La valla quedaba justo delante. Amelia corrió hacia ella después de asegurarse de que el guarda estaba lo bastante lejos como para no verla. Pero no se percató del hombre que estaba escondido detrás de un enorme árbol. Cuando la agarró con su brazo de acero y le tapó la boca con la mano, la joven gritó aterrorizada, pero sus gritos no consiguieron atravesar la cálida palma de su captor.
—Silencio —susurró Colin, empotrándola contra el árbol con su duro cuerpo.
Amelia lo golpeó con los puños. Tenía el corazón acelerado y estaba muy enfadada con él por haberla asustado.
—Estate quieta —le ordenó él, separándola del árbol para sacudirla mientras la miraba fijamente con sus ojos oscuros—. Siento haberte asustado, pero no me has dejado otra alternativa. No quieres verme, no quieres hablar conmigo…
Ella dejó de resistirse cuando Colin la abrazó con fuerza, y sintió la poderosa presencia de un cuerpo que le era completamente desconocido.
—Voy a retirar la mano. Guarda silencio o llamarás la atención de los vigilantes.
La soltó y se apartó muy rápido, como si de repente oliera mal o hubiera visto en ella algo desagradable. Pero Amelia enseguida extrañó el olor a caballo y el cuerpo de Colin.
La luz del sol se reflejaba en su pelo negro y sus atractivos rasgos. Odiaba que se le encogiera el estómago cada vez que lo veía y que le doliera el corazón hasta que por fin conseguía que le volviera a latir. Llevaba un jersey de color crudo y calzones marrones y tenía un aspecto muy varonil. Peligrosamente varonil.
—Quiero pedirte perdón.
Tenía la voz ronca y áspera.
Ella lo fulminó con la mirada.
Colin suspiró con fuerza y se pasó ambas manos por el pelo.
—Esa chica no significa nada para mí.
Entonces Amelia se dio cuenta de que no se estaba disculpando por haberla asustado.
—Qué bonito —contestó, incapaz de esconder su amargura—. Me siento aliviada de saber que lo que me rompió el corazón no significa nada para ti.
Él esbozó una mueca de dolor y le mostró sus manos castigadas por el trabajo.
—Amelia, tú no lo entiendes. Eres demasiado joven y demasiado inocente.
—Sí, bueno, ya has encontrado a otra más mayor y menos inocente para comprenderte. —Pasó caminando junto a él—. Yo he encontrado alguien mayor que me comprende a mí. Ahora ya estamos todos contentos, así que…
—¿Qué?
Se asustó al oír el grave tono de su voz y se le escapó un grito cuando la agarró con brusquedad.
—¿Quién? —Tenía el rostro tan tenso que Amelia se asustó de nuevo—. ¿Es ese chico que vive junto al arroyo? ¿Benny?
—¿A ti qué te importa? —le espetó—. Tú la tienes a ella.
—¿Por eso te has vestido así? —Su acalorada mirada le recorrió el cuerpo de arriba abajo—. ¿Por eso llevas el pelo recogido? ¿Para él?
Amelia había considerado que la ocasión lo merecía y se había puesto una de sus mejores prendas: un vestido azul marino estampado con flores rojas bordadas.
—¡Sí! Él no me ve como a una niña.
—¡Porque él es un niño! ¿Lo has besado? ¿Te ha tocado?
—Únicamente tiene un año menos que tú. —Levantó la barbilla—. Y es conde. Un caballero. A él nadie lo sorprendería haciéndole el amor a una chica detrás de una tienda de mala muerte.
—No estábamos haciendo el amor —replicó Colin, furioso, agarrándola de los brazos.
—Pues a mí me lo ha parecido.
—Porque no sabes nada.
Los dedos de Colin se pasearon por su piel con inquietud, como si no pudiera soportar tocarla, pero tampoco pudiera resistirse a hacerlo.
—Y ¿se supone que tú sí?
Él apretó los dientes en respuesta a sus burlas.
¡Oh, cómo le dolió aquello! Saber que Colin amaba a otra mujer. Su Colin.
