16

Amelia se despertó al notar que una mano le tapaba la boca. Se asustó mucho y luchó contra su atacante, clavándole las uñas en la muñeca.

—¡Estate quieta!

Al oír la orden se quedó inmóvil. Luego, en cuanto su cerebro soñoliento asimiló la imagen de Colin inclinado sobre ella en la oscuridad, abrió los ojos como platos.

—Escúchame —siseó él, lanzando una rápida mirada en dirección a la ventana—. Hay unos hombres fuera. Por lo menos una docena. No sé quiénes son, pero no son los hombres de tu padre.

Amelia le apartó la mano para liberar su boca.

—¿Qué?

—Me ha despertado el ruido que han hecho los caballos cuando los hombres han pasado junto al establo. —Colin dio un paso atrás y se apartó de la cama—. He salido por la parte de atrás para venir a buscarte.

En un gesto instintivo, Amelia tiró de las sábanas hacia arriba, pero él las volvió a retirar.

—¡Vamos! —le dijo con urgencia.

—¿De qué estás hablando? —le preguntó ella con un furioso susurro.

—¿No confías en mí? —Los ojos de Colin brillaban en la oscuridad.

—Claro.

—Entonces haz lo que te digo y deja las preguntas para luego.

Amelia no tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero sabía que él no bromeaba. Inspiró con fuerza, asintió y se levantó de la cama. La habitación sólo estaba iluminada por la luz de la luna que se colaba por la ventana. Llevaba la larga melena recogida en una gruesa trenza que se balanceaba contra su espalda al caminar. Colin se la agarró sin que ella se diera cuenta para acariciar el pelo con los dedos.

—Ponte algo de ropa —le dijo—. Rápido.

Amelia se ocultó tras el biombo que había en la esquina y se desnudó para ponerse la camisola y el vestido que llevaba el día anterior.

—¡Date prisa!

—No puedo abrocharme, necesito a mi doncella.

La mano de Colin asomó por detrás del biombo, la cogió del hombro y tiró de ella para arrastrarla fuera de allí.

—¡Estoy descalza!

—No hay tiempo —murmuró.

Abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo.

Estaba muy oscuro y Amelia apenas veía nada, pero oía voces masculinas.

—¿Qué está…?

Colin dio media vuelta a la velocidad del rayo y le tapó la boca con una mano temblorosa.

Ella tardó un momento en comprender. Luego asintió, prometiendo en silencio que no volvería a decir nada.

Él siguió avanzando por el pasillo en silencio, con ella cogida de la mano. Por algún motivo, y a pesar de que iba descalza, la madera del suelo crujió bajo sus pies cuando no lo había hecho bajo las botas de Colin. Él se detuvo. Debajo de ellos las voces que se oían se quedaron también en silencio. Parecía que toda la casa estuviera conteniendo la respiración. Esperando.

Colin se llevó un dedo a los labios, luego la cogió y se la echó sobre un hombro. Lo que ocurrió a continuación fue muy confuso. Amelia estaba boca abajo y, desorientada, fue incapaz de comprender cómo él pudo llevarla desde el segundo piso hasta la planta baja.

Cuando los hombres descubrieron que ella no estaba en su habitación, se oyó un grito procedente del piso de arriba, seguido del sonido de unos pasos que avanzaban por encima de sus cabezas. Colin maldijo y corrió tanto que a Amelia le empezaron a doler los dientes, mientras su trenza azotaba las piernas de él con tanta fuerza que temió hacerle daño.

Colin rodeó sus esbeltas caderas con el brazo, apretó con fuerza y aceleró. Salieron a toda prisa por la puerta principal y bajaron los escalones.

Más gritos. Más carreras. Sonido de espadas cruzándose y los gritos de la señora Pool irrumpieron en la noche.

—¡Está allí! —gritó alguien.

El suelo tembló debajo de ella.

—¡Por aquí!

La voz de Benny fue música para sus oídos. Colin cambió de dirección, mientras Amelia levantaba la cabeza y veía fugazmente a sus perseguidores. Justo entonces los interceptaron otros hombres, a algunos de ellos los reconoció, pero a otros no. Éstos se sumaron a la lucha proporcionándoles un tiempo precioso y pronto ya no había nadie pisándoles los talones.

Colin la volvió a dejar en el suelo poco después. Ella miró a su alrededor con los ojos abiertos como platos y vio a Benny montado en un caballo y a Colin subiéndose en otro.

—¡Amelia!

Le tendió una mano mientras con la otra agarraba las riendas con destreza. Ella posó la mano sobre la suya y Colin tiró de ella hacia arriba y la tumbó boca abajo sobre su regazo. Cuando espoleó el caballo, sus poderosos muslos se contrajeron debajo de Amelia y partieron al galope a través de la noche.

