la mano y dijo:
—Soy Lysette Rousseau. Y tú eres monsieur Mitchell, ¿verdad?
Colin miró a Quinn, que maldijo entre dientes y siguió comiendo.
—Es posible —respondió con cautela.
—Excelente. Ahora que sé qué aspecto tienes, me resultará mucho más fácil matarte si es necesario.
Colin parpadeó y preguntó:
—¿Qué acabas de decir?
—Arpía provocadora —murmuró Quinn—. Él es inocente.
—Todos dicen lo mismo —repuso la joven con dulzura.
—En este caso es cierto —le aseguró Quinn.
—Eso también lo dicen.
—Disculpadme. —Colin miró alternativamente a uno y a otro—. ¿De qué estáis hablando?
Quinn hizo un gesto en dirección a Lysette con el tenedor en la mano.
—Ella forma parte de mi garantía. Se supone que tiene que regresar a Francia con Cartland, contigo o conmigo.
—O con una confesión —ronroneó la muñeca—. Bastará con una confesión de cualquiera de vosotros. ¿Lo ves? No soy tan difícil de complacer.
—Dios. —Colin se volvió a sentar y observó a la francesa. En ese momento advirtió una dureza en sus ojos y en su boca que no había visto antes—. ¿De dónde sacas a estas femmes fatales, Quinn?
—Son ellas las que me encuentran a mí —gruñó su amigo, mientras mordía una patata con rabia.
—Sólo estás viendo el lado negativo de la situación —dijo Lysette, haciendo un gesto con la mano para llamar la atención del servicio—. Somos tres personas sentadas a esta mesa y los tres buscamos lo mismo. Yo únicamente estoy aquí para ayudaros.
Quinn la fulminó con la mirada.
—Si crees que es divertido tener a un hombre entre la espada y la pared, te equivocas.
Pero Colin no la ignoró tan deprisa.
—¿Cómo puedes ayudarnos?
—De muchas formas. —La rubia se tomó un momento para pedirle vino a la camarera que se acercó—. Pensad en todos los sitios a los que yo puedo ir y que vosotros no podéis ni pisar. En todas las personas que hablarían conmigo y a vosotros ni siquiera os dedicarían una mirada. En todas las artimañas que puedo emplear como mujer a las que vosotros no podéis optar por ser hombres. ¡Las posibilidades son infinitas!
Entonces la chica se llevó la mano al camafeo que lucía al cuello para tocarlo con delicadeza y a Colin le resultó casi imposible imaginar que aquella preciosidad pudiera matar a nadie.
—¿Cuál es tu relación con Depardue? —le preguntó.
A ella se le ensombreció el semblante.
—Si él resuelve esto, me ahorrará muchos problemas.
—El comandante está decidido a no dejar nada al azar —explicó Quinn—. Depardue vigila a Cartland. Lysette me vigila a mí. Ambos hacen el mismo servicio. Ella es una… garantía añadida.
Colin esbozó una mueca de dolor.
—No creo que a Depardue le gustara saber que alguien ha insinuado que podría no conseguir su objetivo. —Miró a Lysette y se preguntó por qué la joven habría aceptado esa misión—. ¿Por qué haces esto?
—Mis motivos son cosa mía. Pero te lo advierto —lo miró fijamente—, en lo único que puedes fiarte de mí es en esto: quiero entregar a la justicia al asesino de Leroux.
Colin suspiró con fuerza y tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Esto no me gusta. Mientras Cartland me persigue, tenemos una serpiente entre nosotros.
Quinn asintió.
Lysette frunció los labios mientras cogía la copa de vino que había pedido hacía un momento.
—Preferiría ser Eva que la serpiente.
—Eva era atractiva —le contestó Quinn.
Colin se atragantó. Era la primera vez que oía al irlandés decirle algo desagradable a una mujer.
—¿Qué habéis hecho hasta ahora? —preguntó la rubia, ignorando la grosería de Quinn y centrando su atención en Colin.
—Yo me paso el día evitando a Cartland y a cualquiera que huela a francés y luego me paso las noches buscándolo.
—Ése es el plan más absurdo que he oído en toda mi vida —se burló ella.
—Y ¿qué me sugieres que haga? —la desafió él—. No sé nada.