—¿Por qué estamos hablando de esto? —Amelia intentó soltarse, pero no pudo. Él la agarraba con mucha fuerza. Pero ella necesitaba alejarse. No podía respirar cuando la tocaba, a duras penas conseguía pensar. Sólo el dolor y una profunda pena conseguían atravesar sus abrumados sentidos—. Ya me he olvidado de ti, Colin. Me he apartado de tu camino. ¿Por qué tienes que venir a molestarme otra vez?
Él le pasó una mano por debajo del pelo, sobre la nuca, y la atrajo un poco más hacia sí. Tenía el torso pegado a ella y le subía y bajaba con agitación. El contacto le provocó unas sensaciones muy extrañas en los pechos, que se le hincharon y empezaron a dolerle. Dejó de forcejear; le preocupaban las posibles reacciones de su cuerpo si seguía por ese camino.
—Te vi la cara —le dijo Colin con brusquedad—. Te hice daño. No pretendía lastimarte.
Las lágrimas asomaron a los ojos de ella, que parpadeó deprisa, decidida a evitar que resbalaran por sus mejillas.
—Amelia. —Posó la mejilla contra la suya y le habló con voz apesadumbrada—: No llores. No puedo soportarlo.
—Pues entonces suéltame y aléjate de mí. —Tragó con fuerza—. Mejor aún, quizá puedas encontrar algún empleo mejor en otro sitio. Eres buen trabajador…
Colin le rodeó la cintura con la otra mano.
—¿Me echarías?
—Sí —susurró, agarrándolo del jersey—. Sí, lo haría.
Haría cualquier cosa para evitar verlo con otra chica.
Él frotó la cara contra la suya con fuerza.
—Un conde… Tiene que ser lord Ware. Maldito sea.
—Es bueno conmigo. Hablamos mucho y sonríe cuando me ve. Hoy me va a dar mi primer beso. Y yo…
—¡No! —Colin se apartó de ella. Sus iris habían desaparecido tragados por las pupilas, lo que los convirtió en negras lagunas atormentadas—. Es posible que él consiga todo lo que yo no tendré nunca, incluida tú. Pero por Dios que no pienso dejar que me arrebate también eso.
—¿Qué…?
Entonces Colin se apoderó de su boca. La sorprendió tanto que ni siquiera se pudo mover. Amelia era incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. No sabía por qué se estaba comportando de esa forma, por qué se acercaba a ella en ese momento, precisamente ese día, y tampoco entendía que la besara como si se muriera por descubrir su sabor.
Colin ladeó la cabeza para que sus labios encajaran mejor, mientras le presionaba la mandíbula suavemente con los pulgares y la animaba a abrir la boca. Ella se estremeció con violencia, ahogándose en aquella acalorada marea de deseo; tenía miedo de estar soñando o de haber perdido la cabeza. Abrió la boca y se le escapó un gemido cuando la lengua de Colin, suave como el terciopelo, se coló en su interior.
Entonces dejó de respirar. Estaba asustada. Y él empezó a musitar, su querido Colin le susurraba mientras le acariciaba las mejillas con suavidad.
—Déjame —le murmuró—. Confía en mí.
Amelia se puso de puntillas y deslizó los dedos por sus sedosos rizos. No tenía experiencia y lo único que podía hacer era seguir su ejemplo, mientras dejaba que le devorara la boca con delicadeza y ella le rozaba la lengua con indecisión.
Colin gimió y de sus labios salió un sonido cargado de apetito y de necesidad. Luego la cogió por detrás de la cabeza y se la ladeó para profundizar el beso. La conexión era cada vez más intensa y la respuesta de Amelia más ardiente. El hormigueo que le recorrió la piel dejó a su paso un rastro de carne de gallina, mientras en la boca de su estómago crecían la necesidad, la temeridad y una ardiente esperanza.
Colin le deslizó una mano por la espalda hasta agarrarla de las nalgas para presionarla con más fuerza contra su cuerpo. Cuando notó la dura cresta de su excitación, Amelia sintió que un profundo dolor florecía en su interior.
