François Depardue adoptó una expresión aburrida cuando entró en la posada de Bristol. Subió la escalera que conducía a las habitaciones y llamó a la puerta que buscaba. Oyó una voz que le daba permiso para entrar, cosa que él hizo rápidamente.
—¿Y bien? —preguntó Cartland con impaciencia, levantando la vista de los mapas que había desplegado sobre la pequeña mesa redonda.
François tuvo que esforzarse para contener una respuesta iracunda. Cada día que pasaba detestaba más a aquel descarado y arrogante inglés. Había intentado convencer a sus superiores para que mantuvieran a Cartland bajo custodia hasta que estuvieran seguros de quién era el verdadero culpable de la muerte de Leroux, pero no había habido forma.
«Si está mintiendo —dijeron—, lo tendrás más cerca y te será más sencillo eliminarlo».
Insistieron en que Cartland se uniera a la partida de búsqueda y el inglés enseguida asumió que estaba al mando. Era un excelente rastreador y mejor asesino, pero esas habilidades quedaban diluidas por una errónea creencia en su propia superioridad.
—Parece que Mitchell se va a quedar en casa de lord Ware. La mansión está muy bien vigilada, imagino que se debe a la presencia de Christopher St. John.
Cartland sonrió.
—Seguro que el conde tiene miedo de que Mitchell se escape como el cobarde que es antes del día del duelo.
—Si tú lo dices… —dudó François.
El semblante del inglés se ensombreció.
—Me parece que la presencia de mademoiselle Rousseau te ha alterado demasiado.
«Lysette». François sonrió al pensar en ella. Hubo un tiempo en que era inofensiva, pero él y sus hombres se aseguraron de que jamás volviera a serlo, ni tampoco inocente. Aparte del sincero deseo de hacer justicia contra el asesino de Leroux, el único aliciente que le veía a aquella desgraciada misión era la posibilidad de volver a cruzarse en el camino de ella.
Se le calentó la sangre al pensarlo. Lysette lucharía contra él —siempre lo hacía—, y mejoraba con cada nuevo encuentro. Pero cuanto más se resistía, más disfrutaba él. Y ahora que los Illuminés, para los que trabajaba, le habían encargado que se asegurara de que o Cartland o Mitchell pagaran por la muerte de Leroux, imaginaba que el inevitable sometimiento de su cuerpo le resultaría todavía más dulce.
Quizá los Illuminés pensaran que se iba a unir a ellos, pero a él no le gustaba ser un segundón.
—¿Tienes alguna sugerencia respecto a la mejor forma de proceder? —preguntó François.
—Quizá podamos atraer la atención de los guardias utilizándome como cebo. Luego podemos asaltar la mansión por la noche y matarlo.
—Pero eso no me dirá quién es el verdadero culpable, ¿no es cierto?
Cartland se puso de pie y le espetó:
—Es evidente que yo soy inocente, ¡si no, nunca me habrían enviado tras Mitchell!
—Y entonces ¿qué hace aquí mademoiselle Rousseau? —François sonrió—. ¿Acaso crees que sólo ha venido para observar y aplaudir mis esfuerzos? Estoy seguro de que no eres ningún estúpido. El plan era enviarte conmigo, con Quinn y con ella. Nada se ha dejado al azar. Y si crees que tu espía —hizo un gesto en dirección al hombre que aguardaba en una esquina de la habitación— te ha dado alguna ventaja, te equivocas.
—Y ¿qué sugieres que hagamos? —replicó Cartland rojo de furia.
François reflexionó un momento y luego se encogió de hombros.
—Mitchell se va a batir en duelo por una mujer. Quizá ella sea la clave para conseguir su confesión.
El inglés palideció.
—¿Estás pensando en secuestrar a la cuñada de St. John? ¿Es que te has vuelto loco?
—No creo que el pirata sea tan temible como se rumorea —dijo François.
—No tienes ni idea —murmuró Cartland. Entonces adoptó una expresión de astuta determinación—. Aunque… quizá tengas razón. —Sonrió con suficiencia—. Pensaré en una forma. Dame tiempo.
François se encogió de hombros de nuevo, pero también empezó a dar forma a sus propios planes en silencio.
—Está bien. Me voy abajo, ¿venís conmigo?
—No. Tenemos cosas que hacer.
—Como queráis.
Con los ojos entrecerrados, Cartland observó cómo Depardue se marchaba.
—Nos está dando más problemas de lo que esperaba —murmuró—. Como no puedo ni pensar en matarlo yo mismo, tendremos que encontrar una forma de acelerar su camino hacia ese final.
—Pues envíalo a buscar a la chica —contestó Jacques con despreocupación—. Ha sido idea suya; no debería poner muchas pegas.
Cartland sonrió mientras reflexionaba en la idoneidad del plan. Si Mitchell o St. John se ocupaban de Depardue en su lugar, conseguiría aumentar su presunción de inocencia.
