3

Francia. Un mes antes

Bueno —dijo Simon, soltando el tenedor—, ha llegado la hora.

—Así es.

Y según las estimaciones de Colin Mitchell, no se había adelantado ni un solo día. Llevaba años esperando ese momento. Y ahora que por fin había llegado, casi le resultaba imposible sentarse a la mesa para cenar. En cuestión de horas se embarcaría camino de Inglaterra, en dirección al amor de su vida. Ya estaba deseando estar allí. Con ella.

A su alrededor la gente se divertía entregada a una gran fiesta. A pesar de haber sido criado en un bullicioso campamento gitano, Colin prefería las noches tranquilas. Era Quinn quien buscaba esos ambientes tan ruidosos. Afirmaba que el jaleo imposibilitaba que nadie pudiera escuchar lo que decían y confirmaba su estudiada actitud de hastío y despreocupación, pero Colin sospechaba que su inclinación tenía motivos completamente diferentes. Quinn no era un hombre feliz y le resultaba más sencillo fingir alegría cuando estaba rodeado de animación.

Aun así, Colin toleraba mejor que la mayoría esa clase de ambiente. El local estaba limpio y bien iluminado, y la comida era deliciosa. De las vigas de madera pendían tres enormes lámparas de araña y en el aire flotaba el aroma de distintos apetecibles platos, mezclados con los perfumes de las numerosas y sensuales camareras del local. Las risas estridentes y la gran cantidad de conversaciones luchaban por hacerse oír por encima de la orquestra, que tocaba frenéticamente en la esquina más alejada, cosa que a ellos les proporcionaba una privacidad relativa entre el estruendo: sólo eran dos hombres elegantes, disfrutando de una cena.

—Pensaba que ya habías superado los sentimientos que albergabas por Amelia —comentó Quinn con cierto acento irlandés. Se llevó el vaso de vino a los labios y observó cuidadosamente a Colin por encima del borde del mismo—. Has cambiado mucho. Ya no tienes nada que ver con el joven que llegó preguntando por ella hace ya tantos años.

—Eso es cierto.

Colin sabía que Quinn no quería que se marchara. Era un miembro demasiado valioso de su equipo. Se podía transformar en cualquiera donde quisiera. Los hombres confiaban en él y las mujeres lo encontraban irresistible. Como perceptivas criaturas que eran, todas se daban cuenta enseguida de que su corazón tenía dueña, y eso las empujaba a luchar por él con más intensidad.

—Pero ésa es la única parte de mí que no ha cambiado.

—Quizá ella sí haya cambiado. Cuando la dejaste sólo era una niña.

—Cambió mientras aún la trataba. —Se encogió de hombros—. Y sólo sirvió para que la quisiera más si cabe.

¿Cómo podía explicarle todas las facetas que había visto en Amelia durante aquellos años?

—¿Qué clase de encanto posee esa chica que te tiene tan esclavizado? La condesa te adora y, sin embargo, para ti no es más que una diversión.

Colin sonrió cuando le vino a la cabeza la imagen de la encantadora Francesca.

—Igual que yo para ella. La condesa disfruta del juego. Le gusta no saber quién aparecerá en su puerta o bajo qué disfraz me ocultaré. Yo satisfago sus inclinaciones temerarias, pero sólo se limitan al dormitorio. Es demasiado orgullosa como para aceptar que un hombre con mis orígenes pudiera tener un papel distinto al que desempeño en su vida.

En una ocasión, mientras estaba investigando para Quinn en un baile, alguien persiguió a Colin, que se ocultó en la primera habitación abierta que encontró. Dentro halló a Francesca, que se estaba retocando y dándose un respiro de la multitud. Él le hizo una reverencia, sonrió y empezó a quitarse la peluca y la ropa para darle la vuelta. A la condesa le resultó muy entretenido presenciar cómo dejaba de ser un hombre de pelo blanco vestido de negro para convertirse en un sinvergüenza moreno y sin peluca, ataviado en tonos marfileños. La dama aceptó formar parte de su artimaña y salió al pasillo cogida de su brazo, cosa que consiguió confundir de un modo muy eficaz a los dos hombres que se tropezaron con ellos mientras lo buscaban.

Francesca se lo llevó a su cama aquella misma noche y había conseguido retenerlo allí durante los últimos dos años. Nunca se preocupaba cuando su trabajo lo alejaba de ella durante semanas o incluso meses. La suya era una aventura de conveniencia y acuerdo mutuo.

