2

La voz de su fantasma era grave y profunda, y tenía un acento muy marcado. Era extranjero, cosa que explicaba su tez morena.

—No tenga miedo —le dijo—. Quiero pedirle disculpas por mi falta de modales.

—No estoy asustada —respondió Amelia, buscando con la mirada a los demás invitados que se veían desde allí.

Él dio un paso a un lado y le hizo una reverencia, al tiempo que dibujaba un elegante gesto con el brazo como para indicarle que saliera.

—¿Eso es todo lo que ha venido a decirme? —le preguntó ella, cuando se dio cuenta de que pretendía despedirse.

Una leve sonrisa asomó a sus bonitos labios.

—¿Debería decir algo más?

—Yo…

Amelia frunció el cejo y apartó la vista un momento, mientras trataba de ordenar sus pensamientos para ser capaz de formar frases coherentes. Le resultaba muy difícil pensar con aquel hombre tan cerca. Lo que le había resultado atractivo a cierta distancia, de repente se le antojaba abrumador. Él era tan serio… Ella no esperaba eso.

—No quiero entretenerla —murmuró él en tono tranquilizador.

—¿Falta de modales? —repitió Amelia.

—Sí. La estaba mirando fijamente.

—Ya me he dado cuenta —replicó con sequedad.

—Discúlpeme.

—No tengo por qué. No estoy enfadada.

Esperó que el hombre hiciera algo. Cuando salió del pequeño círculo y volvió a hacerle un gesto en dirección a la zona principal del jardín trasero, Amelia negó con la cabeza. Luego sonrió ante la evidente prisa que él estaba demostrando por deshacerse de ella.

—Soy la señorita Amelia Benbridge.

Se quedó inmóvil al oírla. El único movimiento que se percibía en él era la forma en que subía y bajaba su pecho agitado. Después de vacilar un momento, le hizo una pequeña reverencia y dijo:

—Es un placer, señorita Benbridge. Yo soy el conde Reynaldo Montoya.

—Montoya —susurró ella, dejando que el nombre se deslizase por su lengua—. Español. Pero su acento es francés.

Él levantó la cabeza y la observó con más atención, recorriéndola con la vista desde su elaborado peinado hasta la punta de los zapatos.

—Su apellido es inglés y, sin embargo, sus rasgos denotan cierto aire extranjero —señaló luego.

—Mi madre era española.

—Y usted es encantadora.

Amelia inspiró hondo, sorprendida de lo mucho que la había afectado ese sencillo cumplido. Estaba acostumbrada a oír cosas como ésa a diario y siempre había tenido la sensación de que tenían tanto contenido como un comentario sobre el tiempo. Pero el piropo de Montoya había alterado el valor de las palabras, revistiéndolas de sentimiento y de una oculta urgencia.

—Me parece que tengo que volver a disculparme —dijo el conde, esbozando una sonrisa irónica—. Por favor, deje que la acompañe de vuelta antes de que me siga poniendo en evidencia.

Amelia alargó la mano en su dirección, pero entonces se contuvo y sujetó la varilla de su antifaz con las dos manos.

—Lleva puesta la capa… ¿Ya se va?

Él asintió y la tensión que había entre los dos aumentó. No había ningún motivo que lo hiciera demorarse y, sin embargo, Amelia tenía la sensación de que ambos lo deseaban.

Había algo que lo retenía.

—¿Por qué? —le preguntó ella con suavidad—. Aún no me ha pedido que baile con usted, ni ha flirteado conmigo, ni ha dejado escapar algún comentario casual sobre su futuro paradero para que nos podamos volver a encontrar.

Montoya entró de nuevo en el pequeño círculo de grava.

—Es usted demasiado atrevida, señorita Benbridge —la reprendió con brusquedad.

—Y usted es un cobarde.

Él se acercó hasta quedar a pocos centímetros de ella.

Una fría ráfaga de brisa nocturna se deslizó por los hombros de Amelia, agitando uno de los largos mechones que caían sueltos a su espalda. Los ojos del conde se posaron en él y a continuación resiguieron las curvas de sus pechos.

—Me mira como si fuera su amante.

—¿Ah, sí?

