17

Cartland oyó el sonido de muchos pasos acercándose a su habitación y cogió la pistola que tenía en la mesa, delante de él. Lo de mandar a Depardue con cuatro hombres a casa de Ware había sido una carta que hubiera preferido no jugar, pero a veces los mayores riesgos procuraban las mayores recompensas.

Cogió la pistola con una mano y esperó que llamaran a la puerta, luego dio permiso para entrar. La puerta se abrió y uno de sus hombres entró a toda prisa.

—No estoy seguro del todo y no sé si hay motivos para preocuparse —dijo éste—. Quizá esté siendo demasiado precavido, pero un grupo de tres hombres fuertemente armados acaba de entrar en la taberna.

Cartland se guardó el arma en el cinturón y cogió la casaca.

—Es mejor prevenir que curar. —Cogió también su espadín y se encaminó hacia la puerta—. ¿Los demás están abajo?

—Sí, y hay dos hombres más en los establos.

—Excelente. Ven conmigo.

Cartland bajó rápidamente la escalera del servicio. Delante tenía la salida trasera, pero dobló a la izquierda y se dirigió a la puerta de la cocina. Prefería ser cauteloso.

La puerta estaba entornada y la fría brisa de la noche se colaba dentro. Tras la escasa luz que se proyectaba en el exterior procedente de la cocina, Cartland no vio nada más que oscuridad, pero igualmente se abalanzó corriendo en dirección al callejón, para tener más opciones de escapar en caso de que le hubieran tendido una trampa.

Cuando por fin estuvo oculto por las sombras de la noche se sintió más seguro.

Hasta que oyó el dolorido grito del lacayo que corría detrás de él.

Cartland se dio media vuelta sorprendido, desenfundando la pistola mientras miraba a su alrededor con ojos salvajes.

—Es un placer volver a verte —le comentó Mitchell.

La luz de la luna iluminaba el estrecho callejón y al lacayo desplomado en el suelo, con la empuñadura de un cuchillo sobresaliéndole de la espalda. Gemía y se retorcía de dolor; a Cartland no le servía ya para nada.

—¡Tú! —masculló, sin ver al hombre que lo acechaba.

—Sí, soy yo —contestó Mitchell desde las sombras.

El eco que provocaban los edificios que los rodeaban dificultaba determinar el lugar exacto donde se encontraba, pero Cartland estaba completamente expuesto.

Empuñó su pistola y dijo:

—Los franceses nunca creerán en mi culpabilidad. Ellos confían en mí.

—Permíteme dudarlo.

Se oyó un ruido a la izquierda y Cartland disparó en esa dirección. Cuando una gran piedra redonda bajó rodando por la cuesta hasta sus pies, supo que lo habían engañado. Si no hubiera estado tan asustado se habría dado cuenta de ello. El corazón se le paralizó de terror.

La carcajada de Mitchell resonó en la noche. Luego, el gitano se hizo visible con un revoloteo de la capa como si fuera una aparición fantasmal. Llevaba un arma en cada mano. Una era una pistola, cosa que reducía las opciones de Cartland, que ya sólo podía elegir entre la muerte o la rendición. La inservible pistola humeante resbaló de sus dedos entumecidos y repicó en el suelo del callejón.

—Yo puedo ayudarte —se ofreció enseguida—. Puedo hablar en tu favor para limpiar tu nombre.

Los blancos dientes de Mitchell brillaron en la oscuridad.

—Claro que lo harás. Pero para ello tendrás que regresar a Francia y pagar por tus crímenes.

Amelia se despertó sobresaltada justo antes del alba. Tenía el corazón tan acelerado como si hubiera corrido una enorme distancia, pero no conseguía saber por qué.

Se quedó tumbada en la cama un buen rato, parpadeando en dirección al dosel que tenía sobre la cabeza. Su mirada soñolienta se posó en las borlas doradas de las esquinas y trató de calmar su agitación concentrándose en cada nueva bocanada de aire que inspiraba.