«A veces envidio a la mujer que te robó el corazón», le dijo en una ocasión.

Colin enseguida se obligó a pensar en otra cosa. No podía soportar pensar en Amelia cuando estaba con otra mujer. Sentía que la estaba traicionando y sabía por experiencia que Amelia se sentiría muy herida.

—Amelia tiene para mí el mismo encanto que su hermana tiene para ti —dijo Colin, mirando a los ojos a un sorprendido Quinn—. Quizá si consiguieras explicarme lo que aún sientes por Maria, eso ayudaría a responder tus preguntas acerca de mis sentimientos por Amelia.

El irlandés esbozó una sonrisa irónica.

—Tú ganas. ¿Irás a su encuentro como Colin Mitchell o utilizarás alguno de tus otros alias?

Colin suspiró y observó a los demás comensales del salón y a las simpáticas camareras que los servían. Para Amelia, él formaba parte del pasado, para ser exactos era una parte muerta de su pasado. Era un amigo de la infancia que se había convertido en un joven que la amaba con cada fibra de su ser. Ella lo amó de la misma forma, con la misma salvaje, absoluta y descontrolada pasión adolescente. Él intentó mantener las distancias, se esforzó por alejarla y convencerse de que los dos acabarían superando aquellas aspiraciones imposibles. Colin era un gitano que trabajaba como mozo de cuadra para su padre, no había ninguna posibilidad de que pudieran tener un futuro juntos.

Pero al final fue incapaz de mantenerse lejos de ella. El padre de Amelia, el vizconde Welton, resultó ser la peor clase de monstruo. Utilizó la seguridad de Amelia para coaccionar a la hermana de la chica, la increíblemente bella Maria, y lograr que ésta contrajera matrimonio con nobles con deseos de casarse, a los que después el vizconde asesinaba para poder hacerse con los bienes de su hija viuda. Y cuando las maquinaciones de Welton pusieron en peligro a Amelia, Colin trató de rescatarla mediante una maniobra arriesgada durante la que recibió un disparo. Lo dieron por muerto.

¿Cómo conseguiría regresar de la tumba? Y cuando lo lograra, ¿cómo sabía que ella lo aceptaría de nuevo en su vida y le dejaría ocupar el lugar de amante esposo al que aspiraba?

—Si consigo que me acepte, se convertirá en la condesa Montoya —dijo, refiriéndose al título que había inventado especialmente para Amelia.

Durante todos aquellos años Colin había construido y fortalecido las raíces de su fachada aristocrática; había comprado propiedades y se había enriquecido con ese disfraz. No pensaba permitir que Amelia se casara con el ordinario Colin Mitchell. Ella se merecía algo mejor.

—Aunque quizá sea esa conexión que tiene con Colin lo que me ayude a ganar su corazón.

—Te voy a echar de menos —confesó Quinn, mirándolo pensativo con sus ojos azules—. Si tengo que ser sincero, aún no sé cómo me las voy a arreglar sin ti.

Quinn había sido reclutado por los agentes de la Corona de Inglaterra para manejar asuntos tan delicados que otros agentes no estaban dispuestos a aceptarlos. No tenía reconocimiento oficial, igual que Colin, cosa que los liberaba de las restricciones con las que trabajaban otros agentes. Y, como recompensa por sus esfuerzos anónimos, tenían permiso para quedarse con gran parte de los botines, cosa que los había convertido en hombres excepcionalmente ricos.

—Seguro que encuentras la forma de salir a flote —dijo Colin sonriendo—. Siempre lo haces. Aún tienes a Cartland. En muchos sentidos, es más hábil que yo. Puede rastrear mejor que un sabueso. Si se pierde algo, él es el más indicado para encontrarlo.

—Cartland me preocupa.

Quinn apoyó los codos sobre los labrados reposabrazos de su silla y entrelazó los dedos.

—¿Ah, sí? Nunca me lo habías dicho.

—Porque trabajabas para mí. Ahora puedo hablarte como a un amigo con el que comparto un pasado común.

La lógica de esa afirmación le resultó a Colin un tanto extraña, pero le siguió el juego.

—Y ¿qué es lo que te preocupa?

—Tengo la sensación de que muere mucha gente a su alrededor.