—¿Podrías ayudarlo a entrar?
—Oui.
—Excelente. Ocúpate de ello.
Cuando Amelia encontró a Pietro, el hombre estaba llevando un caballo del corral hacia el establo. Por un momento, se quedó asombrada del gran parecido que guardaba con Colin. Al haber dejado los recuerdos de su amor de infancia en el pasado no se había dado cuenta antes, pero ahora que había visto al Colin hombre, las similitudes eran imposibles de ignorar. Verlo le resultó angustioso y se le llenaron los ojos de lágrimas. Aunque trató de hacerlas desaparecer parpadeando, eran demasiadas y le nublaron la vista. Se las limpió con enfado.
—Señorita Benbridge. —Pietro la miró con compasión—. Duele mucho. Ya lo sé.
Ella asintió.
—¿Cómo estás tú?
—Estoy enfadado —admitió—, pero me alegro de haberlo recuperado. Si amaba al chico que fue en su día, quizá usted se sienta igual.
—Me alegro de que siga con vida —consiguió decir Amelia—. ¿Necesitas algo?
Él esbozó una sonrisa ladeada.
—Es muy considerado de su parte pensar en mí en un momento como éste. La verdad es que comprendo que la adore.
Ella se ruborizó ante el delicado cumplido.
—Lleva muchos años amándola, señorita Benbridge. —La profunda voz de Pietro y su ligero acento la tranquilizaron, aunque no podía decir lo mismo de sus palabras—. Yo intenté disuadirlo desde el principio, pero se negaba a escucharme. Creo que es muy revelador el hecho de que los dos sigan sintiendo tanto por el otro después de haber estado separados todos estos años.
—Eso no cambia el hecho de que se sienta inferior a mí —dijo ella, con un suspiro tembloroso—. O que a mí no me guste la persona en la que me he convertido tratando de convencerlo de su valor.
Él la observó durante largo rato y luego asintió.
—¿Me ayuda?
—Claro. —Amelia se acercó—. ¿Qué necesitas que haga?
—¿Puede llevar este caballo al establo por mí? Aún tengo algunos que pasear antes de que se ponga el sol.
Ella cogió las riendas que le entregaba. Pietro le dedicó una sonrisa un tanto extraña, pero en ese momento todo lo que tenía que ver con su vida a Amelia le parecía muy insólito.
—Gracias —murmuró el hombre y se marchó.
Ella se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta del establo.
En cuanto entró, se dio cuenta de las intenciones de Pietro. Se quedó inmóvil y sin aliento, presa de una mezcla de sorpresa y colérico deseo.
Colin estaba de espaldas a ella, pero lo reconoció al instante. Tenía el torso desnudo y llevaba unos calzones desgastados y vulgares, junto con unas botas hessianas. Sus poderosos músculos se flexionaban por debajo de su piel sudorosa, mientras cepillaba con energía el pelaje de un caballo.
El repentino asalto de recuerdos de su infancia casi la hizo perder el equilibrio. La imagen de los arañazos que sus propias uñas le habían dejado en la piel dorada añadía mayor aliciente al atractivo cuerpo de Colin, que ella se moría por poseer de nuevo.
Él se detuvo al notar el peso de su escrutadora mirada. La profunda inspiración de ella hizo que volviera la cabeza para mirarla.
—Amelia.
Se incorporó y dio media vuelta, mostrándole aquel pecho que ella había venerado con la boca y con las manos.
Era divino. Tan atractivo y viril que al mirarlo le dolía el corazón.
—¿Estás sola? —le preguntó él.
—Completamente.
Colin se estremeció y dio un paso hacia ella.
—Por favor, no te acerques —le pidió Amelia.
Él apretó los dientes y se detuvo.
—Quédate. Habla conmigo.
—Y ¿qué podría decir? Ya he escuchado tus motivos. Ya entiendo por qué actuaste de la forma en que lo hiciste.
—¿Hay alguna esperanza para nosotros?
Ella negó con la cabeza.
La agonía transformó el rostro de Colin.
—Mírame —le ordenó entonces con la voz entrecortada—. Mira dónde estamos. Aquí es donde estaría si no me hubiera marchado: cuidando de los caballos de St. John mientras tú vivieras en una mansión en la que yo no podría entrar. ¿Cómo habríamos conseguido estar juntos? Explícamelo.
Amelia se tapó la boca para sofocar un sollozo.
—¿Y si renunciara a todo? —prosiguió Colin. Sus palabras destilaban tal desesperación que a ella se le rompió el corazón todavía más—. ¿Y si volviera a aceptar un puesto de sirviente en tu casa? ¿Me aceptarías entonces?
—Maldito seas —exclamó ella, a la defensiva—. ¿Por qué tienes que cambiar para estar conmigo? ¿Por qué no puedes limitarte a ser quien eres?