—Amelia… preciosa. —Los labios de Colin recorrieron su cara y, con cada beso, fueron borrando las lágrimas que encontraba a su paso—. No deberíamos estar haciendo esto.
Pero siguió besándola y besándola y frotando la pelvis contra la suya.
—Te quiero —jadeó ella—. Te quiero desde hace tanto tiempo que…
Él la cortó, posando los labios sobre los suyos. Su pasión empezó a aumentar y deslizó las manos por su espalda y por sus brazos. Cuando se dio cuenta de que Amelia no podía respirar, se apartó un poco.
—Dime que me quieres —le suplicó ella con la respiración acelerada—. Tienes que hacerlo. Oh, Dios, Colin… —Frotó su cara llena de lágrimas contra la suya—. Has sido tan cruel y tan mezquino…
—No puedo tenerte. Tú no deberías desearme. No podemos…
Se apartó, soltando un salvaje juramento.
—Eres demasiado joven para que te toque de esta forma. No. No digas nada más, Amelia. Soy un sirviente. Siempre seré un sirviente y tú siempre serás la hija de un vizconde.
Ella se rodeó con los brazos. Le temblaba todo el cuerpo como si estuviera helada en lugar de ardiendo. Tenía la piel tensa y los labios hinchados y palpitantes.
—Pero tú me quieres, ¿no? —le preguntó con voz temblorosa, a pesar de lo mucho que se estaba esforzando por ser fuerte.
—No me lo preguntes.
—¿Ni siquiera puedes concederme eso? Si de todos modos no podré tenerte, si nunca vas a ser mío, ¿no puedes por lo menos decirme que tu corazón me pertenece?
Él rugió.
—Pensaba que era mejor que me odiaras. —Alzó la cabeza hacia el cielo, con los ojos cerrados—. Creía que dejaría de soñar si conseguía que me odiaras.
—Soñar ¿con qué?
Amelia se olvidó de toda precaución y se acercó a él para deslizar los dedos por debajo de su jersey y acariciar los duros músculos de su abdomen.
Él la cogió de la muñeca y la fulminó con la mirada.
—No me toques.
—¿Tus sueños son los mismos que los míos? —le preguntó con suavidad—. ¿En ellos me besas como lo has hecho hace un momento y me dices que me quieres más que a nada en el mundo?
—No —contestó—. No son dulces, románticos y femeninos. Son los sueños de un hombre, Amelia.
—¿Cómo lo que le estabas haciendo a aquella chica? —Le empezó a temblar el labio inferior y se lo mordió para esconder el delator movimiento. Volvieron a su mente aquellos dolorosos recuerdos, que se sumaron a la agitación provocada por los desconocidos apetitos de su cuerpo y las suplicantes demandas de su corazón—. ¿También sueñas con ella?
Colin la volvió a coger de la muñeca.
—Jamás.
La besó. Con menos presión y urgencia que antes, pero no por ello con menos pasión. Sus labios, tan suaves como las alas de una mariposa, rozaron los de Amelia, deslizó la lengua en su boca y luego la sacó. Fue un beso respetuoso y el solitario corazón de ella lo absorbió como la tierra del desierto se bebe la lluvia.
Luego le cogió la cara con las manos y le susurró:
—Esto es hacer el amor, Amelia.
—Dime por qué a ella no la besas así —gimió con suavidad, clavándole las uñas en la espalda por encima del jersey.
—Yo no beso a nadie. Nunca lo he hecho. —Posó la frente sobre la suya—. Sólo a ti. Siempre has sido sólo tú.
Amelia se despertó con un violento sobresalto y el corazón acelerado debido a los vestigios de la pasión adolescente y la melancolía. Echó las sábanas a un lado, se sentó y dejó que la fresca brisa nocturna atravesara su fino camisón y acariciara su piel sudada. Se llevó los temblorosos dedos a los labios y se los presionó con fuerza para borrar el hormigueo.
