13

Cuando su carruaje se detuvo en el patio de la posada que le habían indicado los escoltas, Maria cogió el sombrero y los guantes.

—Me sorprende verte tan nerviosa —murmuró Christopher.

Sus ojos entrecerrados le daban una apariencia de engañosa somnolencia, pero ella lo conocía demasiado bien como para no advertirlo.

—Me alegro mucho de que la hayamos encontrado y de saber que fue lo bastante sensata como para llevarse a Tim, pero aún hay que solucionar el asunto de Montoya y Ware. —Maria suspiró—. A pesar de lo triste que fue mi juventud, me alegro de haber estado demasiado ocupada como para no dejarme llevar por aventuras amorosas tan temerarias como ésta.

—Me estabas esperando a mí —ronroneó Christopher, cogiéndole la mano para besársela antes de que se pusiera el guante.

Maria le acarició la mejilla y sonrió.

—Y la espera valió la pena.

Christopher bajó primero y luego ayudó a Maria, que comentó:

—Me extraña que Tim no haya salido a recibirnos.

—A mí también —convino él. Entonces se dirigió al cochero—: Pietro, ocúpate de los caballos y luego descarga la maleta de la señorita Benbridge.

El hombre asintió y puso el carruaje en marcha en dirección a los establos.

—Siempre piensas en todo —lo elogió Maria, entrelazando el brazo con el suyo.

—No. Yo sólo pienso en ti —la corrigió él, mirándola con la ardiente intensidad que había destruido las defensas de ella varios años atrás.

Esperaron a que Simon y mademoiselle Rousseau se unieran a ellos y luego entraron todos juntos a la posada.

—Preguntaré por Tim —dijo Christopher, dirigiéndose al mostrador. Un momento después, le hizo señas a uno de los lacayos que aguardaban junto a Maria para que se uniera a él y juntos siguieron al posadero cuando éste salió de la estancia.

—¿Qué ocurre? —preguntó mademoiselle Rousseau.

—Pidamos algo de comer —propuso Simon—. Estoy hambriento.

—Tú siempre estás hambriento —murmuró ella.

—Se requiere mucha energía para tolerar tu presencia, mademoiselle —le contestó él.

Se alejaron mientras Maria se quedaba esperando junto al otro lacayo. Frunció el cejo al ver aparecer a Christopher seguido de Tim.

Vio la seria expresión en el rostro de éste y se acercó.

—¿Dónde está Amelia?

—Por lo visto, su admirador enmascarado ha decidido mostrarse a cara descubierta —respondió Christopher.

—Oh. —Maria miró a Tim, que parecía preocupado y furioso a un tiempo—. ¿Qué pasa?

—Están hablando en el comedor privado —le explicó Christopher—. Pero han dejado la puerta abierta pensando en el decoro. Y por lo que parece, las cosas no le están yendo muy bien a él.

—¿Por qué no?

—Cuando ha venido a hablar conmigo he pensado que su rostro me resultaba familiar —intervino Tim—. Pero no he caído hasta que los he oído hablar.

—¿En qué has caído? —preguntó ella, mirando alternativamente a su marido y a él—. ¿Quién es? ¿Lo conocemos?

—¿Recuerdas los dibujos que te hice en Brighton? —le preguntó Tim, remontándose a los días del «cortejo» de Christopher.

Después del fallido intento por recuperar a Amelia, Tim recurrió a su excelente memoria y su talento para dibujar a los sirvientes que habían secuestrado a la joven.

Maria asintió, recordando los bonitos dibujos.

—Sí, claro que me acuerdo.

—El hombre con el que está hablando es uno de ellos.

Maria frunció el cejo y trató de recordarlos a todos. Había un dibujo de Amelia con Pietro, junto a una institutriz y un joven mozo de cuadra…

—No es posible —dijo, negando con la cabeza—. Ese joven era Colin, el chico que murió tratando de salvar a Amelia.

—¿No era el sobrino de Pietro? —preguntó Christopher, arqueando una ceja—. Si tenemos alguna duda sobre su identidad, estoy seguro de que él nos ayudará a disiparla.

—Maldita sea —susurró Maria.

Se dio media vuelta y miró a Simon, que estaba sentado en una silla, en el comedor, y se encaminó decidida hacia él.

Simon levantó la vista y, cuando la vio acercarse, sus ojos azules brillaron de alegría, pero luego los entornó con recelo. La sonrisa que asomaba a los sensuales labios del irlandés desapareció en cuanto la resignación se apoderó de sus rasgos. En ese momento Maria supo que era cierto y se le encogió el corazón al pensar en el tormento que debía de estar viviendo su hermana.

—¡Desembucha! —le espetó, cuando Simon se puso de pie.

Él asintió y retiró la silla que quedaba libre entre él y mademoiselle Rosseau.

—Quizá quieras sentarte —le dijo con un suspiro—. Esto podría llevarnos algún tiempo.