Entonces oyó un inconfundible sonido fuera que la aterrorizó: el de unas espadas entrechocando.

Por un momento, temió que los hombres no hubieran conseguido capturar a Cartland, pero la falta de gritos y de tumulto disipó ese pensamiento.

«¡El duelo!»

Saltó de la cama y llamó a su doncella:

—¡Anne!

Se abrió la puerta de su dormitorio y ella se volvió alterada.

—¡Maria! ¿Por qué no me has despertado antes?

—Amelia.

El tono de voz de su hermana le puso la carne de gallina.

—¡No! —jadeó, pasando a toda prisa a su lado en dirección al pasillo.

—¡Cariño! ¡Espera!

Pero ella no lo hizo. Corrió lo más rápido que pudo, casi arrollando a una sirvienta antes de desaparecer por la esquina y correr escaleras abajo. El inconfundible sonido le helaba la sangre. Ya casi había llegado a las puertas francesas que daban acceso a la terraza posterior y al prado de más allá, cuando alguien la agarró y la retuvo. Intentó gritar, pero se lo impidió la enorme mano que se posó sobre su boca.

—Lo siento —murmuró Tim—, pero no puedo dejar que los distraigas mientras pelean. Podría morir alguien.

Ella se estremeció con fuerza al pensar que alguno de los dos pudiera resultar herido. Forcejeó como una loca para liberarse, pero ni siquiera un hombre adulto podía con Tim. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que empezaron a resbalarle por las mejillas. Cada golpe del acero contra el acero contrario impactaba en ella como un puñetazo, y Amelia se convulsionaba entre los brazos de Tim. Éste maldijo y posó la mejilla contra la suya mientras le murmuraba palabras de consuelo, pero nada podía aliviar su dolor.

Y entonces se hizo el silencio.

Amelia se quedó inmóvil. Tenía miedo de respirar; no quería ahogar los posibles sonidos que pudieran dejarla intuir lo que estaba ocurriendo fuera.

Tim la llevó hasta una ventana y la abrió un poco. Una húmeda y helada brisa se coló por el minúsculo hueco, haciendo estremecer a Amelia. Entonces oyó la voz de Colin y le empezaron a temblar los labios contra la palma de Tim.

—Usted es el mejor hombre de los dos —decía—. Y la opción más razonable para Amelia. Siempre le ha sido leal y fiel. Al contrario que yo, posee una riqueza y un título sólidos. Usted puede darle cosas que yo no puedo.

Ella se aferró a los brazos de Tim, sollozando en silencio.

—Y lo más importante es que el afecto que siente por mí no es de su agrado —prosiguió Colin—, mientras que sí parece ver con buenos ojos la posibilidad de disfrutar de un futuro a su lado.

Amelia volvió la cabeza hacia un lado y posó la mejilla bañada en lágrimas sobre el palpitante pecho de Tim.

Colin la estaba dejando, tal como había hecho antes.

Tim le apartó la mano de la boca.

—Suéltame —le susurró ella con el alma rota—. No voy a salir.

Él la liberó y Amelia se dio la vuelta.

—Peque.

Maria la esperaba a los pies de la escalera, con los brazos abiertos, y ella se refugió entre ellos agradecida, sintiendo que se le aflojaban las rodillas, cosa que las obligó a ambas a sentarse en el primer escalón.

—Tenía esperanzas —susurró Amelia con el pecho oprimido por un dolor que no había vuelto a sentir desde que creyó que Colin había muerto—. Me odio por haber tenido esperanzas. ¿Por qué no puedo aprender del pasado? Las personas que quiero nunca se quedan en mi vida. Todos se marchan. Absolutamente todos. Excepto tú. Tú eres la única que te has quedado.

—Chis. Estás muy alterada.

Amelia sintió el contacto de unos brazos fuertes por debajo de su cuerpo cuando Tim la levantó. La joven se acurrucó contra su pecho y el gigante la llevó a su dormitorio seguido de Maria.