—Pensaba que eso formaba parte del trato.

—Ocasionalmente —admitió Quinn—. Pero ese hombre carece del remordimiento que muchos otros demuestran después de quitar una vida.

—Te refieres a los que siento yo —replicó Colin con ironía.

Quinn sonrió y eso llamó la atención de una mujer que estaba sentada a la mesa de al lado. Su sonrisa dejó de ser divertida para tornarse seductora. Colin volvió la cara para ocultar una carcajada. Lo sorprendía mucho que un hombre tan atractivo pudiera esconder tan bien su modo de vida.

—Tú nunca disfrutaste de esa parte del trabajo —prosiguió Quinn.

Colin levantó su copa parodiando un brindis y luego se bebió el vino de un solo trago.

—Me daba miedo que las vidas que me llevaba se quedaran pegadas a mí de alguna forma, como si creyera que pudieran contaminarme y estropearme para Amelia.

—Qué romántico —se burló Quinn sin malevolencia—. Una de las cualidades que más admiraba en Maria era su capacidad para vivir en los bajos fondos. Yo no podría vivir con una mujer finolis. Me cansaría muy rápido del peso de esa fachada.

—Estás asumiendo que el hombre que está sentado ante ti en este momento es el Colin real y que el hombre que se muere por Amelia es la fachada. Quizá lo verdadero sea lo contrario.

Quinn entornó los ojos.

—Entonces será mejor que mantengas el ardid un poco más.

Colin se puso tenso, dejó la copa vacía en la mesa y escuchó con atención.

—¿Qué quieres?

Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por Quinn, pero la repentina aparición del peligro lo puso en alerta. Tenía las maletas hechas y lo esperaban en el barco. En cuestión de horas se haría a la mar y comenzaría su verdadera vida, la que había interrumpido hacía seis años para convertirse en un hombre rico. Un hombre con un título, prestigio y dinero. Un hombre digno de Amelia Benbridge.

—Me han informado de que Cartland se reúne a menudo con confidentes de la agencia Talleyrand-Périgord.

Colin dejó escapar un silbido.

—Cartland es uno de los hombres más despiadados que he conocido nunca.

—Por eso me preocupa que se relacione con una agencia igual de desalmada que él. Quiero registrar sus aposentos esta misma noche —explicó Quinn—. Tengo que hacerlo mientras tú sigues aquí, para así garantizar mi seguridad. Sólo necesito que lo entretengas si ves que tiene intenciones de retirarse pronto.

—Teniendo en cuenta que él sabe que me marcho al alba, creo que le resultaría un poco sospechoso que tratase de entretenerlo.

—Sé discreto. Lo más probable es que no te plantee ningún problema. No es un hombre conocido por pasar las noches en casa.

Colin asintió y repasó mentalmente la situación expuesta por Quinn, pero no consiguió encontrar nada susceptible de interferir con su intención de abandonar Francia aquella misma noche. Al cabo de muy pocas horas, podría aliviar su sentimiento de culpa por abandonar a su amigo. Cartland permanecía más horas despierto de noche que de día. Lo más probable era que Colin se pasara un buen rato vigilando la puerta de algún establecimiento y luego pudiera irse directamente al muelle.

—Claro que te ayudaré —accedió.

—Excelente. —Quinn le hizo gestos a otra camarera para que les trajera más vino—. Estoy en deuda contigo.

—Tonterías. —Colin le quitó importancia—. Nunca podré pagarte lo que has hecho por mí.

—Espero que me invites a la boda.

—No lo dudes.

Quinn alzó su copa para proponer un brindis.

—Por la hermosa señorita Benbridge.

Colin bebió por ella, abrumado por las expectativas de futuro.

—¿Qué te propones? —murmuró Colin para sí mismo algunas horas más tarde, mientras se ocultaba entre las sombras de un callejón y seguía a Cartland a una discreta distancia.

El hombre había abandonado la casa de su amante hacía una hora y desde entonces no había dejado de pasear, en apariencia sin rumbo fijo. Ahora parecía dirigirse hacia sus aposentos y Colin no podía dejar que regresara mientras Quinn siguiera allí.

Hacía una noche muy agradable y, a excepción de alguna que otra nube pasajera, el cielo estaba despejado. Había luna llena y eso proporcionaba una buena iluminación cuando no la bloqueaba algún edificio. Aun así, Colin habría preferido estar en su camarote y dormir durante las horas que le quedaban hasta que pudiera situarse en la proa del barco e inspirar con fuerza la vigorizante brisa marina.