—¡Yo soy éste! —Abrió los brazos—. Éste es el hombre en el que me he convertido, pero sigue sin ser lo que tú quieres.
—Y ¿a quién le importa lo que yo quiero? —Amelia se acercó a él—. ¿Qué es lo que quieres tú?
—¡Yo te quiero a ti!
—Entonces ¿por qué no dejas de alejarte? —le espetó—. Si me quieres lucha por mí. Pero hazlo por ti, no por mí.
Amelia le lanzó las riendas del caballo.
Él le cogió la mano.
—Te quiero.
—No lo suficiente —susurró ella, soltándose. Luego dio media vuelta y salió del establo entre un frufrú de seda.
Colin se quedó absorto un buen rato, tratando de pensar qué más podía hacer o decir para recuperar su amor. Lo había hecho todo, y lo había perdido todo.
Entonces, una oscura figura apareció en la puerta y Colin ocultó sus agitadas emociones.
—St. John.
El pirata le lanzó una mirada astuta.
—Han avistado a un jinete solo merodeando por una colina cercana. Lo están siguiendo de vuelta a la ciudad.
Él asintió.
—Gracias.
—Pronto servirán la cena.
—No creo que pueda soportarlo.
La idea de tener que fingir indiferencia mientras Ware se apropiaba de Amelia en público era demasiado para él.
—Les transmitiré sus excusas.
—Le debo mucho.
St. John vaciló un momento y luego entró un poco más en el establo.
—¿Alguna vez tuvo la desgracia de conocer a lord Welton?
—Una vez. Muy brevemente.
—¿Qué recuerda de él? ¿Conserva alguna impresión?
Colin frunció el cejo y trató de remontarse a aquel día tan lejano.
—Recuerdo haber pensado que no había ninguna calidez en sus ojos.
—No tenía nada que ver con la señorita Benbridge.
—Pues claro que no.
—Y, sin embargo, ella parece creer que son criaturas similares —murmuró St. John—. O por lo menos que ella es capaz de convertirse en la misma clase de persona. Cada vez que hace algo para satisfacer sus deseos en lugar de dejar que sea la razón quien dicte sus decisiones, lo ve como una debilidad.
Colin digirió la información con cautela. Cuando estaba con él, Amelia era una criatura apasionada. Siempre lo había sido. Pero se separaron justo cuando ella acababa de descubrir la traicionera naturaleza de su padre. Era lógico pensar que habría cambiado de alguna forma al descubrir la maldad de Welton. Colin estaba intentando atraer a la chica que conoció años atrás, pero Amelia ya no era aquella chica. Debía tenerlo en cuenta.
—Ware es la elección más razonable para ella —dijo, pero ya no lo pensaba.
La vitalidad de Amelia procedía del fuego apasionado que ardía en su interior. Y eso era algo digno de explorar, como ocurriría si se quedaba con Colin. Esa chica no podía desaparecer tras el decoro que la sociedad le exigiría al ser la esposa de Ware.
—Sí —convino St. John—. Lo es.
Y se marchó con el mismo sigilo con el que había llegado, dejando a Colin con mucho en que pensar.
Amelia estuvo muy tensa durante la cena; no podía olvidar que Colin estaba comiendo en su habitación. La discusión que había mantenido con él en los establos la torturaba. Estaba siendo una compañía desastrosa: hablaba muy poco y ensombrecía el ánimo general, ya de por sí bastante lúgubre. Por mucho que se esforzara, no era capaz de olvidar la imagen de Colin trabajando en el establo, un lugar que podría seguir ocupando si se hubiera quedado en la casa años atrás. Había sido una revelación muy impactante y no sabía qué creer.
Se retiró pronto y rezó para que el cansancio se apoderara de ella, pero el destino no era tan compasivo. No podía dormir y pasó largas horas dando vueltas en la cama. Al final, dejó de esforzarse y abandonó el calor de su lecho revuelto, se puso la bata sobre el camisón y bajó a la biblioteca.
Era muy tarde y todo el mundo estaba durmiendo; eso significaba que tenía la casa para ella sola. A veces merodeaba por la mansión de St. John por las noches; la reconfortaba el silencio y aquella sensación de soledad que le recordaba su infancia. Dejaba volar su imaginación e inventaba historias y cuentos utilizando pasajes de sus libros favoritos, y siempre acababa en la biblioteca.
La puerta estaba entreabierta y la luz parpadeante de un fuego revelaba la presencia de alguien en su interior. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, y se le puso la carne de gallina. Se arrepintió de haber bajado y quiso regresar corriendo a la seguridad de su cama. Reflexionó un momento y se preguntó mentalmente los motivos por los que debería seguir adelante cuando valoraba tanto la estabilidad.