Su voz sonaba más grave y suave, y su acento parecía más marcado. El tono era propio de un amante o de un seductor. Amelia sintió cómo sus palabras recorrían su piel como una caricia y disfrutó de la experiencia. Era como salir de una casa calentita un día de mucho frío. Esa repentina sensación la asombró y la dejó sin aliento.

—Y ¿cómo sabe usted cómo es esa mirada, señorita Benbridge?

—Yo sé muchas cosas. Sin embargo, y dado que ha decidido que no quiere conocerme, nunca sabrá cuáles son.

Él se cruzó de brazos. Era una postura desafiante, pero Amelia sonrió al entrever su intención de quedarse. Por lo menos durante un rato más.

—Y ¿qué pasa con lord Ware? —preguntó el conde.

—¿Qué pasa con él?

—Creo que están prometidos.

—Así es. —Se dio cuenta de que él apretaba los dientes—. ¿Tiene algún problema con lord Ware?

Montoya no respondió.

Ella empezó a dar golpecitos con el pie en el suelo otra vez.

—Estamos experimentando reacciones viscerales el uno por el otro, conde Montoya. Teniendo en cuenta lo atractivo que es, me imagino que estará acostumbrado a atraer el interés de las mujeres. Yo, por mi parte, puedo afirmar con absoluta certeza que nunca me había encontrado en una situación parecida. Los hombres imponentes no van siguiéndome por…

—Me recuerda a alguien que conocía —la interrumpió él—. Alguien a quien quería mucho.

—Oh.

Por mucho que se esforzó, Amelia no consiguió esconder su decepción. La había confundido con otra persona. No estaba interesado en ella, sino en una mujer que se parecía a ella.

Entonces se dio media vuelta y se sentó en el banco de piedra, acomodándose la falda despacio para ganar tiempo. Luego mantuvo las manos ocupadas dándole vueltas al antifaz con sus dedos enguantados.

—Ahora soy yo quien debe disculparse —dijo finalmente, echando la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos—. Lo he puesto en una situación incómoda y lo he forzado a quedarse cuando usted se quería marchar.

La reflexiva inclinación de su cabeza hizo que Amelia deseara ver los rasgos que se escondían bajo la blanca máscara. A pesar de carecer de una imagen completa de él, lo encontraba muy atractivo: el ronroneo de su voz, la exquisita forma de sus labios, la firmeza de su comportamiento…

Aunque no era tan firme como parecía. Ella lo estaba afectando demasiado para ser una desconocida. Y él la estaba afectando de la misma forma.

—Eso no era lo que esperaba escuchar —apuntó él, acercándose un poco más.

Ella clavó la vista en sus botas y las observó mientras la capa flotaba a su alrededor. Vestido de aquella manera tenía una imagen imponente, pero no le daba miedo.

Entonces Amelia hizo un gesto con la mano para quitarle importancia al asunto, aunque sin saber qué decir. Él tenía razón: era demasiado atrevida. Pero no lo bastante descarada como para admitir lo mucho que le había gustado pensar que estaba interesado en ella.

—Espero que encuentre a la mujer que está buscando —le dijo.

—Me temo que eso es imposible.

—¿Ah, sí?

—La perdí hace muchos años.

Amelia reconoció la melancolía que desprendía su voz y sintió una inmediata empatía.

—Lamento mucho su pérdida. Yo también perdí a alguien a quien quería mucho y sé lo que se siente.

Montoya se sentó a su lado. El banco era pequeño y su forma los obligaba a estar tan cerca el uno del otro que la falda de Amelia rozaba su capa. Era completamente inadecuado que se sentaran así y, sin embargo, ella no protestó. Al contrario, aprovechó para inspirar hondo: al hacerlo, descubrió que el conde olía a sándalo y cítricos. Un aroma fresco, terrenal y muy viril. Como el hombre del que procedía.

—Usted es demasiado joven para haber pasado por lo mismo que yo —murmuró él.

—Está subestimando a la muerte. No tiene escrúpulos y no respeta la edad de las personas a las que se lleva.

Las cintas que rodeaban la varilla de su antifaz flotaron suavemente movidas por la brisa y se posaron sobre la mano enguantada del conde. El contraste del satén lavanda, rosa y azul pálido sobre el intenso negro del guante llamaron la atención de Amelia.

¿Qué imagen estarían dando a los ojos de los demás invitados? Su voluminoso vestido de encaje plateado con sus alegres flores multicolores chocaba con la absoluta falta de color del atuendo de él.