Cartland dobló una esquina y él contó en silencio hasta que pasó el lapso de tiempo apropiado para proseguir con su persecución.

Cuando por fin dobló él también la esquina, se detuvo sorprendido al encontrarse con un patio privado. Cartland estaba allí, enzarzado en una discusión con otro hombre que parecía estar esperándolo. En la entrada había dos pilares de ladrillo con lámparas de aceite, que marcaban la entrada al recinto. Lo único que había en el patio era una pequeña fuente y una minúscula parcela de césped muy bien cuidado.

Colin esperó, envolviéndose en la capa para esconder mejor su figura en la oscuridad. No tenía un cuerpo fácil de ocultar: medía un poco más de metro ochenta y pesaba más de noventa kilos. Pero había aprendido bien el arte de la ocultación y lo practicaba con gran maestría.

Aunque él podía atribuir su tamaño al pasado obrero de sus padres, extrañamente Cartland también era un hombre bastante grande, y eso que su origen era mucho más refinado. Él sólo trabajaba porque su padre los había llevado a la bancarrota y siempre le hacía saber a todo el mundo que estaba por encima de ciertas tareas. Sin embargo, asesinar no era una de ellas. Ésa era una labor de la que disfrutaba demasiado para el gusto de Colin, motivo por el que sólo trabajaban juntos cuando era completamente necesario.

Colin se deslizó pegado al húmedo muro de piedra y se acercó a los dos hombres con la esperanza de poder oír algo que explicara lo que Cartland estaba haciendo.

—… pues puedes decirle a la agencia…

—… ¡ya puedes ir olvidándote de eso! Tú no eres…

—… me encargaré de ello, Leroux, siempre que se me compense…

La discusión empezó a calentarse. Cartland agitaba una mano con agresividad, y el hombre con el que hablaba comenzó a caminar de un lado a otro. El sonido de sus intranquilos pasos sobre los adoquines ayudó a esconder el sigiloso acercamiento de Colin. Cartland se cubría con una capa corta sujeta con un broche que brillaba a la luz de las lámparas. El otro hombre no llevaba sombrero ni abrigo y era bastante más bajo que él. También estaba muy alterado.

—¡No has cumplido con tu parte del trato! —lo acusó el tal Leroux—. ¿Cómo te atreves a pedirme más dinero cuando aún no has acabado el trabajo para el que se te pagó?

—No me pagaste lo suficiente —replicó Cartland con los rasgos escondidos bajo el ala de su tricornio.

—Pienso informar a la agencia de tus absurdas peticiones y les solicitaré que busquen a alguien más digno de confianza con quien trabajar.

—¿Ah, sí?

Colin percibió una petulancia en el tono de Cartland que lo alarmó, pero antes de que pudiera reaccionar, ya era demasiado tarde. La luz de la luna se reflejó sobre la hoja del cuchillo que luego desapareció en el vientre de Leroux.

Se oyó un jadeo de dolor y luego un espeso gorgoteo.

—Puedes decirles otra cosa de mi parte —le espetó Cartland mientras sacaba la daga y se la volvía a clavar—. Yo no soy un lacayo al que se pueda despedir cuando ya no sirve.

De repente, apareció una silueta oscura de entre las sombras que derribó a Cartland. Se le cayó el sombrero y el cuchillo, que resonó contra los adoquines. Leroux se desplomó sobre las rodillas y se llevó las manos al vientre, intentando parar la sangre que brotaba de su cuerpo.

Sin dejar de rodar y retorcerse por el suelo, el aspirante a salvador peleaba con todas sus fuerzas con Cartland y le propinaba golpes que resonaban en los edificios que los rodeaban. Pero el otro se hizo con la ventaja y se oyó el sonido de la tela al desgarrarse y un intercambio de palabras envenenadas. Luego consiguió inmovilizar a su asaltante contra el suelo y alargó el brazo en busca del cuchillo, que estaba a escasos centímetros de él.

—¡Cartland!

Colin abandonó su escondite y corrió hacia los dos hombres, echándose la capa por encima del hombro para dejar al descubierto la empuñadura de su espadín.