Colin levantó la cabeza después de su reverencia y miró fijamente a Ware, que le correspondió con la misma cortesía. Sentía el cálido reguero de sangre que goteaba de la herida superficial que le había infligido la espada del conde, pero no le importaba. Éste había obtenido satisfacción, pero eso era todo cuanto conseguiría. No le quedaría más remedio que conformarse, porque él tenía toda la intención de quedarse con el botín.

—Pero a pesar de todo, milord —prosiguió Colin—, sólo le concedo este duelo, no a la señorita Benbridge. Su más profundo afecto es para mí, tal como ha sido siempre. Y creo que mis sentimientos por ella son evidentes a ojos de cualquiera.

—¿Y por eso la abandonó durante todos estos años? —le reprochó el conde.

—No puedo cambiar el pasado. Pero lo que sí le puedo asegurar es que, de ahora en adelante, no hay nada en esta tierra que pueda arrebatármela.

El conde de Ware entornó sus ojos azules y la tensión se apoderó del aire que flotaba entre los dos. Y entonces esbozó una media sonrisa.

—Quizá no sea el hombre que creía que era.

—Tal vez no.

Se volvieron a saludar con una inclinación de la cabeza y después abandonaron el prado, tomando las direcciones opuestas que la vida tenía preparadas para ellos.

La siguiente media hora de la vida de Amelia, o quizá fuera una hora, transcurrió envuelta en una niebla. Maria la obligó a tomarse un té y una buena dosis de láudano.

—Esto te relajará —murmuró su hermana.

—Vete —musitó ella, apartando la mano con la que su doncella trataba de aliviar su tensión posándola en su frente.

—Leeré en voz baja —le dijo Maria— y dejaré que Anne se retire.

—No. Vete tú también.

Al final, las dos se dieron por vencidas y se marcharon, confiando en que pudiera conciliar el sueño inducido por las drogas.

Pero por desgracia el descanso duró poco. Enseguida apareció otra mano que le apartó el pelo de la cara.

—Supongo que soy el único culpable de tu falta de fe.

La voz de Colin le rozó la piel como una auténtica caricia. Ella se acercó y le tendió las manos. Él se las agarró y se las estrechó entre las suyas.

—Se supone que tenías que dormir hasta la mañana —murmuró, apartando las mantas—. Pero quería ahorrarte el sufrimiento.

La levantó y la acurrucó contra su cálido y duro pecho. El olor de su piel, tan seductoramente masculino y tan propio de Colin, la animó a esconder la cara llena de lágrimas contra su pañuelo.

Amelia fue vagamente consciente de que la llevaba a alguna parte. Tuvo la sensación de que bajaban una escalera y luego sintió una oleada de aire fresco recorriéndole la piel y se estremeció.

—Hay una manta en mi carruaje —murmuró—. Dentro de un minuto volverás a estar calentita.

Poco después, entraron en un coche que se puso en marcha con una sacudida y empezó a avanzar por encima de la grava. Estaba a salvo en el regazo de Colin, que le daba calor con sus brazos. Las lágrimas seguían brotando entre sus párpados cerrados y rezó para no despertarse nunca de aquel maravilloso sueño.

Él posó sus firmes labios sobre su frente.

—Duerme.

Y bajo los efectos del láudano, ella durmió.

Amelia se despertó al advertir la repentina falta de movimiento. Parpadeó y luchó contra los restos de sueño.

—Los caballos están agotados y yo estoy hambriento.

La voz de Colin acabó de despertarla del todo.

El duelo…

Amelia se enderezó y su cabeza chocó contra la barbilla de él. Ambos se quejaron al unísono a causa del golpe.

Amelia, con los ojos abiertos como platos, miró el lujoso interior del carruaje de Colin y luego por la ventana. Estaban en el patio de lo que parecía una posada.

Él se estaba frotando la barbilla.

—¿Dónde estamos?

—De camino.

—¿Adónde?

—A nuestra boda.

Amelia parpadeó.

—¿Qué?