El sueño había sido muy real. Le parecía que aún podía percibir el sabor de Colin, aquel embriagador gusto exótico que tanto seguía ansiando. Hacía muchos años que no la asaltaban esos recuerdos. Pensaba que por fin habían empezado a desaparecer, que quizá se estuviera curando. Por fin.
¿Por qué ahora? ¿Sería porque había accedido a seguir adelante con la boda? ¿Se estaría rebelando el recuerdo de Colin para exigirle que no dejara de lado al que fue el amor de su vida?
Cerró los ojos y vio una máscara blanca por encima de unos labios vergonzosamente sensuales.
Montoya.
Su beso también le había provocado un hormigueo. De pies a cabeza y en todas las zonas intermedias.
Tenía que dar con él. Iba a encontrarlo.
—¿Qué pone?
Colin volvió a doblar la carta con cuidado y la metió en uno de los cajones de su escritorio. Miró a Jacques.
—Cree que Cartland lidera un grupo de hombres aquí, en Inglaterra.
—No querrá que vuelvas con vida.
Jacques se acercó a la ventana y la abrió para mirar el camino de acceso.
La casa que ocupaban en Londres era una propiedad en alquiler que estaba en buen estado. Se hallaba a poca distancia de la ciudad, lo bastante cerca como para resultar conveniente, pero lo suficientemente lejos como para garantizar que nadie los encontraría. La distancia también les daba la oportunidad de advertir si alguien los seguía, cosa que a Colin ya le había ocurrido la noche que bailó con Amelia y después la besó.
—Es mejor que te quedes en casa durante el día —dijo Jacques, volviéndose de nuevo hacia él—. Te persigue todo el mundo.
Colin negó con la cabeza, cerró los ojos y se recostó en el respaldo del sillón.
—Fue una torpeza por mi parte ir a buscarla de esa forma. Ahora he atraído la atención de St. John y ese hombre no descansará hasta que sepa por qué mostré tanto interés por ella.
—Es una mujer muy hermosa —comentó Jacques, reflejando en su tono de voz esa cualidad innata de los franceses para apreciar las cosas bellas.
—Sí que lo es.
Era mucho más que hermosa. Cielo santo, ¿cómo era posible que existiera una mujer tan perfecta? Tenía unos impactantes ojos verdes rodeados por pestañas negras. Una boca hecha para besarla. La piel cremosa y las curvas de una mujer. Y todo ello con aquel aire de latente sensualidad que a él siempre le había resultado fascinante.
Tenía que admitir que había asistido al baile con la esperanza de no sentirse atraído por ella cuando volviera a verla. Pensaba que tal vez la ausencia le había ablandado demasiado el corazón. Quizá hubiera idealizado su imagen al recordarla en la distancia.
—Pero ése no es el motivo por el que la amas —murmuró Jacques.
—No —convino Colin—. No lo es.
—No es muy común encontrar a una mujer con tal anhelo en su alma. A pesar de que yo la observé tanto como tú, no advirtió mi interés, sólo el tuyo.
Colin sabía que eso lo había provocado él. Desde donde estaba únicamente podía verla de perfil, lo que aumentó sus ganas de observarla de frente. «Mírame —la animaba en silencio—. ¡Mírame!»
Y al final ella lo hizo. Fue incapaz de resistirse a aquella insistente persecución.
Su mirada lo atravesó en un instante, recorrió la distancia que había entre ellos y se le clavó directamente en el corazón. Él sintió ese anhelo del que hablaba Jacques. Y percibirlo estimuló en él la primitiva necesidad de proporcionarle lo que deseara. Cualquier cosa que ella quisiera.
—Tú podrías arrebatársela a ese otro hombre —comentó su amigo.
Colin también lo sabía. Sintió la indecisión de ella mientras bailaban y también cuando se besaron.
—¡Ojalá no hubiera seguido a Cartland aquella noche! —murmuró Colin, sintiendo cómo la frustración crecía en su interior—. Ahora todo sería distinto.
Ella estaría en su cama, contoneándose y arqueándose bajo su cuerpo mientras él la embestía con fuerza e intensidad, despertando a la licenciosa mujer que sabía que Amelia escondía bajo la superficie. En su mente podía oír su voz, ronca de tanto gritar su nombre, y veía su sedosa piel recubierta de una fina capa de sudor.
