—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué has ido allí?
Colin caminaba por delante del fuego que ardía en la chimenea de su despacho, maldiciendo en voz baja.
—Porque sí —se limitó a contestar Jacques.
—¿Porque sí? ¡Porque sí!
Colin miró el objeto que tenía en la mano, una miniatura de Amelia que sólo debería ver un amante. La joven posaba en salto de cama, con un provocativo hombro descubierto casi hasta el pezón, el pelo suelto y los labios rojos ligeramente separados. Como si la hubieran retratado después de una placentera y larga sesión de buen sexo.
¿Para quién se habría hecho esa miniatura? Desde luego no era para él. Tenía que haber sido encargada hacía meses.
—Estaba muy hermosa.
Colin se detuvo delante del fuego y se inclinó sobre él, deseando haberla visto.
—¿De qué color iba vestida?
—De amarillo.
—¿Se te ha acercado ella?
—En cierto modo.
Jacques se sentó en el sofá y apoyó un brazo sobre el respaldo con aire despreocupado, una actitud que contrastaba mucho con la agitación de Colin.
Éste soltó el aire con fuerza.
—Maldita sea. Yo quería guardar las distancias.
—¿Por qué? ¿Para mantenerla a salvo? Está muy bien vigilada. —El francés tamborileó con los dedos sobre la madera del respaldo del sofá—. ¿A qué se debe eso?
—Su hermana y el marido de ésta son famosos criminales. Y temen que alguien pueda utilizar a Amelia en su contra, igual que yo.
Se apartó de la chimenea y se dejó caer sobre el sillón de detrás del escritorio.
—Pensaba que su padre era un hombre de cierta importancia.
—Sí, era vizconde. —Jacques arqueó las cejas y Colin prosiguió—: Su avaricia sólo se veía superada por su crueldad. No era capaz de ver más allá de sus propias necesidades y deseos. Se casó con una encantadora viuda con el único fin de tener acceso a su hija, la hermana de Amelia. Envió a la chica a las mejores escuelas y luego la vendió en matrimonio a hombres a los que acababa asesinando para hacerse con sus posesiones.
—Mon Dieu! —Jacques detuvo su movimiento y dejó los dedos suspendidos en el aire—. ¿Por qué no huyó la joven?
—Lord Welton tenía a Amelia cautiva y la utilizaba para conseguir su cooperación.
Al francés se le endureció el semblante.
—Espero que recibiera su merecido. Hay muy pocas cosas en esta vida que me resulten más detestables que el daño causado a la propia familia.
—Al final lo juzgaron y lo colgaron. Y mientras trataba de liberar a su hermana, Maria conoció a Christopher St. John, un célebre pirata y contrabandista. Juntos idearon la forma de rescatar a Amelia e implicar a Welton en los asesinatos de los dos maridos de Maria.
Colin se pasó una mano por el pelo.
—La historia es mucho más compleja que todo esto, pero basta con decir que St. John y su mujer son dos personas con muchos enemigos.
—Teniendo en cuenta las circunstancias del pasado y el presente de la señorita Benbridge, es incluso más curioso que se haya acercado a mí como lo ha hecho.
—Amelia siempre ha sido imprevisible.
La mirada de Colin se volvió a posar en la miniatura que tenía en la mano. Era una provocación irresistible que debía tratar de ignorar.
—¿Qué te ha dado?
—Una invitación.
De hecho, una petición privada para que se encontrase con ella en el baile de los Fairchild. Otra oportunidad para verla y hablar.
—¿Asistirás?
—Creo que lo mejor sería que abandonara la ciudad —contestó, pensando adónde ir. Podría viajar a Bristol, lugar de origen de los Cartland, y ver qué podía encontrar de interés allí. Un hombre como Cartland no tendría un pasado limpio. Tenía que haber algo que Colin pudiera utilizar para sacarlo de su escondite—. No nos podemos arriesgar a quedarnos demasiado tiempo en el mismo sitio.