Colin sonrió dejando ver sus hoyuelos y le recordó al chico del que tan profundamente se había enamorado.

—Me dijiste que no teníamos ninguna posibilidad de seguir juntos si continuaba dejándote atrás. Y como no tenía ningún motivo para seguir disfrutando de la hospitalidad de lord Ware, he decidido que ya era hora de que nos marcháramos.

Ella se lo quedó mirando un buen rato y trató de comprender lo que estaba diciendo.

—No lo entiendo. ¿No te has batido en duelo con él esta mañana?

—Sí.

—¿Y no ha ganado él? ¿No le has dicho que era el mejor hombre para mí? Cielo santo, ¿es que estoy perdiendo la cabeza?

—Sí, sí y no. —Colin la estrechó con más fuerza y la acercó un poco más a su pecho—. Le he concedido la primera sangre —le explicó—. Tenía derecho. Cuando te hice mía, seguías comprometida con él.

Amelia abrió la boca para protestar, pero Colin le posó un dedo sobre los labios.

—Déjame terminar.

Ella se lo quedó mirando un buen rato, mientras asimilaba la súbita seriedad que de repente reflejaba su rostro. Luego asintió y se alejó de sus brazos para sentarse frente a él y poder pensar con claridad.

En ese momento se percató de que sólo llevaba el camisón. En cambio Colin iba perfectamente ataviado con un elegante conjunto de terciopelo verde botella. A Amelia le seguía costando relacionar al nuevo Colin con el antiguo, pero no tenía que esforzarse nada para quererlo. Verlo le producía un gran placer, como le había pasado toda la vida.

—Es absurdo negar que Ware te puede ofrecer cosas que yo no puedo darte —dijo él, mientras sus ojos oscuros la observaban con una mezcla de amor y determinación—. Eso es lo que me has oído decir esta mañana. Pero resulta que me he dado cuenta de que no me importa.

—¿Ah, no?

Amelia se llevó la mano al estómago y respiró hondo.

—No, no me importa. —Colin se cruzó de brazos, resaltando los poderosos músculos que a ella le resultaban tan excitantes—. Te quiero. Te deseo. Quiero hacerte mía y me da igual todo lo demás.

—Colin…

—Te he secuestrado, Amelia. Me he escapado contigo como siempre quise hacer. —Volvió a sonreír—. Dentro de quince días, tú y yo seremos marido y mujer.

—Y ¿yo no tengo nada que decir?

—Puedes decir que sí, si quieres. De lo contrario, en efecto, no tendrás nada que decir.

Ella se rio a pesar de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

Él se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en las rodillas.

—Dime que son lágrimas de felicidad.

—Colin… —Amelia dejó escapar un tembloroso suspiro—. ¿Cómo puedo decir que sí? Rechazar a Ware con tanta crueldad para satisfacer mis placeres es exactamente la clase de comportamiento que siempre demostró mi padre. Yo no podría vivir conmigo misma si actuara de esa forma tan egoísta. Quizá incluso acabara haciéndote responsable de haberme tentado para que me comportara de esta forma tan temeraria.

—Amelia. —Colin se enderezó—. Si te dijera que Ware no quiere otra cosa que tu felicidad, podría aliviar tu preocupación y conseguir tu consentimiento, pero eso no es lo que quiero.

Ella frunció el cejo.

—Sí, estamos actuando de manera impetuosa —prosiguió él—. Sí, estamos aprovechando el momento y dando rienda suelta a nuestro amor sin pensar en el resto del mundo. Nosotros somos así. Ahí reside nuestra afinidad. Tú y yo no somos personas dadas a reprimir nuestras alegrías.

—No se puede vivir de ese modo.

—Sí se puede. Siempre y cuando al hacerlo no se haga daño a otras personas. —Su voz sonaba tan apasionada que la estaba dejando sin habla—. Ware no te quiere, no como yo. Y me parece que tú tampoco lo quieres a él, al menos no como deberías. Me acusas de pretender ser una persona que no soy, pero tú eres culpable del mismo delito. Estás intentando convertirte en una mujer preocupada por el decoro y las obligaciones de su título, ¡y tú no eres así! Por favor, no te avergüences de esas facetas de tu personalidad que tanto me gustan.