Ella aguantó como pudo, a pesar de que las sacudidas le estaban revolviendo el estómago. Pero la huida no duró mucho. En cuanto llegaron a la carretera, se oyó un disparo que resonó en la oscuridad. Colin convulsionó y gritó. Amelia chilló, sintiendo cómo se desmoronaba todo su mundo.

Él se deslizó y cayó…

Amelia se despertó al notar una mano que le tapaba la boca.

—Silencio. Hay alguien en la casa.

La voz de Colin la inmovilizó en la semioscuridad. Durante unos segundos, el horror y el miedo de aquel vívido sueño siguieron siendo reales. Sentir el cuerpo de Colin pegado a su espalda y sus fuertes brazos rodeándola la tranquilizó.

La consciencia fue apareciendo poco a poco. Reconoció las molduras del techo y notó el contacto del terciopelo por debajo de su pantorrilla.

Estaban tumbados en el sofá de la biblioteca. Por el aspecto del fuego de la chimenea —ya reducido a ascuas—, debía de llevar dormida por lo menos un par de horas.

Se dio la vuelta entre los brazos de Colin para mirarlo y susurró en su oído:

—¿Quién es?

Él negó con la cabeza con sus ojos negros brillando en la oscuridad.

Amelia se quedó quieta, percibiendo la tensión del cuerpo de Colin. Y entonces lo oyó. El sonido de unas botas sobre el suelo de madera.

Botas. A aquellas horas…

Los latidos de su corazón abandonaron el constante ritmo de la duermevela y se aceleraron. Al contrario de lo que ocurría en su sueño, esa vez era Colin quien estaba en peligro.

Él le buscó los labios para darle un rápido y firme beso. Luego se deslizó por el borde del sofá en silencio. De rodillas, se abrochó los calzones y se puso la camisa, después se levantó despacio para coger su espadín.

Ella también se puso la bata.

—Cierra la puerta cuando me vaya —le susurró Colin, desenfundando la espada con suma lentitud para evitar hacer ruido.

Amelia negó con la cabeza y se acercó hasta donde el tenue brillo de la empuñadura revelaba la posición de la daga de Colin, encima de su chaleco y su casaca. Él posó una mano sobre la suya en cuanto Amelia cogió el arma.

—No.

—Confía en mí —dijo ella y volvió la cabeza para posar la mejilla sobre la suya.

Colin apretó los dientes.

—Mi cordura depende de tu seguridad.

—Y ¿crees que la mía no? —Amelia le acarició la mejilla con una mano temblorosa y deslizó un dedo por la ligera línea que marcaba el lugar donde aparecía aquel hermoso hoyuelo cuando él estaba contento—. Tranquilízate. Mi hermana es «la viuda de hielo».

Se hizo el silencio y ella pudo ver cómo Colin tragaba saliva mientras reflexionaba.

—Deja que te ayude —musitó Amelia insistente—. ¿Cómo vamos a avanzar si siempre me dejas atrás?

Sabía lo mucho que a Colin lo atormentaba que ella pudiera estar en peligro porque ella sentía exactamente lo mismo por él.

Al final, lo vio asentir con cierta brusquedad. Amelia le dio un rápido beso en los labios separados y desenvainó la daga.

—Te quiero.

Dijo las palabras sin sonido y con los labios pegados a los suyos.

Luego le cogió una mano y se la besó.

Colin se apartó y se dirigió hacia la puerta. La habría cerrado mientras ella dormía. Hizo girar el pomo y la abrió lo suficiente como para poder atisbar fuera. Las bisagras bien engrasadas no chirriaron.

Luego desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Amelia contó hasta diez y salió detrás de él.

El tacto de la empuñadura de la daga en su mano le dio la seguridad que necesitaba y avanzó despacio por el pasillo en dirección a la escalera, con los sentidos muy alerta. El silbido del viento y el lejano ulular de un búho la anclaron a aquel momento. Respiraba con pesadez y sus emociones desaparecieron tras el instinto de supervivencia y la necesidad de proteger a Colin. Se hizo un repentino silencio, como si la casa contuviera la respiración, y entonces oyó un sonido mínimo, una pisada justo por delante de ella.

Se detuvo. Se puso de rodillas y se acurrucó en la oscuridad.

Se oyó un disparo, sólo uno.

Vio un movimiento a su derecha. Agarró con fuerza la empuñadura del arma y se dispuso a atacar. Estaba preparada y tenía los nervios bajo control. Nunca había matado a nadie, pero si era necesario, primero actuaría y luego se enfrentaría a las consecuencias.