—Y yo que estaba empezando a cogerle cariño a Londres —dijo Jacques con ironía.
Colin sabía que, aunque el francés tratara de esconderlo valerosamente, Inglaterra le parecía un lugar desagradable y, evidentemente, se moría de ganas de volver a su casa.
—No tienes por qué venir conmigo. —Colin sonrió para suavizar sus palabras—. Para serte sincero, no sé qué haces aquí.
El otro encogió sus robustos hombros.
—Algunos hombres nacen para mandar. Yo nací para servir. —Se puso de pie—. Empezaré a empaquetar nuestras cosas.
—Gracias. —Colin cerró el puño alrededor de la preciosa miniatura de Amelia y luego la metió en el cajón donde había guardado el antifaz—. Te ayudaré.
Se levantó y se dijo que lo mejor que podía hacer por Amelia era poner distancia entre los dos.
Pero la imagen del retrato se negaba a abandonar su mente y le carcomía el alma de tal forma que se preguntó si lograría sobrevivir.
Amelia siempre había sido conocida por sus merodeos. Su inusual infancia la había llevado a detestar la soledad con la misma intensidad con que la necesitaba. Nunca había sido capaz de quedarse sentada mucho rato y siempre buscaba excusas para poder estar sola, incluso en las cenas más íntimas. Ware comprendía bien su necesidad de moverse, motivo por el que siempre se apresuraba a sugerirle que dieran algún paseo o que salieran a tomar un poco el aire.
Por eso cuando ella le pidió que la dejara sola unos momentos, no le dio ninguna importancia, ni tampoco lo hizo lady Montrose, su carabina. Los dos sonrieron y asintieron dándole la libertad que necesitaba.
Si Montoya acudiese a su cita…
Bajó la escalera procurando ser lo más silenciosa posible y luego se deslizó en el interior de una alcoba al oír el sonido de unas voces que se aproximaban, haciéndola comprender que corría peligro de que la descubrieran. Luego, con el corazón acelerado, esperó a que los invitados pasaran de largo.
¿Aparecería? ¿Habría encontrado la forma de llegar a ella? El hecho de que hubiera asistido al baile de máscaras la indujo a pensar que era un hombre de cierta importancia. Le habría bastado con conseguir que alguien le presentara a lady Fairchild para hacerse con una invitación para la fiesta de aquella noche. Y, sin embargo, todas las veces que Amelia preguntó por él recibió miradas de completa ignorancia.
No lo habían invitado.
Aunque eso no tenía por qué significar que no estuviera allí.
Si el interés que tenía para acercarse a ella estaba relacionado con St. John, Amelia imaginaba que poseería los conocimientos necesarios para entrar en la casa y encontrar el salón privado donde lo había citado. No obstante, era incapaz de decidir si era mejor que él no acudiera. Teniendo en cuenta quién la alojaba en su casa y con quién se suponía que debía casarse, no se podía permitir más problemas. Pero su temerario corazón se empeñaba en ignorar las circunstancias y se concentraba sólo en lo que quería. No estaba segura de lo que haría si Montoya respondía a su invitación, lo único que sabía era que deseaba que lo hiciera.
Cuando lo pensaba, una abrumadora sensación de anticipación y expectación se apoderaba de ella. Esa noche se había vestido con toda la intención: había elegido un vestido de grueso damasco oscuro, acentuado por delicados encajes dorados en el corpiño, el borde de las mangas y las enaguas. Y después se puso zafiros en el pelo, alrededor del cuello y en los dedos, con la esperanza de parecer una mujer mayor y con más mundo.
Ojalá se sintiera de ese modo también por dentro. Pero estaba igual que cuando era una muchacha: casi sin aliento debido a lo mucho que deseaba ver a Colin y ansiosa por sentir las emociones que únicamente él conseguía despertar en ella. Pensaba que nunca se volvería a sentir de la misma forma. Y era emocionante y aterrador experimentar de nuevo esos sentimientos por un desconocido enmascarado.