—No debería estar sola aquí fuera —dijo, dejando resbalar las cintas entre sus dedos pulgar e índice. El hecho de que no pudiera sentirlas a través de los guantes potenciaba la sensualidad del gesto, porque parecía que no pudiera resistirse a tocar algo que pertenecía a Amelia.

—Estoy acostumbrada a la soledad.

—Y ¿le gusta?

—Me resulta familiar.

—Eso no es una respuesta.

Ella lo miró y advirtió detalles que sólo se pueden apreciar cuando se está muy cerca de otra persona. Montoya tenía unas pestañas largas y espesas que rodeaban unos ojos almendrados. Eran muy bonitos. Exóticos. Astutos. Acentuados por las sombras que procedían tanto del interior como del exterior de la máscara.

—¿Cómo era? —preguntó Amelia—. La mujer que creía que era yo.

Él reprimió una sonrisa y evitó la aparición de sus hoyuelos.

—Yo he preguntado primero —dijo.

Ella dejó escapar un dramático suspiro con el único objetivo de ver asomar aquella provocativa curva de sus labios. Aquel hombre nunca sonreía del todo. Amelia se preguntó el motivo y cómo podría conseguir que lo hiciera.

—Está bien, conde Montoya, en respuesta a su pregunta, sí, me gusta estar sola.

—Hay mucha gente que detesta la soledad.

—Eso es porque no tienen imaginación. Yo tengo demasiada.

—¿Ah, sí? —Él ladeó el cuerpo hacia ella. La postura hizo que sus calzones de ante se ciñeran a los poderosos músculos de sus muslos. Gracias a la capa de satén gris que se extendía por debajo de su cuerpo, contrastando con su ropa negra, Amelia podía apreciar cada matiz y cada nervio—. Y ¿qué imagina?

Ella tragó saliva con fuerza y se dio cuenta de que no podía apartar los ojos del hombre. Lo estaba mirando con lascivia, con un interés completamente carnal.

—Mmm… —Se esforzó por apartar la vista. Estaba asombrada de la dirección que habían tomado sus pensamientos—. Historias. Cuentos de hadas y cosas así.

Como la máscara ocultaba el rostro de él, Amelia no podía estar segura, pero tuvo la sensación de que había arqueado una ceja.

—Y ¿las escribe?

—A veces sí.

—Y ¿qué hace luego con ellas?

—Ya ha hecho demasiadas preguntas sin responder ni una sola.

Los ojos oscuros de Montoya brillaron con cálida diversión.

—¿Acaso lleva la cuenta?

—Ha empezado usted —le recordó—. Yo sólo estoy siguiendo las reglas que ha marcado.

¡Ahí estaba! Un hoyuelo. Amelia lo vio perfectamente.

—Aquella chica era muy atrevida —murmuró—. Como usted.

Ella se sonrojó y apartó la vista, embelesada por las minúsculas muescas que había descubierto en su rostro.

—Y ¿eso le gustaba?

—Era lo que más me gustaba de ella.

La intimidad que desprendía su voz la hizo estremecer.

Entonces él se levantó y le tendió la mano.

—Veo que está pasando frío, señorita Benbridge. Debería volver adentro.

Ella lo miró.

—¿Entrará conmigo?

El conde negó con la cabeza.

Amelia alargó el brazo, posó los dedos en su palma y permitió que la ayudara a ponerse en pie. Tenía una mano grande y cálida y la agarró con fuerza y seguridad. No quería soltarlo y se alegró mucho al advertir que él parecía sentir lo mismo. Se quedaron allí de pie un buen rato, tocándose, con el único sonido de sus respectivas respiraciones, hasta que los suaves y cautivadores acordes de un minueto empezaron a sonar en la brisa nocturna.

Montoya la agarró con más fuerza y se le entrecortó la respiración. Amelia sabía que los pensamientos del hombre iban en la misma dirección que los suyos. Entonces se llevó el antifaz a la cara y le hizo una pequeña reverencia.

—Un baile —lo provocó con suavidad, al ver que él no se movía—. Baile conmigo como si yo fuera esa mujer a la que tanto añora.

—No. —Vaciló un instante y luego se inclinó sobre su mano—. Prefiero bailar con usted.