—Suéltame, Colin.

Amelia reprimió un sollozo, recurriendo a toda su fuerza de voluntad. Sentir su enorme y poderoso cuerpo presionándole la espalda de forma tan apasionada, era un bálsamo y un castigo al mismo tiempo. Estaba muy nerviosa, tenía las emociones a flor de piel y sus sentimientos fluctuaban entre una embriagadora felicidad y la conciencia de haber sido abandonada, algo que le recordaba demasiado lo que sentía bajo el negligente cuidado de su padre.

—No puedo —repuso él con voz ronca y su caliente mejilla pegada a la de ella—. Tengo miedo de que me dejes si te suelto.

—Quiero dejarte —susurró Amelia—. Como tú me dejaste a mí.

—Era lo único que me podía permitir tener alguna oportunidad de conseguirte. ¿Es que no lo ves? —El tono de su voz era una áspera súplica—. Si no me hubiera marchado a hacer fortuna a otro lugar, jamás habrías sido mía, y yo no lo habría soportado. Hubiera hecho cualquier cosa para tenerte, incluso abandonarte durante un tiempo.

Ella tiró de sus brazos. Cada bocanada de aire que inspiraba estaba impregnada con su olor, y ese aroma la hacía rememorar apasionados recuerdos de la noche que habían pasado juntos. Era un tormento insoportable.

—Suéltame.

—Prométeme que te quedarás y me escucharás.

Amelia asintió. Sabía que no tenía elección. Era consciente de que tenían que encontrar la forma de zanjar aquello para que los dos pudieran seguir adelante con sus vidas.

Se volvió hacia él con la barbilla levantada y trató de mantener una expresión impasible, a pesar de que era incapaz de reprimir las lágrimas. Colin, por su parte, se esforzaba por esconder su angustia. Sus atractivos rasgos estaban oscurecidos por el peso de los dolorosos recuerdos.

—Quizá todo habría sido distinto si me hubieras explicado que deseabas otra vida y me hubieras hecho partícipe de tus planes, en lugar de dejarme al margen —afirmó ella con rotundidad.

—Sé sincera, Amelia. —Entrelazó las manos a la espalda como para evitar tocarla—. Nunca me habrías dejado marchar. Y si tú me hubieras suplicado que me quedara, yo jamás habría tenido la voluntad necesaria para negártelo.

—Y ¿por qué no te podías quedar?

—¿Cómo iba a conseguirte con la escasa paga de un sirviente? ¿Cómo iba a darte el mundo cuando yo no tenía nada?

—¡Podría haberme adaptado a otra forma de vida si te hubieras quedado para vivirla conmigo!

—Y ¿qué me dices de las noches? —la desafió—. ¿Sentirías lo mismo por mí si las hubieras tenido que pasar temblando porque estuviéramos obligados a racionar el carbón? ¿Y los días? ¡Tendríamos que levantarnos antes del alba para trabajar hasta caer rendidos!

—Tú podrías haberme dado calor, como has hecho esta noche —le contestó ella—. Una vida de noches como la de ayer. Me importaría un bledo el carbón si fueras tú quien me calentara la cama. Y los días. Cada nueva hora me acercaría un poco más a ti. Yo habría soportado cualquier cosa si eso nos hubiera unido más.

—¡Te merecías algo mejor!

Amelia dio una patada en el suelo.

—¡No eras tú quien debía decidir si yo era incapaz de llevar esa vida! ¡No eras tú quien debía decidir que no era lo bastante fuerte!

—Yo nunca dudé de que estuvieras dispuesta a hacer ese esfuerzo por mí —argumentó él, con una intensidad que a ella le recordó al antiguo Colin—. ¡De lo que dudaba era de mi propia fortaleza y de mi capacidad para vivir de esa forma!

—¡Ni siquiera lo intentaste!

—No podía —replicó con vehemencia—. ¿Cómo iba a soportar verte las manos estropeadas y enrojecidas día a día? ¿Cómo iba a soportar las lágrimas que se te escaparían cuando necesitaras descansar un momento?

—El amor requiere ciertas privaciones.

—No cuando ibas a ser tú quien hiciera todo el sacrificio. No habría podido vivir conmigo mismo sabiendo que mi egoísmo te había arrastrado a un final tan infeliz.

—Tú no lo entiendes. —Se llevó la mano al corazón—. Yo habría sido feliz sabiendo que tú estabas a mi lado.

—Y yo me habría odiado a mí mismo.

—Ahora lo entiendo. —Abrumada de dolor, Amelia se preguntó cómo podía haberse equivocado tanto respecto al amor que sentían el uno por el otro—. Si no nos hubiéramos conocido, tú habrías sido feliz con la vida que te había tocado, ¿verdad?

—Amelia…

—Tu infelicidad procede de mí y de las expectativas que imaginabas que yo había depositado en ti.

—Eso no es cierto.