Por fin llegó al pequeño salón que había mencionado en su nota. Sarah, su doncella, conocía la existencia de esa estancia por su prima, que trabajaba en casa de los Fairchild, y le había facilitado la información a Amelia para que supiera adónde dirigirse si necesitaba retirarse a algún lugar tranquilo.
Se detuvo un momento con la mano sobre el pomo e inspiró con fuerza para relajarse. Enseguida se dio cuenta de que era imposible, así que dejó de intentarlo. Abrió la puerta y entró en la habitación. Las cortinas estaban descorridas y la luz de la luna se colaba por las ventanas.
Esperó junto a la puerta hasta que sus ojos se adaptaron a la falta de luz. Expectante, contuvo la respiración y aguzó el oído para escuchar por encima del rugido de su sangre, con la esperanza de que él estuviera ya allí y la llamara.
Pero lo único que oyó fue el tictac del reloj que había sobre la repisa de la chimenea.
Se acercó a la ventana y se dio la vuelta para mirar la habitación. Dos sofás, un diván, dos sillones, mesas de diversos tamaños repartidas aquí y allá, pero ni rastro de Montoya.
Suspiró intranquila y se retorció las manos por encima de su voluminosa falda. Quizá hubiera llegado demasiado pronto o él estuviera teniendo problemas para entrar en la casa. Miró por la ventana, medio asustada por la idea de que la pudiera estar esperando fuera. Pero tampoco estaba allí.
Sólo podía permanecer allí unos minutos. No podía quedarse más tiempo.
Empezó a pasear de un lado a otro, escuchando el incansable sonido del reloj. Se relajó un poco y su respiración volvió al ritmo habitual. Sentía el peso de la decepción sobre los hombros y en las comisuras de los labios. Diez minutos más tarde, comprendió que no podía quedarse más rato, aunque, de no ser porque sabía que sus acompañantes se preocuparían por ella, por su parte sería capaz de esperar toda la noche.
Se encaminó hacia la puerta.
—Bueno, por lo menos ahora ya no hay nada que me vaya a distraer de los planes de boda —murmuró para sí misma.
—¿Para quién encargó la miniatura?
Amelia se detuvo con la mano en el pomo de la puerta y se estremeció al oír aquella voz grave que la envolvió como un cálido abrazo. Se le puso la piel de gallina y se le separaron los labios para dejar escapar un jadeo silencioso. Luego se dio la vuelta muy despacio, con los ojos abiertos como platos. Fue entonces cuando vio el ligero brillo del antifaz y del pañuelo en la esquina más alejada de la habitación. Montoya volvía a vestir de negro, cosa que le permitía ocultarse perfectamente entre las sombras.
—Para lord Ware —contestó ella, ligeramente sorprendida por la repentina aparición de su fantasma y al comprender que había estado ahí todo el rato. Observándola.
¿Por qué llevaría la máscara? ¿Qué estaba escondiendo?
—¿Con qué intención lo hizo? —le preguntó con brusquedad—. No es la clase de regalo que una novia virginal suele entregarle a su prometido.
Ella dio un paso hacia él.
—Quédese donde está y conteste la pregunta.
Amelia frunció el cejo al percibir su sequedad.
—Quería que me viera de otra forma.
—Él la verá de todas las formas posibles. La verá desnuda.
Había cierta amargura en su tono, cosa que suavizó el recelo de Amelia y le permitió decir lo que no se habría atrevido a expresar en otras circunstancias.
—Quería que comprendiera que estaba dispuesta a compartir con él esa parte de mí —confesó.
El estado de alerta que tensaba el cuerpo de Montoya era evidente.
—Y ¿por qué iba a dudarlo?
—¿Tenemos que hablar de él? —Amelia dio unos golpecitos impacientes con el pie—. Como ha estado tanto rato escondido en esa esquina, ahora ya casi no nos queda tiempo.