—Welton era un hombre terrible —gimoteó ella—. No quiero ser como él.

—Jamás podrías serlo. —Colin le cogió las manos—. Tú estás llena de amor por la vida y la familia. Tu padre sólo sentía amor por sí mismo. Son dos cosas muy diferentes.

—Pero Ware…

—Él sabe lo que estoy haciendo. Podría detenernos si quisiera, pero no lo hará. Y de todas formas, yo estoy cambiando para conseguirte. Me estoy apoderando de este día y de ti y me estoy olvidando del resto del mundo. Los dos tendremos que abandonar las jaulas en las que nos habíamos metido y aventurarnos hacia lo desconocido. Pero siempre nos tendremos el uno al otro.

Jaulas. Sí, había vivido mucho tiempo enjaulada. Una parte de ella odiaba las restricciones, pero otra parte se sentía agradecida de que esas restricciones le impidieran ser como Welton.

—Me conoces muy bien —le susurró.

—Sí, te conozco mejor que nadie. Tú fuiste quien me dijo que debía creer que era digno de ti. Ahora ha llegado el momento de que seas tú quien acepte que eres digna de mí. Tienes que confiar en que no tienes ninguno de los defectos de carácter de tu padre. Y en que yo soy lo bastante inteligente como para amar a una mujer maravillosa.

Le besó los nudillos.

—Da el salto conmigo, Amelia. Yo me estoy aferrando a nuestro amor con uñas y dientes a pesar de los muchos motivos por los que no debería hacerlo. Haz tú lo mismo. Acepta tu naturaleza salvaje y huye conmigo. Libérate conmigo. Los dos seremos mucho más felices.

Ella se lo quedó mirando un buen rato, notando que las lágrimas le nublaban la vista. Luego se abalanzó sobre él.

—Sí —susurró con la mejilla pegada a la suya—. Seamos libres.

Christopher, Simon y Ware estaban enfrascados en una conversación, cuando Maria entró en el despacho sujetándose la falda con una mano y con una carta en la otra.

Los tres hombres se levantaron de inmediato. Christopher y Simon avanzaron hacia ella con el cejo fruncido, expresión que ensombrecía sus atractivos rostros. Ware se limitó a arquear las cejas.

—¡He encontrado esto encima de la almohada de Amelia! Mitchell se ha fugado con ella.

Simon parpadeó.

—¿Cómo?

—¿En serio?

Christopher sonrió.

—Dice que tiene intención de casarse con ella. —Maria bajó la vista para leer la nota de nuevo—. Van de camino al norte.

—Tenemos que darnos prisa o nos perderemos la ceremonia —intervino Ware.

—¿Usted lo sabía?

Maria se lo quedó mirando con los ojos como platos.

—No, pero tenía la esperanza de que ocurriera —contestó—. Y me alegro mucho de saber que por fin ese hombre ha entrado en razón.

Maria abrió la boca para decir algo, pero la cerró de nuevo.

—Pues entonces no hay tiempo que perder —dijo Christopher, agarrándola del codo y dándole la vuelta en dirección a la puerta—. Tenemos que hacer el equipaje. Tim puede vigilar a mademoiselle Rousseau y a Jacques mientras estamos fuera.

—Al norte —murmuró Simon—. ¿Puedo ir en su carruaje, milord?

—Claro.

Maria, que aún no acababa de creérselo, volvió la cabeza para mirar a Ware por encima del hombro.

—Éste es un feliz acontecimiento, señora St. John —dijo el conde, siguiéndolos de cerca—. Debería estar tan contenta como yo.

—Sí, milord.

Miró a Christopher y su marido asintió. Entonces se encogió de hombros y soltó una carcajada. Luego se recogió la falda con ambas manos y corrió escaleras arriba seguida de Christopher.