Echó el brazo hacia atrás con la vista clavada en un finísimo rayo de luna que caía justo en el último escalón.

Aunque no oía ningún sonido que indicara algún avance, tenía la sensación de que el intruso se acercaba cada vez más a aquel minúsculo rayo de luz.

«Más cerca, más cerca…»

De repente, Colin se abalanzó sobre alguien. Amelia sabía que era él por el color blanco de su camisa, que brilló cuando cruzó el rayo de luna. Impactó sobre un cuerpo. El intruso estaba tan bien escondido entre las sombras que ella no había advertido su contorno desde su posición. Entonces se oyó un fuerte estruendo que dio a entender que los dos contendientes habían chocado contra un objeto que se hizo añicos.

Amelia se puso de pie y cruzó el vestíbulo hasta la pared opuesta para así aumentar sus opciones de acertar.

Estaba demasiado oscuro como para poder distinguir una figura de la otra. Y mientras los dos cuerpos siguieran entrelazados de aquella forma, no podía hacer otra cosa que rezar.

Por suerte, en ese momento se abrió una puerta en el piso de arriba y ella reprimió un sollozo de alivio. La luz que proyectó el quinqué que se aproximaba le permitió ver entre los que luchaban una hoja levantada, demasiado corta como para ser el espadín de Colin. Amelia echó el brazo hacia atrás y atacó con habilidad, embistiendo con todo el peso de su cuerpo.

Luego giró sobre sí misma a la velocidad del rayo y a continuación se oyó un dolorido rugido. El cuchillo que iba a atacar a Colin resonó contra el suelo de madera.

St. John corrió escaleras abajo con una pistola en una mano y el quinqué alzado en la otra. Maria iba justo detrás de él, con un florete desenvainado.

La luz iluminó el vestíbulo, revelando al intruso, que se había llevado las manos al pecho y ahora se desplomó sobre las rodillas. La empuñadura de la daga que tenía clavada sobresalía entre sus dedos. Se balanceó unos segundos y luego cayó hacia adelante.

—¡Vaya! —jadeó Colin corriendo hacia ella—. Lo has hecho muy bien.

—Ha sido excelente, Amelia —sentenció St. John con orgullo, sin apartar la vista del cuerpo desplomado a sus pies.

—¿Qué diablos está ocurriendo aquí? —preguntó Ware, bajando también la escalera.

El señor Quinn y mademoiselle Rousseau se unieron al grupo enseguida.

—Depardue —dijo la francesa. Se puso en cuclillas y le posó una mano en el hombro para darle un poco la vuelta—. Comment vas-tu?

El francés gruñó con suavidad y abrió los ojos.

—Lysette…

Ella cogió la daga y se la arrancó del pecho. Luego lo apuñaló de nuevo, esta vez en el corazón.

El sonido de la daga atravesando las costillas y el agudo grito de Depardue hicieron que Amelia se estremeciera con violencia.

—¡Cielo santo! —gritó mareada.

El brazo de la francesa se levantó y descendió de nuevo. Quinn se abalanzó sobre ella apartándola del cadáver. La daga se le cayó de la mano e impactó en el suelo.

—¡Ya es suficiente! Está muerto.

Mademoiselle Rousseau forcejeó para soltarse del cerco de sus brazos, mientras gritaba palabrotas en francés con tanto veneno que Amelia dio un involuntario paso atrás. Entonces la joven escupió al cadáver.

El espectáculo dejó a todo el mundo mudo. Luego St. John carraspeó.

—Bueno, este hombre ya no supone ninguna amenaza para nadie. Pero seguro que hay más. Dudo mucho que haya venido solo.

—Yo miraré abajo —propuso Colin y, dirigiéndose a Amelia, añadió—: Ve a tu habitación y cierra la puerta.

Ella asintió. La imagen del hombre muerto y el creciente charco de sangre que se estaba formando debajo del cuerpo le revolvió el estómago. Ahora que habían llegado refuerzos, empezó a asimilar las consecuencias de lo que había hecho.

—He encontrado algo —dijo la voz de Tim.

Todos los ojos se volvieron hacia él, que apareció agarrando a Jacques por el cuello de la camisa.

—Estaba fuera, espiando —rugió el gigante.

A nadie se le pasó por alto que el francés estaba completamente vestido.

—¡Yo no estaba espiando! —protestó.

—Creo que ha sido él quien ha dejado entrar a ése.

Tim hizo un gesto con la barbilla en dirección a Depardue.

Amelia sintió un escalofrío.