—En ese caso, debes aprender. —Lysette bebió un delicado sorbo de vino y se lamió los labios. Se sentaba muy erguida y con la barbilla levantada, los sellos distintivos de una buena educación y la consecuente escolarización—. Y no puedes aprender si te pasas el día escondido, cosa que es exactamente lo que Cartland esperará que hagas. ¿Por qué no te pones en contacto con el hombre para el que trabajáis los dos? Estoy segura de que él dispondrá de los recursos necesarios para resolver esto cuanto antes.
—Ésa no es su tarea —replicó Quinn—. Nosotros somos responsables de gestionar nuestras misiones. Si nos cogen, debemos asumir los riesgos. Supongo que será lo mismo para ti.
Por un momento, pareció que la frustración asomaba a los preciosos rasgos de la francesa, pero esa expresión desapareció enseguida, reemplazada por una dulce y despreocupada sonrisa.
Colin no pudo evitar preguntarse por ella y evaluar qué nivel de riesgo representaría. Se la veía frágil y femenina, pero él ya sabía por las historias sobre la hermana de Amelia que las apariencias podían ser muy engañosas.
—¿Tienes alguna otra sugerencia, mademoiselle? Quizá creas que debo buscar a plena luz del día.
—¿Llevarás un antifaz? —preguntó Quinn, apartando el plato.
—Y ¿por qué iba a hacer eso? —La joven observó a Colin detenidamente, desde la cabeza, pasando por sus piernas estiradas, hasta la punta de las botas—. Sería una lástima esconder tanto atractivo. —Esbozó una seductora sonrisa—. Yo preferiría verlo absolutamente todo.
Quinn resopló.
—¿Lo ves, querida? Ése es el motivo por el que no eres Eva. Eres incapaz de advertir que el hombre ya está comprometido.
—Te puedes vendar los ojos y llamarme por el nombre que quieras —le sugirió ella a Colin, guiñándole un ojo.
Él se rio por primera vez en muchos días.
—Ten cuidado con ella —le advirtió Quinn.
—Tendrás que vigilarla tú. Yo me marcho a Bristol por la mañana. Es posible que el pasado de Cartland esté afectando a su presente de alguna forma. Espero poder descubrir algo que me dé cierta ventaja.
—Buena idea. —Quinn frunció los labios con aire pensativo—. Lysette y yo nos quedaremos y trataremos de indagar por aquí.
—No me gusta la idea de que se vaya solo —confesó la joven con una nota de acero en su voz.
—Ya te acostumbrarás.
Quinn se recostó en la silla con su habitual e insolente elegancia: ladeó el cuerpo, echó el brazo por encima del respaldo y separó las piernas.
—Con lo guapo que eres —dijo ella— y lo difícil que me resulta a veces que me gustes.
Quinn sonrió.
—Lo mismo digo. Mitchell buscará en otro sitio. Tú y yo trabajaremos juntos en la ciudad.
—Quizá prefiera irme con él.
La sonrisa de Lysette no alcanzó sus preciosos ojos.
—¿¡Ah, sí!? —El exagerado placer que demostró Quinn volvió a hacer reír a Colin—. Eso sería estupendo. Por lo menos para mí, aunque no para Mitchell. Lo siento, chica.
Quinn encogió un hombro y apoyó la mano en la mesa.
Antes de que ninguno de ellos pudiera ni siquiera parpadear, Lysette se puso en pie, cogió el cuchillo de Simon y lo clavó en la mesa con precisión matemática, justo en medio de los dedos abiertos de éste, que se quedó helado al ver lo cerca que había estado de perder alguna falange.
—¡Maldición! —exclamó.
Ella se inclinó sobre él.
—No te atrevas a burlarte de mí ni a subestimarme, mon amour. No es muy inteligente hacerme enfadar.
Colin también se levantó.
—Gracias por ofrecerme tu compañía —se apresuró a decir—, pero, con todo el respeto, debo rechazarla.
Lysette lo miró entornando los ojos.
—Ya sé que no confías en mí —continuó él—, pero puedo asegurarte una cosa: tengo muchas razones para limpiar mi nombre y no me queda ninguna para huir.
Ella se quedó inmóvil un momento. Luego esbozó una sonrisa ladeada.
—Tu mujer está aquí.
Colin no dijo nada, pero no era necesario que lo reconociera.
Lysette lo dejó marchar con un elegante movimiento de la muñeca.
—No te irás muy lejos. Buena suerte.
Él hizo una rápida reverencia, se metió la mano en el bolsillo y dejó algunas monedas en la mesa.
—Rezaré por ti —le dijo a Quinn, estrechando el hombro de su amigo al pasar junto a él.
Simon le respondió con un ardiente juramento.