Eso conmovió a Amelia, cuya garganta se cerró y no pudo responder. Sólo consiguió ponerse bien derecha y empezar a dar los pasos que la acercaban y la alejaban de él al compás de la música. Giró muy despacio sobre sí misma y luego lo rodeó. El crujido de la grava bajo sus pies mitigaba el sonido de la música, pero oía la pieza en su cabeza y se puso a tararear las notas. Él se unió a ella. Su voz grave encajaba perfectamente con la de ella y Amelia se dejó llevar por la melodía resultante.

Las nubes se abrieron en el cielo y permitieron que un resplandeciente rayo de luna iluminara el pequeño espacio donde estaban. Convirtió los setos en muros plateados y la máscara del conde en una perla brillante. El lazo de satén negro con que se había recogido el pelo se fundía con sus rizos azabache, y el brillo y el color eran tan parecidos que apenas se advertía la diferencia. La falda de Amelia rozó su capa y la colonia de él se mezcló con su perfume; ambos estaban absortos en ese momento único. Amelia se sentía atrapada, prisionera, y por un breve momento deseó no volver a ser libre nunca más.

Entonces, un inconfundible gorjeo penetró en el capullo de intimidad que habían creado entre los dos.

Una advertencia de los hombres de St. John.

Amelia dio un traspié y Montoya la estrechó contra su cuerpo. Ella dejó caer el brazo, apartando el antifaz de su cara. Notó el aliento del conde, cálido y con olor a brandy, en sus labios. La diferencia de altura entre ellos hizo que los pechos de ella quedaran contra la parte superior del abdomen de él. Si quería besarla tendría que agacharse y se sorprendió esperando que lo hiciera: se moría por sentir aquellos preciosos labios sobre los suyos.

—Lord Ware la está buscando —le susurró, sin apartar los ojos de los suyos.

Amelia asintió, pero no hizo ademán de separarse de él, sino que siguió mirándolo a los ojos. Observando. Esperando.

Y justo cuando ya estaba convencida de que no lo haría, el conde aceptó su silenciosa invitación y posó la boca sobre la suya. Sus labios encajaron y él rugió. El antifaz resbaló entre los insensibles dedos de Amelia y cayó contra la grava.

—Adiós, Amelia.

La ayudó a estabilizarse y luego, rápidamente, se desvaneció con un destello negro saltando por encima del bajo muro de setos y fundiéndose con las sombras. No se dirigió a la parte trasera de la mansión, sino hacia la puerta principal, y desapareció en un santiamén. Amelia, aturdida por la repentina despedida, volvió la cabeza hacia el jardín muy despacio y vio que Ware se estaba acercando a ella con rápidas zancadas, seguido de varios caballeros.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó con brusquedad, mirando agitado a su alrededor—. Me he vuelto loco buscándote.

—Lo siento.

Fue incapaz de decir nada más. No dejaba de pensar en Montoya, que evidentemente había reconocido el silbido de aviso.

Por un momento todo había sido real, pero ya no lo era. Igual que el fantasma que ella había imaginado, el conde era escurridizo.

Y muy misterioso.

—¿Te importaría explicarme lo que pasó anoche?

Amelia suspiró por dentro, pero por fuera esbozó una alegre sonrisa.

—Explicar ¿qué?

Christopher St. John —pirata, asesino y extraordinario contrabandista— le devolvió la sonrisa, pero sus ojos de zafiro la observaban con astucia y expresión inquisitiva.

—Sabes muy bien a lo que me refiero. —Negó con la cabeza—. A veces te pareces tanto a tu hermana que resulta alarmante.

Lo alarmante era lo guapo que era St. John a pesar de las muchas maldades que podía maquinar su cerebro. Amelia ya llevaba algunos años viviendo en su casa, pero cada vez que lo veía, volvía a asombrarse de su atractivo.

—Oh, eso que has dicho es muy bonito —dijo ella con total sinceridad—. Gracias.

—Descarada. Desembucha ya.

A cualquier otro hombre le costaría mucho sonsacarle información que ella no estuviera dispuesta a darle, pero cuando la áspera voz del pirata sonaba así de seductora, era incapaz de resistirse. St. John tenía el pelo y la piel dorados, unos labios finos y carnosos a un tiempo y unos iris azules intensos y brillantes. A Amelia le recordaba a un ángel; estaba convencida de que sólo un ser celestial podía ser tan perfecto de pies a cabeza.