En ese momento, mademoiselle Rousseau levantó las manos, una de ellas completamente cubierta de sangre, y exclamó:

—¿Vamos a malgastar tiempo con él cuando puede haber otros ahí fuera?

Tim miró a St. John.

—Hemos cogido a tres más sin contar a estos dos.

Colin apretó la mandíbula.

—Pues los interrogaremos a todos. Alguien nos dirá algo.

Mademoiselle Rousseau resopló.

—Eso es absurdo.

—Y ¿qué sugieres que hagamos? —le preguntó Simon, con exagerada deferencia—. ¿Lo torturamos lentamente durante varios días? ¿Crees que eso saciaría tu sed de sangre?

Ella le hizo un gesto despreocupado con la mano.

—¿Por qué molestarse? Mátalo.

Salope! —gritó Jacques—. Tú te comerías a tus propios hijos.

St. John arqueó las cejas.

—Ella trabaja conmigo —gritó el francés, forcejeando con Tim—. Por lo menos, yo puedo testificar a favor de la inocencia de Mitchell en el asesinato de Leroux. Esta mujer no tiene ningún valor.

—¿Cómo? —intervino Colin, poniéndose tenso—. ¿Acabas de decir que trabajáis juntos?

Amelia se rodeó el cuerpo con los brazos. Estaba temblando.

Ta gueule! —siseó mademoiselle Rousseau.

Jacques esbozó una maliciosa sonrisa.

—Creo que deberíamos separarlos —sugirió Colin.

St. John asintió.

—Yo me ocuparé de Lysette —dijo Simon, con una evidente nota de dureza en la voz.

Cuando la francesa se estremeció con aprensión, Amelia apartó la vista y luchó contra la repentina simpatía que sintió por la mujer.

—Ven aquí, peque —murmuró Maria, entrelazando el brazo con el de su hermana—. Vamos a preparar un poco de té y darles algo de beber a los hombres. Tenemos una larga noche por delante.

Colin se quedó mirando al hombre al que había considerado amigo suyo, intentando comprender la dimensión del plan que le estaba detallando.

—¿Trabajabas para mademoiselle Rousseau desde el principio? ¿Incluso antes de que coincidieras con ella en la posada hace unos días?

Jacques asintió. Estaba amarrado a una silla tapizada de damasco en el estudio de Ware; le habían atado las piernas a las patas y tenía las manos inmovilizadas a la espalda.

—No nos conocimos en la posada. Ya hace bastante tiempo que la conozco.

—Pero los dos actuasteis como si os acabarais de conocer —argumentó Simon.

Cuando Quinn vio que mademoiselle Rousseau se empeñaba en seguir guardando silencio, decidió dejarla atada y bien vigilada en una habitación de invitados y se unió al resto para interrogar al segundo conspirador.

—Porque teníamos que haceros creer que este asunto tenía que ver con Cartland y el asesinato de Leroux —explicó Jacques.

—Y ¿no va de eso? —preguntó St. John, frunciendo el cejo.

—No. Los Illuminés querían poner fin a vuestras pesquisas y actividades en Francia, que cada vez les dan más problemas. A mí me mandaron a descubrir la identidad de tu superior —añadió, dirigiéndose a Colin.

Éste se quedó helado.

—¿Los Illuminés? —Había oído rumores sobre una sociedad secreta de «iluminados» que buscaban hacerse con el poder a través de canales ocultos, pero había creído que sólo eran habladurías. Hasta ese momento—. Y ¿qué tienen que ver con Leroux?

—Nada de esto tiene que ver con Leroux —contestó el francés—. En realidad, el hecho de que Cartland asesinara a Leroux fue una complicación inesperada.

—¿En qué sentido? —preguntó Simon, sentado en el sofá. Llevaba una bata de noche y sostenía un puro en una mano. Parecía un hombre completamente despreocupado, cosa que no era cierta en absoluto.

—Los Illuminés supieron que Mitchell iba a regresar a Inglaterra —dijo Jacques—. Yo conseguí un camarote en el mismo barco con la intención de hacerme amigo suyo durante el viaje. Esperábamos que esa amistad me acabara llevando hasta la identidad del hombre para el que trabajáis aquí en Inglaterra. Seguí a Mitchell la noche que debíamos partir y aproveché la oportunidad de la pelea con Cartland. Luego utilicé mi intervención para hacerme amigo suyo.

—Fascinante —murmuró St. John.

—Y ¿qué hay de Lysette? —preguntó Simon.

—Mitchell era mi objetivo —respondió el francés—. Tú eras el de ella. A los Illuminés no les gusta dejar nada al azar.