Desde que Colin había vuelto a su vida, había estado actuando con temeraria desconsideración con todo lo que no tuviera que ver con sus deseos y necesidades. No podía ignorar la relación que todo eso tenía con su padre y apretó los dientes con decisión. Lo más probable era que la persona de la biblioteca fuera Ware, cuya presencia la relajaría y mitigaría el descontrol de emociones que ella sola no conseguía manejar.
Abrió la puerta.
Entró en silencio y de inmediato vio el brazo en mangas de camisa que colgaba por el lateral de un sillón orejero y la enorme mano que sostenía una copa de cristal de forma despreocupada. El tono oscuro de la piel enseguida le dejó muy claro que se había equivocado respecto a la identidad del ocupante, pero no se marchó. Había algo en la forma en que él sujetaba la copa que la alarmó. El líquido ámbar de su interior estaba peligrosamente cerca del borde y a punto de verterse sobre la alfombra.
La habitación era cálida y confortable. Las paredes estaban cubiertas de estanterías que contenían una mezcla de volúmenes antiguos y objetos de un valor incalculable. Había muchos muebles y varias mesitas. Era una biblioteca que se utilizaba, no como esas que servían de mera y ostentosa demostración de riqueza. A pesar del inevitable e inmediato enfrentamiento que la aguardaba con el hombre del sillón, Amelia se tranquilizó al percibir el olor a papel y cuero y también el silencio propio de un lugar de aprendizaje y descubrimiento.
Rodeó el sofá y se encontró a Colin tirado de cualquier forma en él: tenía las largas piernas apoyadas en un taburete, no llevaba ni casaca ni chaleco y la ausencia de pañuelo dejaba entrever parte de su pecho.
La miró con los ojos entornados carentes de emoción y se llevó la copa a sus bien esculpidos labios. Tenía una herida junto a la ceja y un reguero de sangre seca justo debajo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó con delicadeza—. ¿Cómo te has hecho eso?
—Aléjate —le contestó él con voz ronca—. Estoy en una habitación oscura, y he consumido más licor del recomendable. No me hago responsable de lo que pueda hacer si te acercas demasiado.
Sobre el intrincado respaldo de madera de una silla cercana vio su chaleco, la casaca y unas armas: un espadín y una daga.
—¿Adónde has ido?
—Aún no me he ido.
Volvió la cabeza para mirar el fuego.
Ella percibió la tristeza y la desesperación que se ocultaban tras sus palabras y se le encogió el corazón de dolor por él. Por ella.
—Me alegro de que no lo hayas hecho.
—¿Ah, sí? —Colin volvió la cabeza. A la luz del fuego, su atractivo rostro se veía duro y sus oscuros ojos más fríos que de costumbre—. Yo no.
—¿Qué ibas a hacer en este estado?
—No hay ningún motivo por el que deba seguir evitando a Cartland. Debería enfrentarme a él de una vez por todas y ahorrarle a todo el mundo los contratiempos que está causando mi presencia.
—¡Tu vida es el motivo! —protestó ella—. Si te entregas, morirás.
Él esbozó una media sonrisa irónica.
—Ahora que no me queda ninguna esperanza de tenerte, quizá ese destino sea el más compasivo.
—¡Colin! ¿Cómo puedes decir eso?
Amelia se llevó las manos a la boca y luchó contra las lágrimas que asomaron a sus ojos.
Él maldijo en silencio.
—Vete. Ya te he advertido que no soy una buena compañía.
—Tengo miedo de dejarte.
Temía que cumpliera su amenaza y se rindiera.
—No es cierto. Ya lo has hecho, ¿te acuerdas?
Estuvo tentada de seguir hablando, pero su peligroso estado de ánimo la hizo callar. Había visto a St. John en situaciones parecidas en alguna ocasión y siempre se preguntaba de dónde sacaría Maria las fuerzas para ir a buscarlo cuando estaba tan afligido.
«Me necesita», le habría dicho su hermana.
Era evidente que Colin también necesitaba consuelo. Y como ella se había distanciado de él, ya sólo le quedaba recurrir a la botella.
Se le acercó muy derecha y se llevó la manga de la bata a los labios para humedecerla. Luego le levantó la barbilla con una mano para limpiarle la sangre con la otra. Él se quedó muy quieto y la observó mientras la tensión que desprendía su cuerpo la envolvía también, hasta provocarle un hormigueo y acelerarle la respiración.
Colin dejó escapar un rabioso gruñido y volvió la cabeza para posar los labios sobre la sensible piel de su muñeca. Amelia se quedó inmóvil, incapaz de moverse cuando él deslizó la lengua por encima de su palpitante vena.
La copa hizo un ruido sordo al caer sobre la alfombra y, acto seguido, Colin se levantó para tumbarla en el suelo.
—Te deseo. —Su boca abierta se deslizó vorazmente por la tierna piel de su cuello—. Te deseo tanto que me está comiendo vivo.