Cartland se incorporó con expresión de sorpresa, el rostro ávido de sangre y una gélida mirada en sus ojos oscuros. El hombre que estaba debajo de él aprovechó la oportunidad y le lanzó un rápido puñetazo en la sien que lo lanzó hacia un lado.

Colin corrió entre los postes que marcaban la entrada al recinto y desenvainó la espada.

—¡Tienes mucho de que responder!

—¡No será ante ti! —gritó Cartland, lanzándole una patada.

Él esquivó el ataque y dio una estocada que alcanzó el hombro de su compañero. Éste rugió como un animal herido y encendido de rabia.

Colin se dio media vuelta y miró en dirección al desafortunado Leroux. Sus ojos abiertos y ciegos revelaban su fallecimiento.

Era demasiado tarde. El enviado de Talleyrand-Périgord estaba muerto.

Colin tuvo un mal presentimiento.

Se distrajo y no vio venir el golpe que impactó en la parte posterior de su rodilla y que lo tiró al suelo. Rodó hacia un lado por instinto y evitó así un nuevo asalto de Cartland, pero chocó contra el cadáver de Leroux y se le empapó la ropa en el charco de sangre que se estaba formando a su alrededor.

Su compañero corrió en busca del cuchillo que se le había caído, pero el desconocido que lo había atacado llegó antes que él y le dio una buena patada al arma, que la desplazó varios metros por el suelo de adoquines. Colin estaba tratando de ponerse en pie cuando oyó gritos de alarma que procedían de la calle. Los tres volvieron la cabeza.

Estaban a punto de descubrirlos.

—¡Es una trampa! —siseó Cartland poniéndose de pie. Luego se tambaleó hasta el pequeño muro de piedra y se lanzó por encima de él.

Colin ya se había puesto en movimiento y corría por el patio.

—¡Deténgase! —oyó gritar a alguien desde el callejón.

—¡Más rápido! —conminó el hombre que había tratado de salvar a Leroux, pasando a toda prisa junto a él.

Juntos tomaron un callejón distinto al que había recorrido Colin para llegar hasta allí, ahora lleno de guardias que los perseguían con sus lámparas.

—¡Deténganse!

Cuando llegaron a la calle principal, Colin corrió hacia la izquierda, en dirección al punto donde lo esperaba su carruaje, y el otro hombre se dirigió hacia la derecha. Tras el estallido de actividad que se había desatado en el pequeño patio, la relativa calma de la noche se le antojó antinatural y sus rítmicos pasos resonaban con mucha fuerza.

Colin serpenteó entre algunos edificios y calles, internándose por los callejones siempre que podía, para reducir las posibilidades de que lo cogieran.

Por fin regresó a la casa de la amante de Cartland y llamó la atención de su cochero, que se enderezó y se preparó para soltar el freno.

—A casa de Quinn —le ordenó Colin, mientras se metía en el carruaje. El vehículo se puso en marcha y él se echó hacia adelante para quitarse la capa empapada de sangre y tirarla al suelo—. ¡Maldita sea!

¿Cómo podía haberse descontrolado tanto una tarea tan sencilla?

«Evita que Cartland regrese a su casa demasiado pronto». Una tarea muy simple que no tenía por qué implicar que presenciara un asesinato y acabara desenvainando la espada.

En cuanto su carruaje se detuvo delante de la puerta de Quinn, Colin saltó del vehículo. Golpeó la puerta con el puño, maldiciendo por tener que esperar tanto para que le abrieran.

Lo recibió un mayordomo despeinado, con una vela en la mano.

—Quiero ver a Quinn. Ahora.

La urgencia de su voz era clara e innegable. El sirviente dio un paso atrás para dejarlo entrar y lo acompañó hasta el salón de la planta baja. Lo dejó solo. Poco después apareció Quinn, sofocado y con una colorida bata de seda.

—Hace horas que te he mandado buscar. Cuando me han dicho que no abrías he supuesto que estarías ya en el barco.

—Si tienes una mujer ahí arriba —rugió Colin—, creo que te voy a matar.

Quinn lo miró de pies a cabeza.

—¿Qué ha pasado?

Él empezó a pasear por delante de la chimenea todavía encendida y le contó todo lo que había ocurrido.

—Maldita sea. —Quinn se pasó la mano por los negros rizos—. Debe de estar huyendo desesperado, tanto de nosotros como de ellos.