La única señal visible de su condición de mortal eran las arrugas que le rodeaban la boca y los labios, vestigios de una vida llena de peligros. Desde que se casó con su hermana, esos surcos habían disminuido un poco, pero nunca llegarían a desaparecer del todo.

—Descubrí que había un hombre que mostraba un interés fuera de lo común por mí. Él se dio cuenta de que yo lo había advertido y se acercó para explicarse.

Christopher se reclinó en su sillón de cuero negro y frunció los labios. Detrás de él había un enorme ventanal con vistas a los jardines traseros, o a lo que serían los jardines traseros si los tuvieran. En lugar de jardín, lo que había era una explanada llena de malas hierbas, que hacía imposible que nadie pudiera acercarse a la mansión a hurtadillas. Cuando una persona tenía tantos enemigos como St. John, nunca podía bajar la guardia, y menos aún por frívolos motivos estéticos.

—Me dijo que le recordaba a un antiguo amor.

Él hizo un sonido parecido a un bufido.

—Un inteligente y sentimental ardid que casi avergüenza a Ware y provoca un terrible escándalo. No me puedo creer que cayeras en esa trampa.

Amelia se sonrojó con renovada culpabilidad y protestó:

—¡Era sincero!

Era incapaz de creer que alguien pudiera fingir tan bien la melancolía. Eso no significaba que no considerara que había algo que no encajaba, pero sí que se creía la explicación de Montoya.

—Mis hombres lo siguieron.

Amelia asintió. Ya se lo imaginaba.

—¿Y?

—Y lo perdieron.

—¿Cómo es posible?

St. John sonrió al ver su sorpresa.

—Es posible cuando uno se da cuenta de que lo están siguiendo y está entrenado para evitarlo. —Su sonrisa desapareció—. Ese hombre no es un inocente con mal de amores, Amelia.

Ella se levantó con el cejo fruncido, cosa que obligó a St. John a ponerse también de pie. La falda de flores se meció contra sus piernas cuando se volvió hacia el otro extremo del despacho, perdida en sus pensamientos. Las apariencias pueden ser engañosas. Aquella estancia y el criminal de su dueño eran buenos ejemplos de ello. El despacho estaba decorado en tonos rojos, crema y dorados y podría pertenecer a cualquier noble del reino, así como la mansión de la que formaba parte. No había nada allí que delatara su principal función: servir como cuartel general de una enorme e ilegal organización contrabandista.

—¿Qué querría de mí? —preguntó luego, recordando lo que había ocurrido la noche anterior con absoluta claridad.

Aún podía oler la exótica fragancia de su piel y oír el ligero acento con que pronunciaba las palabras, haciéndola estremecer. Aún sentía el ligero hormigueo que le había provocado en los labios al presionar su boca sobre ellos y, al recordar la firmeza de su abdomen, la sensación se desplazaba enseguida a sus pechos.

—Desde mandarme una sencilla advertencia hasta algo más siniestro.

—¿Como por ejemplo?

Amelia lo miró a los ojos y se dio cuenta de que la estaba observando con complicidad.

—Como seducirte y dejarte inservible para Ware. O seducirte y alejarte de mí para utilizarte en mi contra.

La palabra «seducir» relacionada con el misterioso y enmascarado Montoya le provocó sensaciones muy extrañas. Tendría que haberse asustado, pero no fue así.

—Tú sabes tan bien como yo lo afortunado que es el hecho de que conocieras a Ware mientras estabas cautiva de tu padre y la suerte que tienes de que el conde esté dispuesto a ignorar tu escandaloso pasado y tus relaciones familiares. —Tamborileó con los dedos sobre el escritorio casi sin hacer ruido—. Tu hijo será marqués y tu descendencia disfrutará de todas las ventajas imaginables. Todo cuanto pueda poner en peligro tu futuro es motivo de preocupación.

Amelia asintió y volvió a apartar la vista, con la esperanza de esconder cómo se sentía al oírlo reducir su relación con Ware a los beneficios materiales. Ella sabía que sería la que más saliera ganando de esa unión. Como amiga de Ware sólo quería lo mejor para él. Pero el matrimonio era algo completamente distinto.

—Y ¿qué quieres que haga yo?