—Colin… —Al sentirlo de aquella forma, sus casi dos metros sobre ella e intensamente excitado, su pasión se encendió también hasta convertirse en un ardiente fuego—. No deberíamos…
—Nada puede pararlo —respondió él, abriéndole la bata para cogerle un pecho—. Me perteneces.
Amelia volvió la vista en dirección a la puerta que había dejado abierta al entrar.
—La puerta…
Los labios de Colin rodearon su pezón por encima de la finísima tela del camisón. Ella jadeó y se agarró a su pelo.
—Recuerda la otra noche —susurró él contra su pecho—. Acuérdate de cómo me sentiste dentro de ti. Recuerda lo mucho que te llené.
Amelia se estremeció de deseo. Se le calentó la sangre y se le hincharon tanto los pechos que empezaron a dolerle. Los ásperos dedos de Colin masajearon y tiraron de su pezón, provocándole oleadas de placer que se extendieron por todo su cuerpo.
—Colin…
Se puso de nuevo encima de ella y cuando se apoderó de su boca, inundó sus sentidos con el gusto a brandy y aquel otro exótico sabor que le pertenecía sólo a él. Amelia gimió de placer y le lamió la lengua en un desesperado esfuerzo por saciarse más de él.
Notaba el roce de sus manos sobre sus muslos. La fresca brisa nocturna acarició su piel febril y comprendió que él le estaba levantando el camisón. Entonces se puso tensa y se contrajo a la espera de sus caricias, mientras gimoteaba en su boca. La rodilla de Colin se coló entre las suyas y la forzó a abrir las piernas. Ella obedeció con descaro y separó los muslos para darle acceso a su palpitante sexo.
Colin levantó la cabeza y la observó mientras bajaba la mano y la acariciaba.
—Te deshaces cuando estás conmigo —susurró, con el pecho agitado. Luego deslizó dos dedos en su interior y Amelia se arqueó de placer—. Estás hecha para mí.
Sentirlo allí, donde más lo necesitaba, fue demasiado para ella. Lo rodeó con los brazos y le susurró:
—Te quiero dentro de mí. Lléname.
La mirada de Colin se oscureció y sus iris desaparecieron, absorbidos por las dilatadas pupilas.
—Hay tantas cosas que le puedo hacer a tu cuerpo, Amelia. Conozco tantas formas de darte placer… ¿Quieres que te demuestre lo que te vas a perder cuando nos separemos?
—Tú me dejaste primero.
—Pero he vuelto. —Su tono seductor contrastaba intensamente con el dolor que ella veía en su cara—. ¿Volverás tú también? Si te amo lo suficientemente bien, si consigo crearte una adicción lo bastante poderosa por mi cuerpo, ¿volverás a mí?
A ella le tembló el labio inferior y él se lo lamió, compartiendo su cálido aliento con olor a licor. Sus dedos avanzaban y se retiraban, internándose profundamente en su palpitante sexo, haciendo crecer su ardor con delicada habilidad. Sus movimientos eran enormemente íntimos, pero de una forma distinta a la anterior. Las emociones que compartían ya no eran confianza y placer, sino desesperación y dolor.
—Si queda alguna esperanza de que vuelvas a quererme, todo habrá valido la pena —le dijo él, con un suspiro entrecortado.
—Nunca he dejado de quererte —gimió ella con suavidad, mientras le resbalaban las lágrimas por las sienes y le mojaban el pelo—. El problema no es que me falte amor por ti.
Colin posó la mejilla contra la suya.
—Mi mayor dolor era tener la certeza de que, a pesar de mis esfuerzos, nunca conseguiría ser suficiente para ti.
Amelia volvió la cabeza y pegó los labios a los suyos, sintiéndose incapaz de volver a discutir sobre sus diferencias cuando él estaba tan dolido. Colin aceptó su beso con tangible desesperación; su corazón latía con tanta violencia que ella podía oírlo por encima de su propio pulso acelerado. Entretanto, Colin no dejaba de acariciarla, internando los dedos en su húmedo y dolorido sexo. Amelia gimió con suavidad, fue un débil sonido de rendición femenina y de lujuria.
Ese sonido lo cambió todo, ella pudo sentirlo. El chico dolido de su pasado dejó paso al decidido hombre del presente. La desesperación se convirtió en dominio y el desaliento en deseo. Cuando Colin levantó la cabeza y la volvió a mirar a los ojos, tenía el diablo en la mirada.
—Si pudieras ver lo que yo veo… —murmuró.
Ralentizó el movimiento de sus dedos y salió de ella para deslizarlos por su clítoris con maestría.
Ella jadeó y arqueó las caderas involuntariamente, en un esfuerzo por aumentar la presión de su provocadora caricia.