—Ya no hay ningún «nosotros» —le espetó Colin. Señaló el reloj de pie que había en una esquina del salón—. Mi barco sale dentro de unas horas. Sólo he venido a contártelo y desearte buena suerte. Si me hubieran cogido esta noche, mi viaje se habría retrasado semanas o incluso meses mientras se solucionaba todo este desastre.

Alguien llamó a la puerta y los dos se quedaron inmóviles, sin apenas atreverse a respirar.

El mayordomo entró corriendo.

—Una docena de hombres armados —anunció—. Han registrado el carruaje y se han llevado algo de su interior.

—Mi capa —dijo Colin con pesar—. Empapada con la sangre de Leroux.

—El hecho de que hayan venido a buscarte aquí sugiere que Cartland te ha delatado —rugió Quinn mientras se oía a alguien gritar órdenes fuera—. Contéstales —le ordenó al sirviente—. Intenta entretenerlos todo lo que puedas.

—Sí, señor.

El mayordomo se marchó y cerró la puerta.

—Lo siento mucho, amigo —murmuró Quinn, acercándose al reloj y apartándolo a un lado para revelar el panel que había detrás—. Este pasadizo te llevará a los establos. Quizá te encuentres con algún problema en los muelles, pero si puedes subir a tu barco, hazlo. Yo me encargaré de arreglar las cosas aquí y de limpiar tu nombre.

—¿Cómo? —Colin se abalanzó hacia el pasadizo secreto—. Está claro que Cartland estaba trabajando para los franceses. Seguro que de algún modo confían en él.

—Yo encontraré la manera, no te preocupes. —Le posó una mano en el hombro mientras se seguían oyendo voces procedentes del vestíbulo—. Buen viaje.

Entonces Colin cruzó la puerta a toda prisa y Quinn la cerró en cuanto desapareció. Percibió algunos ruidos cuando su amigo volvió a colocar el reloj en su posición original y después ya no oyó nada más. Empezó a avanzar a ciegas por aquel túnel tan oscuro, apoyando las manos en las paredes de ambos lados para orientarse.

Tenía el corazón acelerado y la respiración entrecortada, pero luchó contra su creciente pánico. Su miedo no se debía al hecho de que pudieran capturarlo, sino a la certeza de que nunca había estado tan cerca de recuperar a Amelia. Le parecía que la tenía al alcance de la mano y, sin embargo, estaba convencido de que si no conseguía subir a aquel barco la volvería a perder. Le costó mucho sobrevivir la primera vez que se separó de ella. Dudaba que pudiera lograrlo una segunda vez.

El túnel se convirtió en un espacio frío y húmedo, de olor muy desagradable. Colin llegó a lo que parecía un callejón sin salida y maldijo con ferocidad. Entonces oyó el sonido de los caballos inquietos y miró hacia arriba, donde vio la tenue silueta de una trampilla por encima de su cabeza. Tanteó con el pie a su alrededor hasta que encontró un pequeño taburete, lo acercó y se subió a él.

Tan silencioso como un ratón, levantó la portezuela lo justo para poder mirar por entre la paja que la recubría. El establo estaba tranquilo, aunque las sensibles bestias se movían inquietas en respuesta a su propia agitación. Abrió la trampilla del todo y volvió a cerrarla. Una vez fuera, cogió la brida del caballo más cercano y abrió las puertas del establo.

Salió con el animal, con los ojos y los oídos bien alerta, buscando a los hombres que lo perseguían.

—¡Eh, tú, detente! —gritó una voz procedente de la izquierda.

Colin se agarró a la sedosa crin del caballo y montó en él.

—¡Arre! —le gritó, al tiempo que le golpeaba los costados con los talones.

La brisa de la mañana le alborotó el pelo, recogido en una cola. Se agachó sobre el cuello del caballo y galopó a toda prisa por las calles, acompasando su respiración a la del animal. Tenía el estómago encogido. Si conseguía llegar al barco sin incidentes sería un milagro. Estaba tan cerca de dejar atrás aquella vida… Tan cerca…

Se aproximó al muelle todo lo que se atrevió y luego desmontó. Dejó al caballo y cruzó la distancia restante a pie, serpenteando entre las muchas cajas y barriles que fue encontrando a su paso. A pesar de la brisa del océano y de que no llevaba capa, tenía la piel cubierta de sudor.

Estaba muy cerca.