—No estamos hablando de él —dijo la sedosa voz del conde—. Estamos tratando de averiguar cómo es que ha acabado en mis manos un regalo íntimo pensado para su prometido. ¿También quiere que yo la vea de otra forma?
Amelia se dio cuenta de que no dejaba de retorcerse las manos con nerviosismo y se las escondió detrás de la espalda.
—Creo que usted ya me ve de un modo diferente —murmuró—. Independientemente de la miniatura.
Él esbozó una blanca sonrisa que brilló en la oscuridad.
—Y si yo, un desconocido, puedo verla como una criatura sexual, ¿por qué su futuro marido tiene dificultades para hacerlo?
Amelia contuvo la respiración mientras pensaba en su perspicaz análisis.
—¿Qué quiere que le diga? Sería inapropiado que le hablase de mi vida privada.
—Y ¿mandarme una imagen provocativa sí es apropiado?
—Si tanto le molesta, puede devolvérmela. —Y tendió la mano.
—No —contestó él—. Nunca se la devolveré.
—¿Por qué no? —Amelia arqueó una ceja, desafiante—. ¿Acaso pretende utilizarla en mi contra?
—Como si fuera a permitir que la viera alguien.
Posesividad. Tan clara como el día. Él se mostraba posesivo con ella. Estaba sorprendida y encantada a un tiempo.
—¿Por qué lord Ware no la ve como usted desea que la vean? —le preguntó, acercándose al fin.
Su alta figura surgió de entre las sombras y se detuvo bajo la luz de la luna. A Amelia se le aceleró el corazón. Había algo de depredador, y, sin embargo, elegante, en su forma de moverse, con los faldones de la casaca balanceándose detrás de su cuerpo a causa de sus decididos pasos. Aquel hombre era puro poder revestido de una apariencia civilizada. Eso hacía que su encanto fuera todavía más seductor y que ella quisiera verlo descontrolado y libre. Sus rasgos eran austeros y sus apetecibles labios la provocaban para que los besara.
«Eso es lo que quiero —comprendió Amelia de repente—. Por eso necesitaba volver a verlo».
Y estaba dispuesta a ser sincera con él para conseguir ese objetivo.
—Nos conocemos desde hace mucho tiempo.
—¿No se casan por amor? —le preguntó Montoya, deteniéndose a poca distancia de ella.
—No debería contestar a eso.
—Y yo no tendría que estar aquí. No debería haberme provocado.
—Hizo que me siguieran.
Él negó con la cabeza.
—No. Jacques lo hizo por su cuenta. Yo me voy de la ciudad. Necesito alejarme de usted antes de que esto vaya más lejos.
—¿Cómo puede marcharse? ¿No sintió el embrujo de nuestro baile en el jardín? —Amelia se llevó la mano a los zafiros que le adornaban el cuello—. ¿No piensa en el beso que nos dimos?
—No puedo dejar de pensar en él. —Entonces se abalanzó hacia ella y la estrechó con fuerza, como si de repente algo en su interior se hubiera librado de sus ataduras—. Despierto. Y dormido.
Amelia sintió el ardor de su mirada sobre los labios. Se humedeció el labio inferior e inspiró el aroma de su piel. Éste era exótico, picante, puro animal masculino. Y entonces algo se estremeció en su interior de forma instintiva.
—Hágalo —lo provocó, mientras su pecho se movía contra el de él con la respiración acelerada.
Montoya murmuró un juramento.
—No lo ama.
—Ojalá lo hiciera.
Ella movió las manos con indecisión por debajo de su casaca y las posó sobre su cintura. El conde tenía la piel caliente, tanto que podía percibir el calor a través de la ropa.
—¿Le ha entregado su corazón a alguien?
Amelia dejó escapar un tembloroso suspiro.
—En cierto modo.
—¿Por qué yo?