—Siempre tan glotona —le susurró Colin—, siempre tan apasionada. Ardes por mí como si tuvieras sangre gitana en las venas, Amelia.
Le mordió la barbilla y luego dejó resbalar la lengua por su garganta hasta que llegó al molesto cuello del camisón. Entonces se puso de rodillas y se cernió sobre ella de tal forma que Amelia se sintió atrapada. Estaba tumbada en el suelo, con la ropa revuelta, y Colin la tocaba de un modo reservado sólo a un marido. El descaro de la situación potenciaba su ardor, la excitaba más y la hacía sentir más desesperada.
Él siguió levantándole el camisón para besarle los pezones. Su lengua era un instrumento de placer y agonía. Los suaves lametones que prodigaba sobre las tensas cumbres la obligaron a agarrarse a su pelo y estrecharlo contra su cuerpo. Al succionar le provocaba tantas sensaciones que llegó un momento en que fue incapaz de registrarlas todas.
Colin. Su atractivo y exótico Colin. Le estaba haciendo el amor como jamás soñó que lo haría y era incapaz de resistirse. La necesidad y el deseo de él despertaban el suyo, la liberaban de sus inhibiciones y la convertían en una entusiasta esclava de sus exigencias.
—Tienes unos pechos preciosos —la piropeó, sin dejar de repartir besos por el valle que se extendía entre ellos, para brindarle la misma cantidad de atención al olvidado y celoso pezón contrario. Se lo agarró y se lo masajeó con suavidad, mientras lo hacía rodar entre sus dedos—. Eres tan dulce y suave que me podría perder en ti días enteros, semanas.
La idea de ser el recipiente de toda la intensidad de sus deseos era tan excitante como sus caricias, y Amelia se movió contra su mano, sintiendo la inminente necesidad de llegar al orgasmo.
—Por favor…
Colin le mordió el pezón y ella se sorprendió. Luego siguió hacia abajo y dibujó un círculo en su ombligo con la punta de la lengua.
—Aún no.
—Ahora —le suplicó Amelia, acuciada por un intenso anhelo—. Por favor… ahora.
Colin se apartó de ella, privándola de su calor y sus caricias. Sonrió cuando protestó y le dejó ver aquellos incitantes hoyuelos que tanto le gustaban. Se sacó la camisa de los calzones y se la quitó por la cabeza, revelando su escultural pecho y su abdomen tan liso. La piel que cubría su firme musculatura era oscura y tersa. Amelia adoraba su cuerpo, siempre lo había hecho. Le encantaba. Los años de duro trabajo lo habían convertido en un hombre fuerte y poderoso.
—Esa forma que tienes de mirarme nos va a mantener despiertos toda la noche —auguró Colin con un tono de voz grave y sensual.
Se llevó la mano a los calzones y liberó su cautiva erección. Cualquier cordura que pudiera quedar en la mente de Amelia desapareció al instante y se centró en el hombre que tenía delante. Era una fantasía sensual hecha realidad: su brillante torso desnudo hasta la cintura y aquel grueso y hambriento miembro elevándose con orgullosa excitación.
Ella se humedeció los labios, se sentó y alargó los brazos para cogerlo.
—Amelia…
El tono de Colin era una advertencia, pero no hizo ademán de detenerla cuando se inclinó hacia él para acercarlo a su boca.
—Sólo quiero probar —susurró ella, lamiéndose los labios—. Sólo probar.
La lengua de Amelia se deslizó por encima del minúsculo orificio de la punta y Colin siseó entre dientes.
La piel era más suave que cualquier otra cosa que hubiera tocado en su vida y su sabor, salado y primitivamente viril, le resultaba afrodisíaco. Gimió y rodeó el ancho prepucio con los labios para chuparlo con indecisión.
—Cielo santo —gruñó él, estremeciéndose. Luego levantó las manos y las apoyó en la cabeza de ella.
Animada por su respuesta y empujada por el deseo de tenerlo a su merced, Amelia ladeó la cabeza y chupó la palpitante longitud desde el extremo hasta la base. La punta de su lengua siguió el camino de una vena palpitante hasta la hinchada cresta. Luego lo chupó alrededor de la misma y percibió el sabor de su semilla.
Colin estaba seguro de que moriría a causa del placer que le estaba proporcionando con tanto entusiasmo. Parecía perdida en el acto, menos centrada en él y más en su propio disfrute. Tenía el precioso rostro sonrojado, los ojos verdes vidriosos de excitación y los labios rojos hinchados y pegados a su miembro.