—Maldita sea —rugió Colin frustrado—. Y ¿qué ha pasado esta noche? ¿Qué papel tiene Depardue en todo esto?

—Él era el responsable de descubrir la verdad sobre la muerte de Leroux, que es una cuestión personal para el comandante.

—Entonces todavía me buscan en Francia —dijo Colin—. Y alguien debe pagar por la muerte de Leroux. Mi situación no ha cambiado, lo único que es diferente es tu participación y la de mademoiselle Rousseau.

Jacques sonrió con tristeza.

—Sí.

—Y ahora Depardue está muerto.

—No lamentes eso, mon ami. Tal como mademoiselle puede confirmar, era un hombre que distaba mucho de ser honorable. Yo nunca dejaría que tú pagaras las consecuencias de sus crímenes. Eso te lo aseguré desde el principio.

—Pero dejaste que Depardue entrara en mi casa —apuntó Ware—. ¿Por qué?

—Cartland lo envió a buscar a la señorita Benbridge —explicó Jacques—. Yo accedí a ayudarlo, pero no pretendía dejar que se saliera con la suya. Esperaba ser yo quien lo «descubriera» y lo matara para que confiarais más en mí.

—No lo entiendo. —St. John se acercó un poco más—. ¿Por qué Cartland confía en ti?

—Por Depardue. Cuando Mitchell y yo estábamos todavía en Londres, fui en busca de Cartland. Me encontré a Depardue y le dije que estaba trabajando con Lysette y que nuestra misión consistía en encontrar al asesino de Leroux. El hecho de que ella estuviera implicada despertó sus recelos y eso me dio una oportunidad con Cartland, que necesitaba el apoyo de los franceses, ya que Depardue no creía en su palabra.

—Y ¿dónde está Cartland ahora? —preguntó Colin.

—En la posada. Esperando a que alguien lo avise.

Colin miró a Quinn, que se levantó del sofá.

—Me visto enseguida —dijo éste.

St. John también se puso de pie.

—Iré con vosotros.

—Yo me quedaré aquí con las mujeres —se ofreció Ware. Luego sonrió—. Aunque dudo que necesiten mucha protección.

Colin salió del despacho y se dirigió a la biblioteca con rápidas y ansiosas zancadas. Quinn lo siguió de cerca.

—Me parece que pronto conseguirás demostrar tu inocencia —le dijo el irlandés.

—Sí. Por fin.

La expectativa inundó las venas de Colin y le aceleró el corazón. La distancia que lo separaba de Amelia aún existía, pero seguía percibiendo su olor en su piel y eso le daba esperanza. Ella lo amaba. El resto llegaría a su debido tiempo.

Se separó de Quinn y regresó a la biblioteca para recoger el resto de su ropa. Cogió también la vaina de la daga y su mente regresó al momento en que Amelia había acudido en su ayuda. Hacía sólo unas horas, pensaba que era imposible amarla más de lo que ya lo hacía. Pero en ese preciso instante se daba cuenta de que se estaba enamorando de ella otra vez. Se estaba enamorando de la mujer en la que se había convertido.

Por primera vez, Colin se sintió absolutamente convencido de que no había en el mundo un hombre mejor que él para Amelia. E incluso aunque ése no fuera el caso, le daba igual: se podían ir todos al infierno de todos modos. Ella le pertenecía y con un poco de perseverancia, acabaría convenciéndola.

Se puso el chaleco y la casaca y salió de la biblioteca. Ware estaba a los pies de la escalera, mirando fijamente el lugar donde se había desplomado el cuerpo de Depardue hacía sólo un rato. Ya lo habían limpiado todo, pero Colin suponía que el recuerdo perseguiría al conde durante el resto de su vida.

Cuando oyó sus pasos, Ware volvió la cabeza y entornó los ojos al verlo.

—Si captura a Cartland —le dijo—, ya no le quedará nada más que hacer aquí —apretó los dientes—, salvo una cosa.

—¿Quiere que nos citemos al alba? —sugirió Colin. El duelo era otro impedimento para su futuro con Amelia y quería despacharlo cuanto antes—. Ambos habremos estado despiertos toda la noche. No habrá ventaja para ninguno de los dos.

—Es posible que usted se haya pasado la noche peleando o que regrese herido —afirmó el conde muy serio—. Pero si no ocurre nada de eso, el alba me parece bien.

Colin asintió y se apresuró en dirección a los establos, espoleado por la idea de que el sol podría brillar sobre una vida completamente nueva para él. Cuando salió, se encontró a St. John esperando con una docena de hombres. Quinn apareció poco después.

Media hora más tarde, un grupo de más de una docena de jinetes partían en dirección a la ciudad.