Colin le haría el amor hasta que ella perdiera la razón y llevaría su cuerpo a lugares a los que ni siquiera sabía que se pudiese llegar.
—Los cambios en nuestras vidas ocurren por algún motivo —dijo Jacques, volviendo al escritorio y sentándose delante de él—. Yo podría haber vivido toda mi vida en Francia y, sin embargo, estaba destinado a seguirte hasta aquí.
Colin alejó las imágenes lascivas de sus pensamientos y abrió los ojos.
—Eres un buen hombre, Jacques. Mírate, estás dispuesto a cumplir con tu deber hasta el final y mantenerte fiel a un hombre muerto.
—Monsieur Leroux le salvó la vida a mi hermana y, al hacerlo, le salvó también la vida a mi sobrina —expuso en voz baja—. No puedo seguir como si nada, sabiendo que su asesino no ha pagado por el crimen.
—Y ¿cómo podemos hacerlo?
El francés sonrió y sus duros rasgos irradiaron calidez.
—A mí me gustaría matarlo, pero eso te pondría a ti en evidente desventaja. Conmigo como único testigo, te podría resultar extremadamente difícil demostrar tu inocencia.
Colin no respondió. Jacques ya lo había ayudado mucho más de lo que tenía derecho a pedirle.
—Así que tenemos que conseguir que confiese —prosiguió su amigo, encogiéndose de hombros—. Y yo intentaré obtener todo el placer que pueda, haciendo lo que sea necesario para sonsacarle esa confesión.
Colin asintió y miró por la ventana. Ya hacía varias horas que había caído la noche. Pronto podría salir a investigar para encontrar a Cartland, antes de que éste lo encontrara a él. Pero primero tenía que descansar un poco.
—Me voy a retirar un rato. Luego saldré a ver qué puedo averiguar. Estoy seguro de que en alguna parte tiene que haber alguien con la lengua suelta. Sólo tengo que encontrarlo.
—Quizá pudieras ponerte en contacto con el hombre para el que trabajaste cuando vivías aquí —le sugirió Jacques con cautela—. El superior de Quinn.
Colin no conocía a lord Eddington personalmente. Nunca se habían encontrado en persona, ni siquiera se habían escrito. Todas las comunicaciones pasaban por Quinn y, por lo que Colin sabía, Eddington no conocía las identidades de los hombres que trabajaban bajo el mando de aquél. No había ninguna forma de demostrar que era un confidente.
—No, eso no es posible —contestó con pesar—. No nos conocemos.
El francés parpadeó. Estaba tan sorprendido por sus palabras, que se dirigió a él en su propia lengua:
—Vraiment?
—En serio.
—Entonces debemos olvidarnos de esa alternativa.
—Sí. Por desgracia así es. —Se puso de pie—. Seguiremos hablando cuando me despierte.
Jacques inclinó la cabeza en señal de asentimiento y esperó a que Colin abandonara la habitación. Luego se acercó al escritorio y sacó la máscara blanca de un cajón.
Su amigo no iba a asistir a ninguna fiesta ni a ningún baile de máscaras, por lo que el hecho de que conservara el antifaz delataba el valor sentimental que tenía para él. Jacques lo había visto en compañía de la señorita Benbridge y sabía lo mucho que esa mujer significaba para él.
Así que se propuso vigilarla siempre que pudiera y mantenerla a salvo si le era posible. Si Dios estaba de su parte, lograría acabar aquel trabajo, Cartland recibiría su merecido y Colin conseguiría a la mujer que tanto amaba.
Amelia había aprendido a relacionarse con gigantes desde niña.
Aunque por aquel entonces los gigantes eran imaginarios y el hombre que tenía delante, en cambio, era completamente real. Pero ella sabía que pertenecía a la misma clase de gigantes que habitaban en su mente: un ser simpático y amable, oculto bajo un áspero y formidable aspecto.