—¿Por qué la máscara? —contraatacó. Odiaba la sensación de que la desnudara con sus preguntas.
Él la miró fijamente.
—No creo que quiera ver mi rostro.
La inquietó la rotundidad de su tono. La incertidumbre se apoderó de ella hasta el punto de que lo soltó y trató de recular. Pero Montoya la agarró con fuerza.
—Vamos a aclarar esto ahora mismo —dijo, levantando la mano para acariciarle la mejilla con las ásperas yemas de los dedos—. ¿Qué quiere de mí?
—¿Se acercó a mí por St. John?
Él negó con la cabeza.
—Mis motivos eran muy simples. Vi a una mujer hermosa, me olvidé de los modales y me quedé mirándola fijamente, cosa que la incomodó. Luego traté de disculparme. Eso es todo.
Le posó las manos en la espalda y las deslizó hacia abajo para apretarla contra él.
Era tan duro y sólido que Amelia quería estrecharlo y tocarlo con total libertad. Sólo había un hombre en el mundo que la hubiera abrazado de esa forma. Unos días antes, habría asegurado que su capacidad de disfrutar de un abrazo como ése con todas las fibras de su ser había muerto con Colin. Pero ahora sabía que no era cierto.
Era extraordinario que hubiera encontrado a Montoya.
O, para ser exactos, lo extraordinario era que él la hubiera encontrado a ella.
—La otra noche… dijo que venían los otros —le recordó ella.
—Sí. —Apretó los labios—. Soy un hombre perseguido por su pasado. Por eso no debería citarme.
—No tenía por qué venir.
Un pasado que le permitía reconocer códigos secretos que muchos aristócratas no advertirían. ¿Quién era ese hombre?
Los labios de él se arquearon divertidos y ella se los tocó con un dedo. No podía distinguir ninguna deformación por los agujeros de la máscara ni alrededor de su boca. Lo único que podía ver eran unos ojos oscuros levemente rasgados y una boca hecha para pecar. Su curvatura, su forma y su firmeza eran pura perfección. Amelia podía imaginarse besándolo durante horas sin aburrirse.
Pensó que podría lidiar con cualquier problema físico que pudiera tener.
Entonces tocó el borde de la máscara.
—Déjeme verlo.
—¡No! —Le apartó la mano con rudeza, pero luego se la cogió de nuevo y le besó el dorso. La presión de sus labios sobre su piel le dejó un hormigueo incluso a pesar del guante—. Confíe en mí. Le resultaría muy difícil afrontar la verdad.
—¿Por eso no quiere cortejarme?
Montoya se quedó helado.
—¿Le gustaría que lo hiciera?
—¿Usted se siente así con muchas mujeres? —Amelia deslizó la mirada hasta su cuello y lo vio tragar con fuerza—. Yo sólo me he sentido así con otro hombre y lo perdí, igual que usted perdió a su amor.
De repente, él la abrazó con más fuerza y le posó los labios en la frente.
—Ya me habían mencionado antes lo de su amor perdido —dijo él con la voz ronca.
—A veces es como si hubiera perdido una parte de mí misma. Es insoportable. No entiendo por qué sigo teniendo estos sentimientos tan intensos por él después de tantos años. Es como si una parte de mí aún estuviera esperando que volviera. —Lo agarró con fuerza de la casaca—. Pero cuando estoy a su lado, únicamente pienso en usted.
—¿Le recuerdo a él?
Amelia negó con la cabeza.
—Él era vital y descontrolado; usted es más melancólico, aunque de un modo un tanto primitivo. —Esbozó una vergonzosa sonrisa—. Ya sé que suena absurdo.
—Ese lado primitivo sólo aparece cuando la veo —le explicó, rozando la mandíbula contra su sien.
Estaba tan cerca que su olor le inundaba los sentidos y la mareaba. Se había apoderado de ella una cálida alegría. La sensación de sentirse viva después de muchos años de entumecimiento. Amelia se sentía culpable y abrumada por la certeza de estar traicionando a Ware; pero no podía luchar contra la atracción que sentía por Montoya. Era demasiado intensa, demasiado embriagadora y excitante.