—Sí —susurró, mientras ella gemía y lo chupaba con más fuerza—. Tu boca es un paraíso. Más adentro… sí…
El cuerpo de Colin se arqueó con fuerza. Estaba temblando, ardía y jadeaba en busca de un poco de aire. La imagen de su miembro deslizándose entre sus labios lo estaba matando. Hacía sólo una hora pensaba que nunca volvería a tocarla, que jamás volvería a abrazarla ni a sentir su caliente y húmedo cuerpo recibiéndolo mientras alcanzaba el orgasmo debajo de él. Y el dolor de esa pérdida era demasiado intenso como para seguir viviendo. Había perdido toda esperanza y se había quedado sin nada y de repente aquella escena que tenía ante los ojos: sus calzones apenas abiertos, su miembro erecto y palpitante de necesidad, y Amelia… el amor de su vida, saciando su lujuria con apasionado fervor. Esa visión estaba consiguiendo que el éxtasis que sentía crecer en su interior resultara agónicamente intenso.
—Mi amor, no voy a aguantar mucho…
Su voz sonó tan gutural que apenas se entendió a sí mismo, pero ella lo sabía. Amelia comprendió lo que quería decir. Colin lo sabía por cómo lo tocaba y por su forma de mirarlo.
—Hazlo —susurró, rozando la piel húmeda con su cálida boca.
Luego lo rodeó con la mano y empezó a acariciarlo hasta que se le contrajeron los testículos y le temblaron los muslos debido a la intensidad del creciente clímax. Entonces lo agarró del escroto y deslizó los dedos entre su áspero vello para masajeárselo.
A Colin se le escapó una maldición al sentir la tensión que le recorría la espalda.
—Te voy a llenar la boca, maldita sea…
Los ansiosos labios de Amelia se apoderaron de la dolorida cabeza de su pene en una ardiente caricia de hambrienta succión. A Colin se le encogieron los pulmones, se le nubló la vista y la agarró del pelo con fuerza.
Se movió por instinto y la embistió con las caderas para deslizar la verga por su lengua y la parte posterior de su garganta. La sujeción de ella evitaba que pudiera internarse con demasiada fuerza. Amelia gimió en sensual súplica y la vibración resonó por toda su erección y liberó su orgasmo.
Colin rugió cuando explotó y su pene se sacudió con cada nueva expulsión de semen, mientras él enredaba los dedos en su pelo. Entre los violentos latidos de su corazón y su áspera y jadeante respiración, oyó los seductores gemidos de Amelia y su desesperada forma de tragar mientras él se corría como no lo había hecho nunca, embistiendo con fuerza y rapidez hasta que estuvo completamente vacío.
Ella lo soltó tras hacerle una última y lenta caricia con la lengua. Tenía los labios brillantes, impregnados de su semilla y una preciosa y seductora sonrisa en ellos. Colin la miró con asombro y sus pensamientos perdidos en una nube de alcohol y placer. Y, sin embargo, su corazón estaba más despierto que nunca.
¿De verdad había pensado que el sexo mitigaría el amor que sentía por ella y lo convertiría en un sentimiento más controlable? En aquel momento la amaba más que nunca, con temerario y colmado abandono.
¿Perderla? Eso jamás.
La empujó hacia atrás y se deslizó hacia abajo. Le abrió los muslos con las manos y enterró la cara en su húmedo y suave paraíso. A continuación, empezó a chuparla, apartando los pliegues de su sexo para lamerle el clítoris.
—¡Colin! —gritó ella con la voz rebosante de sorprendido y avergonzado placer.
Él sonrió contra su cuerpo y la besó antes de explorar con la lengua aquella minúscula y palpitante abertura que estaba hecha para tragarse su pene. El sabor de Amelia lo emborrachó y le creó adicción.
—No… Por favor.
Había algo en su voz, una nota de pánico que le hizo levantar la cabeza. La miró, vio la salvaje luz que brillaba en sus ojos y le preguntó:
—¿Qué pasa?
—Para, por favor.
Colin frunció el cejo cuando advirtió el intenso rubor de sus mejillas y cómo le temblaban los muslos. Estaba completamente excitada y, sin embargo, le había pedido que se detuviera.
—¿Por qué?
—No puedo pensar…
Raciocinio. Pensamiento consciente. Amelia lo deseaba. Proporcionarle placer le había otorgado poder. Pero dejar que fuera él quien lo hiciera se lo quitaba.
—Piensas demasiado —le dijo con voz ronca—. Relájate. Libera de nuevo a esa mujer que me llevó a su cama sin importarle nada ni nadie.
Ella forcejeó debajo de su cuerpo.
—Me pides demasiado.
—Sí —contestó él—. Te quiero toda. Cada centímetro.
Y entonces empezó a darle placer con sus ávidos labios y su lengua, devorándola, bebiendo de ella, inhalando el primitivo aroma de su esencia hasta lo más profundo de sus pulmones. El innato apetito que sentía por ella respondió trepando e hinchándole el pene como si no acabara de vaciarse.
Amelia se retorció debajo de él y le clavó las uñas en los hombros, suplicando clemencia con voz entrecortada de pura lujuria. Estaba al borde de un altísimo acantilado que la aterrorizaba y Colin la empujaba sin darle cuartel ni espacio para que se pudiera retirar.