—¡Eso es chantaje! —gritó Tim por encima de ella.
Amelia se llevó la mano a la nuca para frotarse el dolor que le había causado mirar hacia arriba durante tanto rato.
—No —negó—. En realidad no lo es. El chantaje sólo te da una alternativa y yo te estoy ofreciendo varias.
—No me gustan las que me ofreces.
Tim cruzó sus enormes brazos por encima de su impresionante pecho.
—No puedo culparte. A mí tampoco me gustan mucho.
Amelia se acercó al asiento acolchado que había junto a la ventana. El salón familiar del primer piso estaba lleno de gente, todos empleados de St. John. Algunos jugaban a cartas, otros hablaban y se reían y otros, a pesar del bullicio, dormitaban en sus asientos, exhaustos después de hacer recados durante todo el día.
—Habría sido mucho más fácil para todo el mundo si ese hombre hubiera planteado claramente sus intenciones. —Amelia sacudió sus faldas de tafetán amarillo y se sentó lo más cómoda que pudo, a pesar de las restricciones de su vestido de noche—. Pero no lo hizo, y eso nos obliga a adivinarlas. A mí no se me dan bien las adivinanzas, Tim. No tengo la paciencia suficiente.
El gigante resopló y frunció el cejo.
—¿No tienes otra cosa en la que pensar? ¿Vestidos de boda y cosas así?
—No. La verdad es que no.
Tendría que estar consumida por los planes de su inminente enlace, no debería tener tiempo para otra cosa desde que se despertaba hasta que se iba a dormir. Era la boda más esperada de la Temporada y si jugaba bien sus cartas podría significar un maravilloso trampolín para su nueva posición como futura marquesa.
Sin embargo, estaba perdida en los pensamientos sobre su admirador enmascarado. Amelia era muy tenaz cuando se sentía intrigada y se había dicho a sí misma que hasta que no consiguiera descubrir los motivos de aquel hombre, no sería libre para concentrarse en asuntos más importantes.
Eran nervios prenupciales. La necesidad de sucumbir a un último pecadito. La despedida de los caprichos de la infancia.
Negó con la cabeza. Había inventado cien motivos por los que creía que estaba tan pendiente del enmascarado Montoya, pero era incapaz de señalar con seguridad cuál era la verdadera razón de su interés.
—Bueno, pues no vas a investigar nada —rugió Tim—. No mientras estés bajo mi vigilancia.
—Está bien —convino ella en tono agradable—. Tú sólo infórmame cuando lo encuentres.
—No.
Tim apretó la mandíbula con obstinación. Sabía muy bien que la inquietud que demostraba por ella se debía al afecto que le tenía. Aquella noche llevaba unos pantalones de lana verde y un chaleco negro con bordados del mismo color. Era el conjunto más colorido que Amelia le había visto llevar en toda su vida. Se había trenzado el áspero pelo gris y tenía la perilla muy bien arreglada.
Amelia lo adoraba por esforzarse tanto. Quería que ella se sintiera orgullosa de él mientras la seguía por el baile de los Rothschild aquella noche. Tim no asistiría a la fiesta, por supuesto, sólo la observaría desde fuera. Y, sin embargo, se había molestado en cuidar su apariencia.
El cariño que Amelia le tenía era incondicional.
—Está bien —dijo ella finalmente, dejando escapar un dramático suspiro—. Lo buscaré yo misma, pero como estás obligado a ser mi niñera, te arrastraré conmigo.
Tim rugió y varias cabezas se volvieron en su dirección.
—De acuerdo —masculló finalmente—. Te informaré del cuándo, pero no pienso decirte ni dónde ni cómo. Y deberías irte olvidando de ese hombre. Te aseguro que nunca volverá a molestarte.
—Estupendo.
Amelia dio unas palmaditas en el asiento vacío que había a su lado y evitó seguir hablando del tema. Sabía que conseguiría ver de nuevo a Montoya, los dos solos. Tanto si él ya era prisionero de St. John como si seguía libre. Tenía que verlo. Había algo en su interior que no la dejaba olvidarse del asunto.