—Me encantaría explorarlo —reconoció cohibida.
—¿Me está haciendo una proposición, señorita Benbridge? —le preguntó él, dejando escapar una grave carcajada que a ella le pareció adorable en cuanto la oyó.
Era la clase de risa que uno se esfuerza para volver a oír. Empezó a rebuscar en su mente cualquier otra cosa que pudiera hacerlo reír.
—Quiero verla de nuevo.
—No.
La cogió de la nuca y acercó la mejilla de Amelia a su pecho, al tiempo que la rodeaba con su cuerpo. Entre sus brazos estaba a salvo. Cálida. La sensación era deliciosa. ¿Podían dos personas pasarse horas abrazadas?
A Amelia se le escapó un resoplido burlón. Horas de besos y abrazos. Estaba trastornada.
—¿Acaba de resoplar? —bromeó él.
Ella se sonrojó.
—No intente cambiar de tema.
—Deberíamos despedirnos —dijo Montoya, suspirando con pesar—. Ya se ha ausentado mucho rato de la fiesta.
—¿Por qué no ha hablado en cuanto he entrado?
Él trató de retirarse, pero Amelia lo agarró. Pensó que tenía más poder cuando estaba cerca de él. Las dos fuerzas que luchaban en el interior del conde parecían ponerse de acuerdo cuando estaban cerca: la parte que quería abrazarla y la que quería separarse de ella.
Amelia esbozó una seductora sonrisa.
—No podía dejar que me marchara, ¿verdad?
—¿Es vanidad lo que oyen mis oídos?
—¿Eso es una evasiva?
El fugaz hoyuelo que se marcó en su mejilla le encogió el estómago.
—Si las circunstancias fueran distintas, nada podría impedir que la hiciera mía.
—¡Oh! —Lo miró con los ojos entrecerrados—. Y ¿se acercaría a mí con intenciones honorables o me seduciría como lo está haciendo ahora?
—Preciosa… —Volvió a reír—. Aquí la única que está seduciendo a alguien es usted.
—¿De verdad?
Amelia se notaba los pechos hinchados y pesados y le presionaban incómodamente el corsé. Tenía la boca seca y la palma de las manos húmedas. Se sentía seducida. ¿Cabía la posibilidad de que el cuerpo de Montoya también estuviera respondiendo al suyo?
—Y ¿qué le estoy haciendo? —le preguntó curiosa.
—¿Para qué quiere saberlo? —Su sonrisa era encantadora—. ¿Para poder hacerlo más?
—Quizá. ¿Le gustaría?
—¿Desde cuándo se le da tan bien coquetear?
—Quizá siempre haya sido así —replicó ella, batiendo las pestañas con coquetería.
Montoya adoptó un aire pensativo.
—¿Ware es capaz de controlarla?
Le cogió las manos y se las apartó de la cintura.
—¿Disculpe?
Amelia frunció el cejo cuando se separó de ella y se dirigió hacia la puerta.
—Es usted una buena pieza.
Entornó los ojos mientras sujetaba el pomo.
—No soy ninguna pieza —contestó, poniéndose en jarras.
—Nunca dejará de meterse en líos si no va con cuidado.
Ella arqueó una ceja con arrogancia.
—Llevo bajo vigilancia toda mi vida.
—Y, sin embargo, mírese, provocando a desconocidos con retratos sugerentes y haciendo proposiciones completamente inapropiadas.
—¡No tenía por qué venir!
Y dio una patada en el suelo, irritada por su tono condescendiente.
—Eso es cierto. Y no pienso volver.