—No salgas sola. Si ese hombre se vuelve a acercar a ti, no dejes que se aproxime en exceso. —La severidad de sus rasgos se relajó. Vestía de azul cerúleo, un color que combinaba tanto con su tez morena como con el chaleco bordado que se ceñía a su firme pecho—. No pretendo fastidiarte. Sólo quiero mantenerte con vida.

—Lo sé. —Pero Amelia había pasado toda su vida encerrada. No sabía si apreciar la seguridad que eso le proporcionaba o lamentar las restricciones que implicaba. Intentaba comportarse, trataba de ceñirse a las reglas que le imponían, pero a veces le resultaba muy difícil conformarse. Sospechaba que el problema era que por sus venas corría la sangre de su padre. Y eso era lo que más deseaba cambiar de sí misma—. ¿Puedo retirarme? Ware llegará muy pronto para llevarme a dar un paseo por el parque y debería cambiarme.

—Por supuesto. Pásalo bien.

Christopher observó cómo Amelia abandonaba la habitación y volvió a su sillón, pero se puso en pie enseguida cuando su esposa entró, balanceando su abultada falda rosa. Como de costumbre, en cuanto la vio se le aceleró el corazón y lo asaltó una mezcla de atracción y pura alegría.

—Hoy estás preciosa —dijo, rodeando el escritorio para abrazarla.

Tal como hacía desde la primera vez que se vieron, Maria se fundió contra él y Christopher sintió el peso del delicioso cuerpo que tanto adoraba.

—Cada día me dices lo mismo —murmuró ella, pero su sonrisa rebosaba placer.

—Porque cada día es cierto.

Christopher le posó una mano en la espalda y estrechó la figura de su mujer contra su fibroso cuerpo. A pesar de la diferencia de altura, encajaban como dos piezas de un rompecabezas.

Maria tenía la misma melena negra y brillante que su hermana pequeña, pero ése era el único rasgo físico que compartían. Amelia se parecía más a su padre, el vizconde Welton. Había heredado sus mismos ojos color esmeralda y su complexión alta y estilizada. Maria, que por suerte tenía un padre distinto, se parecía a su madre española y tenía los ojos oscuros y una figura menuda y bien torneada.

St. John y su esposa formaban una pareja sorprendente; sus apariencias antagónicas se complementaban de tal forma que la gente solía comentarlo a menudo. Pero en realidad el principal motivo por el que llamaban la atención de los demás era por sus respectivas reputaciones. La anterior lady Winter seguía siendo conocida como «La viuda de hielo», porque se rumoreaba que había asesinado a sus dos anteriores maridos. Christopher era su tercer y último esposo, el dueño de su corazón, y a menudo lo felicitaban por seguir con vida.

«Has sobrevivido otra noche en la cama de tu esposa», bromeaba la gente.

Él siempre sonreía sin decir nada. En realidad lo que decían era cierto, pero no pensaba desmentir el malentendido. Pocos comprenderían que él moría cada noche entre sus brazos y que luego volvía a nacer.

—He oído el final de tu conversación con Amelia —le dijo Maria—. Y creo que estás enfocando la situación con una perspectiva equivocada.

—¿Ah, sí? —Ahí era donde radicaban sus verdaderas similitudes. A pesar de lo distintos que eran por fuera, por dentro eran alarmantemente parecidos: los dos tenían una mente criminal y eran muy astutos—. ¿Qué me he perdido?

—Sólo estás viendo el interés que puede tener ese hombre enmascarado por Amelia. Pero ¿qué hay del interés que puede sentir ella? Eso es lo que me preocupa a mí.

Él frunció el cejo mientras admiraba con aire distraído la hermosa cabellera que le caía sobre los hombros y sobre sus generosos pechos, que se hinchaban provocativos por debajo de su amplio escote.

—Amelia siempre ha sido muy curiosa. Así fue como conoció a Ware.

—Sí, pero dejó que ese hombre la besara. Un completo desconocido. ¿Por qué? Amelia lleva muchos años lamentando la pérdida de su amor gitano y manteniendo a Ware a raya. ¿Qué la puede haber fascinado tanto de ese hombre como para reaccionar de esa forma?

—Mmmm… —Él inclinó la cabeza y se apropió de su boca para darle un largo beso—. Si muriera, ¿tú me llorarías con la misma devoción? —le preguntó, mientras le acariciaba los labios con los suyos.