Más tarde no recordaría haber cruzado la plancha de desembarco ni haber llegado a su camarote desde la cubierta. Sin embargo, nunca olvidaría lo que encontró en su interior.

Cuando abrió la puerta y entró, dejó escapar un jadeo al ver lo que lo esperaba.

—Ah, por fin está aquí —dijo la voz de un completo desconocido.

Colin se quedó en el umbral, mirando fijamente al hombre alto y delgado que sostenía un cuchillo ante el cuello de su asistente. Era uno de los lacayos de Cartland, o quizá uno de los hombres que trabajaban para los franceses.

En cualquier caso, lo habían cogido.

Su asistente lo miraba completamente horrorizado, con los ojos abiertos como platos por encima del pañuelo con que lo habían amordazado. Estaba atado a una silla. No dejaba de temblar y el olor a orín dejaba bien claro lo asustado que estaba.

—¿Qué quieres? —preguntó Colin, levantando ambas manos para demostrar que estaba dispuesto a cooperar.

—Tienes que venir conmigo.

Se le cayó el alma a los pies. Amelia. En su mente la imagen de la chica retrocedía. Se desvanecía.

Colin asintió.

—Claro.

—Excelente.

Antes de que pudiera siquiera parpadear, el hombre echó la cabeza de su asistente hacia atrás y lo degolló.

—¡No! —Colin se abalanzó hacia él, pero ya era demasiado tarde—. Cielo santo, ¡¿por qué?! —gritó, con un repentino escozor en los ojos provocado por las desesperadas lágrimas.

—Y ¿por qué no? —contestó el hombre, encogiéndose de hombros. Tenía los ojos pequeños, de un azul tan pálido como el hielo. La piel morena y la corta barba que le cubría la mandíbula le daban un aspecto sucio a pesar de que sus ropas sencillas parecían estar limpias—. Después de ti.

Colin se tambaleó hacia la puerta del camarote, convencido de que moriría aquella noche. La profunda tristeza que sentía no se debía tanto a la pérdida de su vida como a la vida que no había podido disfrutar junto a Amelia.

Cuando se agarró al pasamanos de la escalerilla que conducía a la cubierta le temblaban las manos. Entonces oyó un golpe nauseabundo y un rugido detrás de él y se volvió tan rápido que tropezó y aterrizó sentado en el segundo escalón.

A sus pies, yacía su captor, boca abajo y con un chichón que empezaba a sobresalir de la parte posterior de su cabeza.

Junto al cuerpo inconsciente estaba el hombre que había luchado con Cartland hacía sólo un rato. Era de baja estatura y fornido, muy musculado y con un atuendo indescriptible en distintas tonalidades de gris. Tenía una expresión franca, pese a que sus ojos oscuros se veían marchitos y cansados.

—Me has salvado la vida —dijo el hombre—. Estaba en deuda contigo.

—¿Quién eres? —le preguntó Colin.

—Jacques.

Sólo un nombre. Nada más que eso.

—Gracias, Jacques. ¿Cómo me has encontrado?

—He seguido a este tipo. —Pateó el cuerpo con la punta de la bota—. No deberías quedarte en Francia, monsieur.

—Lo sé.

El hombre le hizo una reverencia.

—Si tienes algo de valor, te sugeriría que se lo ofrecieras al capitán como aliciente para que arríe velas inmediatamente. Yo me ocuparé de los cuerpos.

Colin soltó un cansado suspiro mientras batallaba contra la emergente esperanza que intentaba despertarse en su interior. Las posibilidades de que consiguiera llegar a suelo inglés eran mínimas.

—Vamos —lo presionó Jacques—. Yo te ayudaré —añadió, mirándolo a los ojos—. Me quedaré contigo hasta que estés a salvo y se resuelva el asunto de la muerte de mi señor.

—¿Por qué? —se limitó a preguntar Colin, demasiado cansado para discutir.

—De momento encárgate de que podamos partir cuanto antes —dijo el francés—. Tendremos mucho tiempo para hablar durante el viaje.

Increíblemente, en sólo una hora ya se habían hecho a la mar. Pero el Colin Mitchell que veía cómo se alejaban del muelle, envuelto en la niebla en la cubierta, ya no era el mismo que había compartido aquella cena de despedida con Quinn.

El nuevo Colin tenía un precio, y eso le podía costar la vida.