Su lengua era un instrumento de atormentador placer: lamía, chupaba y la llevaba cada vez más arriba. Sus labios rodearon su clítoris, lo succionaron y tiraron de él. Y los sonidos que hacía la volvían loca. Los sonidos de Colin la humedecían y la excitaban aún más.
El negro pelo de Colin colgaba entre sus muslos, moviéndose al mismo ritmo que él, obligándola a centrarse, hasta que lo único que pudo sentir fue la tensión de su sexo y el indefenso balanceo de sus caderas.
Él exigía su respuesta, la obligaba a rendirse, la convertía en una criatura de apetitos inconscientes, necesidad y desesperado deseo.
—No… no… no… —jadeó, resistiéndose al mismo tiempo que le sujetaba la cabeza para pegarlo más a ella.
Para que no pudiera volver a abandonarla.
Colin la agarró de las nalgas y la levantó para variar el ángulo y poder deslizarse más en su interior. Internó la lengua con fuerza y rapidez en la palpitante abertura y ella se entregó a un violento clímax, dejó caer los brazos contra el suelo y clavó las uñas en la alfombra.
—¡Colin!
Estaba medio inconsciente, jadeante, pero él aún no había acabado. Antes de que pudiera recuperar el aliento, se había puesto encima de ella, dentro de ella, penetrando en su corazón con su gruesa y dura erección.
—Sí —gruñó Colin, deslizando los brazos por debajo de los hombros de Amelia para inmovilizarla mientras la embestía con sensual elegancia y se hundía en ella hasta el fondo—. Dios… qué placer.
Pegó las caderas a las suyas y se frotó en su interior, consiguiendo que sintiera hasta el último centímetro de su miembro.
Amelia jadeó y se arqueó aceptando su posesión con hambrienta gula, mientras su sexo hinchado se abría para sus incesantes embestidas, a modo de temblorosa bienvenida. Colin la agarró del cuello con una mano y de la cadera con la otra, inmovilizándola contra el suelo. Dominándola. Poseyéndola. Haciéndola suya.
—Eres mía —rugió en voz baja, deslizándose dentro y fuera de ella con movimientos relajados, a pesar de que nada en él desprendía relajación.
En su ruborizado y sudado rostro se reflejaba una expresión ambigua, mitad agonía mitad placer. Concentrada, intensa. Sus ojos ardían. Sus atractivos rasgos estaban tensos a causa del esfuerzo. Era abrasadoramente erótico. Tan íntimo…
Colin le estaba haciendo el amor. Estaba vivo entre sus brazos y en su cuerpo. Susurrándole palabras de amor y deseo, haciendo realidad sueños que ella creía muertos y enterrados para siempre.
La tensión volvió a crecer. Amelia se contrajo alrededor de su miembro y se estremeció, cosa que hizo maldecir y rugir a Colin. Sentía su roce entre los muslos y oía el sonido de sus botas clavándose en la alfombra, y entonces se dio cuenta de que él seguía también medio vestido.
En su mente se representó una imagen del aspecto que debían de tener: ella con la bata abierta y el camisón levantado, él con las botas puestas y los calzones bajados lo justo para sacar su preciosa verga, y los dos acoplados en pleno acto carnal sobre el suelo. Y esa imagen la llevó directa al orgasmo.
—Así —ronroneó Colin, observándola con una feroz sonrisa de posesión en los labios mientras arremetía con fuerza y seguridad y alargaba su placer hasta tal punto que Amelia pensó que la iba a matar.
Cuando alcanzó el clímax y empezó a deshacerse en gemidos, Colin se abandonó a su propio placer: echó la cabeza hacia atrás y apretó la mandíbula.
Amelia lo observó de la misma forma que él la había observado a ella. Le rodeó las caderas con las piernas, lo cogió de la cintura y tiró de él.
Colin aumentó el ritmo y la agarró con más fuerza. Amelia sintió cómo también alcanzaba su clímax, cómo ella lo apretaba como un puño y a él se le contraían los pulmones. Entonces Colin explotó y la llenó de su ardiente semilla, que vertió dentro de ella una y otra vez. El entrecortado y largo gruñido que se le escapó y el estremecimiento que le agarrotó los hombros pregonaban la rotura final de la presa.
—Dios —jadeó luego, temblando y frotándose contra el hinchado e hipersensible clítoris de Amelia, provocándole un nuevo orgasmo.
El placer de ella se coló hasta los huesos, el corazón y el alma de él hasta convertirlos en una sola persona.
—Mi amor —susurró, con su enorme cuerpo sobre el suyo, impregnándola del aroma de su piel—. No pienso dejarte marchar nunca. Eres mía.
Amelia sofocó sus palabras con un beso desesperado.