Su tono le resultaba demasiado familiar. Él le había preguntado si le recordaba a Colin y no lo había hecho hasta ese momento. Tenían una constitución distinta y sus voces poseían acentos diferentes, incluso la segura manera de caminar de ambos difería. Colin siempre pisaba con fuerza, como si quisiera hacer notar su presencia, mientras que los pasos de Montoya eran más suaves y tenía una forma más discreta de reclamar su territorio.
Pero en aquella testaruda forma de alejarla de sus vidas eran los dos iguales. Cuando era sólo una niña, no tuvo más remedio que aceptarlo. Pero ése ya no era el caso.
—Como usted quiera —le dijo, acercándose a él contoneando deliberadamente las caderas—. Si tan sencillo le resulta irse y olvidarme, será mejor que lo haga.
—Yo no he dicho que vaya a ser fácil —le espetó.
Amelia posó la mano sobre la suya en el pomo de la puerta.
—Adiós, conde Montoya.
Entonces él volvió la cabeza y ella se apresuró a posar los labios sobre los suyos. El conde se quedó inmóvil y Amelia aprovechó la ventaja para ladear la cabeza y profundizar el beso. Pero Montoya seguía sin moverse. Ella no sabía cómo seguir adelante y, sin su participación, el beso se volvió extraño. Pero enseguida decidió que quizá estuviera pensando demasiado.
Cerró los ojos y se dejó guiar por sus instintos. Posó las manos sobre sus tensos hombros y notó cómo se estremecía. Le lamió el labio inferior y él rugió en voz baja. A Amelia se le encogió el estómago con una mezcla de placer y de miedo. Y ¿si alguien los sorprendía? ¿Cómo iba a explicarlo?
Pero en realidad no le importaba, porque poder besarlo a su antojo le estaba resultando demasiado delicioso. El conde no estaba haciendo nada por ayudarla, pero tampoco la detenía. Amelia estiró entonces los brazos, se buscó las manos por detrás de Montoya y se quitó un guante para posar la mano desnuda sobre su nuca. En cuanto entró en contacto con su piel se perdió en él, que abrió la boca para jadear, momento en que ella deslizó la lengua en su interior para lamerlo, como lo haría con su golosina favorita. Luego le tiró de la cola y el conde soltó un gruñido.
Su lengua lamió la de ella con una experimentada y suave caricia que la hizo gemir dentro de su boca. Ese leve sonido provocó que él se moviese tan deprisa que Amelia apenas tuvo tiempo de reaccionar. Cuando se quiso dar cuenta, estaba contra la puerta, atrapada por un hombre excitado de más de metro ochenta que le devolvía los besos con ardor y posesividad.
—Maldita seas —masculló con un áspero susurro—. No puedo poseerte.
—¡Ni siquiera lo has intentado!
—No he hecho otra cosa que intentarlo. Eso no cambia el hecho de que mis circunstancias me convierten en un hombre inadecuado y peligroso para ti.
La agarró de la nuca y posó la boca encima de la suya con apetito. Era un beso ardiente, rebosante de intenciones sensuales. Delicioso. Amelia se arqueó contra la puerta y lo absorbió. Aceptó cada embestida de su lengua, cada mordisco de sus dientes, cada una de las caricias de sus perfectos labios y le rogó más con gemidos suplicantes que llevaban su fervor a alturas insospechadas.
Entre ellos había una máscara y secretos infinitos. Los separaba el muro que se levanta entre dos desconocidos que sólo comparten un momento en el tiempo y, sin embargo, la conexión que Amelia sentía con él estaba allí, abriéndose paso entre todo aquello.
¿Sería mera lujuria? ¿Cómo podía serlo cuando ni siquiera le había visto todo el rostro? Pero aquel torrente en sus venas, el dolor de sus pechos, la humedad entre sus piernas… La lujuria estaba presente como parte de un gran todo.
—Amelia —suspiró él con aspereza, dejando que su cálido aliento se deslizara por la piel húmeda de su cuello. Sus labios abiertos se pasearon después por su rostro, desde la mandíbula hasta la mejilla, y luego siguieron subiendo—. Quiero desnudarte, tumbarte en mi cama y besarte por todas partes.