—Háblame de Sarah. ¿Cuándo la vas a convertir en una mujer respetable?
El suelo vibró bajo los pesados pasos de Tim y, cuando se sentó, el asiento crujió protestando. Amelia sonrió.
—¿Tu madre era una mujer robusta?
La sonrisa de Tim era contagiosa.
—No. Era minúscula, pero por aquel entonces yo también lo era.
Ella se rio y él se sonrojó, así que Amelia cambió de tema.
—En cuanto a Sarah…
Sarah era la doncella de toda la vida de Maria, un ejemplo de discreción y lealtad. Tim llevaba años sintiendo algo por ella y, sin embargo, no parecía que hubieran dado ningún paso hacia el altar.
—No quiere aceptarme —contestó con aire sombrío.
Amelia parpadeó.
—¿Por qué no?
—Opina que mi trabajo es demasiado peligroso. No quiere ser una mujer viuda con hijos a los que alimentar. Dice que eso sería demasiado duro.
—Oh. —Amelia frunció el cejo—. Si tengo que ser sincera, debo confesar que no lo entiendo. El amor es demasiado precioso para dejarlo escapar esperando el momento perfecto, el lugar ideal… A veces eso nunca ocurre y uno desperdicia la poca felicidad de la que podría haber disfrutado.
Tim la miró fijamente.
—No me subestimes sólo porque soy joven —lo regañó ella.
—Es imposible que la vida te haya derribado tan pronto.
—Bueno, ya me ha obligado a vivir cautiva mucho tiempo y me ha negado las cosas que más deseaba.
—No es lo mismo ver algo en un escaparate que tenerlo en la mano y que te lo quiten. —La mirada de Tim era amable—. Deja de lamentar la pérdida de tu mozo. El conde es un buen hombre, no puedes cerrar los ojos a todo esto. —E hizo un gesto con el brazo abarcando toda la habitación.
Amelia suspiró.
—Lo sé. Y lo quiero. Pero no es lo mismo.
—Si el gitano hubiera vivido, al final te habrías cansado de él.
—No lo creo —replicó ella, viendo una clarísima imagen de Colin en su mente.
Cuando se reía, sus ojos oscuros se iluminaban de alegría y afecto. Después la pasión le daba un aspecto acalorado e intenso. En realidad sólo llegaron a darse unos besos, pero el ardor estaba allí. La necesidad. La certeza de que ese sentimiento crecería hasta adquirir un brillo cegador que llegaría a ser insoportable.
Pero todas esas expectativas se habían quedado atrapadas en ella. Insatisfechas. Inexploradas.
Hasta que Montoya la besó.
Cuando lo hizo, la misma emoción volvió a arder en su interior. Únicamente fue un instante, pero duró lo suficiente como para resucitar esas sensaciones que llevaban tanto tiempo dormidas. Y eso era lo que Amelia no podía explicar. A nadie, ni siquiera a sí misma. Pensó en las cosas que ambas atracciones tenían en común. Le resultó bastante alarmante darse cuenta de que se sentía atraída por lo prohibido. Por lo que no podía tener. Por lo que no debía tener.
Por debajo de las voluminosas capas de su falda, tocó lo que llevaba en el bolsillo, con la loca esperanza de que quizá volviera a ver a Montoya.
—El conde de Ware viene a visitarla —anunció el mayordomo desde la puerta.
Tim se levantó y le tendió la mano.
—Es un buen hombre —le repitió.
Amelia asintió, soltó lo que tenía en su bolsillo y posó la mano en la palma del gigante.
Un hombre con un antifaz blanco la estaba siguiendo.
La máscara era la misma, pero el que la llevaba era otro. Más bajo y fornido que el conde. Y aunque su ropa era tan austera como la de éste, se veía que era de una calidad inferior.
¿Quién era? Y ¿por qué parecía tener tanto interés en ella?