—No.

Maria sonrió con el misterio que tanto lo fascinaba.

—¿No?

—Nada ni nadie podría separarte de mí, cariño. —Pasó sus pequeñas manos por encima de su pecho—. Yo moriría contigo. Ése es el único supuesto en que permitiría que te separaras de mí.

El corazón de Christopher se hinchó con el amor que sentía, tan intenso que a veces llegaba a abrumarlo.

—Así que nuestra joven Amelia se ha sentido atraída por ese hombre de una forma que jamás había experimentado con ningún otro. Y ¿qué sugieres que hagamos al respecto?

—Tenemos que vigilarla más de cerca y encontrar a ese hombre. Quiero saber quién es y cuáles son sus intenciones.

—Hecho. —Sonrió—. ¿Tienes planes para el resto de la tarde?

—Sí. Estoy bastante ocupada.

Christopher trató de disimular su decepción. A pesar de tener una buena lista de cosas que hacer, no le hubiera importado disfrutar de la compañía de su esposa durante una o dos horas. La posibilidad de hacer el amor en pleno día, con las cortinas abiertas para dejar que entraran los rayos del sol en el dormitorio, le resultaba deliciosa. En especial cuando era ella quien se colocaba encima y se contoneaba sobre su cuerpo, bañada por la luz.

Christopher dejó escapar un dramático suspiro y la soltó.

—Pásalo bien, amor.

—Eso depende de ti. —Los ojos negros de Maria brillaron con malicia—. Verás, resulta que en mi agenda pone que tengo que hacer el amor de dos a cuatro y voy a necesitar tu ayuda para completar esa tarea.

Christopher se excitó de inmediato.

—Estoy a tu servicio, señora.

Ella dio un paso atrás y bajó la vista hasta la parte delantera de sus calzones.

—Sí, ya lo veo. ¿Nos retiramos?

—Me encantaría —ronroneó él con la sangre caliente.

Entonces oyeron cómo alguien llamaba en la puerta abierta y los dos se volvieron a la vez.

—Hola, Tim —dijo Maria, sonriéndole al gigante que agachaba su enorme cabeza para pasar por debajo del dintel.

Él hizo una reverencia a modo de saludo y murmuró:

—¿Aún quieres hablar conmigo?

—Sí.

Tim era uno de los lugartenientes en los que Christopher más confiaba. También era un hombre con una paciencia infinita y mucha mano para las mujeres. Les tenía gran aprecio y eso se notaba. Ellas enseguida lo percibían y se mostraban mucho más abiertas con él que con los demás hombres. Lo escuchaban y confiaban en él, cosa que en esa ocasión los ayudaría a manejar a Amelia.

Christopher miró a Maria a los ojos.

—No te desnudes —le susurró al oído—. Quiero hacerlo yo.

—Como si fuera un regalo —bromeó ella.

—Y lo eres. Mi posesión más preciada. —Le dio un beso en la punta de la nariz y se alejó de ella—. Voy a hablar con Tim sobre su nueva misión, que no es otra que vigilar a Amelia.

Maria le respondió esbozando una sonrisa digna de verse.

—Eres muy listo, siempre te anticipas a mis preocupaciones. En realidad, nunca necesitas mi ayuda.

—Claro que sí —replicó él—. Y además valoro mucho tus opiniones. —Entonces bajó la voz—: Enseguida te demostraré cuánto.

Maria le acarició la palma de la mano con la yema de los dedos mientras se alejaba de él y sus manos se separaban.

—Nos vemos en la cena, Tim —dijo ella pasando por su lado, cuando el gigante entró en la habitación.

—Sí, señora.

Tim miró a Christopher con una sonrisa irónica en los labios.

—Conozco bien esa mirada. Esto irá rápido, ¿verdad?

—Sí, mucho. Quiero que te conviertas en la sombra de la señorita Benbridge.

—Ya he oído lo que ocurrió anoche. No te preocupes. Conmigo estará en buenas manos.

—No te lo pediría si no estuviera convencido de ello. —Christopher le dio una palmadita en el hombro mientras se dirigía hacia la puerta—. Nos vemos en la cena.

—Bastardo afortunado —soltó Tim detrás de él.

Christopher sonrió y corrió escaleras arriba.