Ella se estremeció, tanto por la forma en que había dicho su nombre, como por las imágenes que esas palabras crearon en su mente.
—Reynaldo.
—Tengo que abandonar la ciudad o eso ocurrirá, y si dejamos que pase, no podré volver a buscarte. Ahora no.
—¿Cuándo pues?
Atormentada por el placer y con el cuerpo devorado por el deseo insatisfecho, en ese momento Amelia habría sido capaz de prometer cualquier cosa con tal de volver a verlo.
—Ya tienes a Ware, un amigo de toda la vida que podrá darte cosas que yo no te puedo ofrecer.
—Pero quizá tú y yo también podamos ser amigos.
—No me conoces, si no, no dirías eso.
—Quiero conocerte. —La voz de Amelia era un áspero ronroneo. No había sonado así en toda su vida y se daba cuenta de que ese tono a él le afectaba. Lo sabía por la forma en que la abrazaba con fuerza—. Y me gustaría que tú me conocieras a mí.
Montoya se retiró y entonces ella se dio cuenta de que la máscara le resultaba atractiva. Excitante. Era una reacción extraña, pero no por ello menos cierta. No le parecía alarmante; al contrario, le resultaba bastante tranquilizadora. Se sentía demasiado abierta y la existencia de ese antifaz los protegía a ambos.
—Lo único que necesitas saber sobre mí —dijo el conde con voz ronca—, es que hay quien me quiere muerto.
—Una afirmación como ésa bastaría para asustar a otras mujeres —respondió ella, acercándose de nuevo a su boca—, pero yo vivo con personas con problemas parecidos. Se podría decir incluso que tengo unas circunstancias similares por mera asociación.
—No me harás cambiar de idea —contestó él, lamiendo sus labios abiertos.
Las acciones de su cuerpo contradecían sus palabras.
—Estaba tratando de salir de la habitación, pero me lo has impedido.
—Pero ¡si me has besado tú! —la acusó.
Amelia se encogió de hombros.
—Tus labios estaban en medio. No he podido evitarlo.
—Eres muy problemática. —Inclinó la cabeza y la besó por última vez. Con más suavidad. Entreteniéndose. Amelia se estremeció—. Ahora tenemos que separarnos antes de que alguien nos descubra.
Ella asintió. Sabía que era cierto y que se había ausentado durante demasiado rato.
—¿Cuándo volveré a verte?
—No lo sé. Quizá después de tu boda. Tal vez nunca.
—¿Quizá?
Amelia se lo había preguntado infinidad de veces esa noche, pero seguía sin saber la respuesta. ¿Acaso él no comprendía lo importante que era poder sentirse tan viva junto a otro ser humano? No se había dado cuenta de que estaba dormida hasta que lo conoció.
—Sí. Ware puede darte cosas que yo nunca podré ofrecerte.
Ella estaba a punto de contestar cuando el pomo de la puerta se movió. Contuvo la respiración y se quedó inmóvil. Pero Montoya no.
Se alejó de ella con rapidez y volvió a esconderse entre las sombras de la esquina.
Tambaleándose, Amelia se apartó de la puerta cuando ésta se abrió tras ella. Luego se volvió para enfrentarse al entrometido.
—Milord —susurró, haciendo una reverencia.
Ware entró en la habitación frunciendo el cejo.
—¿Qué estás haciendo aquí? He registrado toda la casa buscándote. —La miró con cautela y apretó los dientes—. Tienes algo que decirme, ¿verdad?
Ella asintió y le tendió una mano temblorosa. Él se la cogió y la sacó de la habitación, deteniéndose antes un momento para echar un vistazo a la sala. Cuando decidió que todo estaba en orden, la alejó de Montoya y la arrastró en dirección a un futuro mucho menos ordenado que el que la aguardaba hacía sólo unos días.