Amelia estaba decepcionada, pero tenía la esperanza de disimularlo. Aunque ya había pensado que Montoya se podía haber acercado a ella por otra causa que no tuviera nada que ver con una posible atracción, finalmente había decidido creer que sus motivos eran personales. La tristeza que él sentía por la pérdida de su amada se parecía tanto a lo que había vivido ella… Había sentido una conexión con ese hombre que hasta entonces sólo había sentido con Ware y con Colin.
¿Habría sido todo una mentira?
De repente se sintió sola y muy ingenua. El salón de baile estaba lleno de gente, el conde de Ware, de cuyo brazo iba, era un hombre encantador y estaba entregado a ella. En ese momento, alguien le estaba hablando, pero Amelia se sentía como si fuera una isla en medio de la inmensidad del mar.
—¿Estás bien? —le susurró Ware.
Ella negó con la cabeza y trató de apartar la vista del hombre del antifaz blanco, pero no lo consiguió. Se regañó en silencio por seguir buscando a Montoya. Si no lo estuviera haciendo, podría haber conservado la fantasía del interés de él por ella. Pero ahora que había desaparecido, Amelia se sentía totalmente perdida.
—¿Damos un paseo? —le propuso Ware, acercándose a ella de una forma tan íntima que sólo se podía percibir como aceptable gracias a la sonrisa que acompañaba el gesto y, guiñando un ojo hacia el hombre que estaba hablando con ellos, añadió—: A mí también me está dando sueño el discurso de lord Reginald.
Amelia se esforzó por sonreír, pero únicamente le salió una mueca. Apartó la vista del hombre enmascarado que la observaba con tanta atención y miró los preocupados ojos azules de Ware.
—Me encantaría, milord.
Él se excusó con sus interlocutores y empezó a abrirse camino entre los invitados. Como siempre que la protegía, a Amelia se le llenó el corazón de gratitud. Esperaba que ese sentimiento se convirtiera en amor y pensaba que quizá ocurriría cuando consumaran el matrimonio. Estaba convencida de que Ware también cuidaría de ella en ese sentido.
Amelia lo miró y él le sostuvo la mirada.
—Todo lo que hago por ti, querida Amelia, lo hago por las escasas ocasiones en que me miras como lo estás haciendo ahora.
Ella se sonrojó y apartó la mirada. Vio que el hombre de la máscara se movía y rodeaba la sala al mismo paso que lo hacían ellos, pero manteniéndose deliberadamente lejos.
—¿Me disculpas un momento? —le preguntó a Ware sonriendo.
—Sólo un momento.
Entonces pasó una mujer junto a ellos que, sin disimulo, deslizó la mirada por la alta figura de Ware.
—Eres un diablo provocador —bromeó Amelia.
Él le guiñó un ojo, dio un paso atrás y le besó la mano enguantada.
—Sólo para ti.
Ella puso los ojos en blanco ante su descarado comentario y luego se retiró en dirección al pasillo que conducía a las salas de descanso. Se tomó su tiempo para asegurarse de que resultara fácil seguirla y luego se internó en el vestíbulo. Había muchos invitados charlando allí, desde donde se oían perfectamente las notas de la música que escapaba del salón de baile. La luz de las velas brillaba en los candelabros dispuestos en las paredes y Amelia se sentía a salvo.
Inspiró hondo, giró sobre sus talones y se enfrentó al enmascarado.
El desconocido se quedó a unos metros. Ella arqueó una ceja y le hizo un gesto para que se acercara. Él sonrió y lo hizo, pero deteniéndose a una discreta distancia.
—Su antifaz… —empezó a decir Amelia.
—El antifaz de él —la corrigió el hombre, con un evidente acento francés.
—¿Por qué? ¿Es en mí en quien él está interesado o en St. John?
—No sé quién es St. John.
Amelia vaciló un momento, cuestionándose la sensatez de sus propias acciones y luego rebuscó en su bolsillo. Sacó lo que tenía allí guardado y se lo tendió al desconocido.
Él ladeó la cabeza, cogió lo que le daba y luego le hizo una galante reverencia.
—Mademoiselle.
—Déselo a él —dijo. Luego levantó la barbilla y pasó por su lado para volver junto a Ware.