—Claro que sí. —El dolor que sentía en el pecho se intensificó hasta que apenas pudo respirar—. Lo siento —susurró—. Ojalá no nos hubiéramos conocido nunca. Podríamos haber sido felices.

Él abrió los ojos como platos.

—¡No digas eso! ¡Nunca! Tú has sido toda mi felicidad.

De repente, Amelia se sentía muy vieja y cansada.

—Dejar tu país y tu familia, cruzar el continente arriesgando tu vida para trabajar como informante de la Corona… ¿A eso lo llamas felicidad? Eres un ingenuo.

—Maldita sea —rugió Colin, agarrándola de los hombros—. Valía la pena por ti. Todo lo que he hecho volvería a hacerlo cien veces para conseguir ser digno de ti.

—Yo nunca pensé que fueras indigno y tú no tuviste esos sentimientos de inferioridad hasta que me conociste. Eso no es amor, Colin. No sé lo que es, pero sí sé lo que no es.

Su repentina serenidad lo puso muy nervioso y empezó a pensar en las posibles maneras de mantenerla vinculada a él. La noche anterior habían estado lo más unidos que pueden aspirar a estar dos amantes y, sin embargo, en ese momento eran como dos desconocidos.

—Por muchas dudas que te pueda inspirar mi revelación, no subestimes lo que siento por ti. Te quiero. Te amé desde la primera vez que te vi y nunca he dejado de hacerlo. Ni un solo momento.

—¿Ah, no? —Amelia se secó las lágrimas con las manos con tanta calma que Colin sintió una punzante intranquilidad—. Y ¿qué me dices de los momentos en que adquirías experiencia para hacer el amor con la habilidad que has demostrado esta noche? ¿También estabas enamorado de mí entonces?

—Claro que sí, maldita sea. —La estrechó con más fuerza, presionando su cuerpo contra el suyo—. Incluso entonces. Para un hombre, el sexo no es más que sexo, no hay más. Necesitamos vaciarnos de vez en cuando para funcionar con normalidad. Eso no tiene nada que ver con los sentimientos.

—¿Así que sólo estabas satisfaciendo tus necesidades, como hiciste detrás de aquella tienda cuando éramos más jóvenes? —Amelia negó con la cabeza—. Ayer por la noche, cada vez que me tocabas, cada vez que me acariciabas… no dejaba de preguntarme con cuántas mujeres habrías estado para adquirir tanta habilidad.

—¿Estás celosa? —preguntó, desgarrado por dentro y asustado de lo rápido que ella se había recompuesto. Amelia hablaba sin inflexiones, sin sentimientos, como si nada le importara—. ¿Preferirías haber sido tú la que satisficiera mis necesidades más primarias sin que mediara ningún sentimiento? ¿Sin afecto o interés?

—Sí que estoy celosa, pero también estoy triste. —Sus preciosos ojos estaban vacíos—. Has vivido toda una vida sin mí, Colin. Es muy probable que de vez en cuando te hayas sentido satisfecho con lo que hacías. Y esas mujeres no te hacían desear ser una persona que no eres, como hago yo.

—Yo nunca pienso en ellas —replicó, cogiendo su hermoso rostro entre las manos—. Nunca. Mientras lo hacía, siempre pensaba en ti y en lo mucho que te deseaba. Siempre deseé que fueras tú. Sentía un dolor que no desapareció nunca. Aprendí, sí. Adquirí experiencia, es cierto. Pero ¡lo hice por ti! Para poder serlo todo para ti, para poder satisfacerte en todos los sentidos. Yo quería ser cuanto necesitabas y cuanto querías.

—Qué pena —dijo ella—. Se me rompe el corazón de saber que te he impedido ser feliz.

Colin estaba furioso de impotencia y confuso por la dirección que estaba tomando la conversación, así que la cogió con fuerza y se apoderó de su boca para perderse en su cálida y húmeda profundidad.

En sus labios percibió el sabor del dolor y la tristeza de Amelia y también su amargura y su rabia. Bebió todas sus emociones acariciándole la lengua con la suya antes de internarse en su boca con ferocidad.

Ella se agarró a sus antebrazos con ambas manos, gimió y tembló entre sus brazos. El cuerpo de Amelia no se podía resistir al suyo, ni siquiera en ese momento. Colin odiaba tener que explotar esa debilidad, pero lo haría si era necesario.

—Mi boca es tuya —le dijo con voz ronca, deslizando sus labios húmedos por encima de los suyos—. Nunca he besado a otra mujer. Jamás. —Le cogió la mano y se la puso sobre el corazón—. ¿Ves lo fuerte que late? ¿Con qué desesperación? Es por ti. Todo lo que he hecho ha sido siempre por ti.

—Para —jadeó ella, mientras sus pechos presionaban el brazo de Colin con su agitada respiración.

—Y mis sueños… —Rozó la mejilla contra la de ella—. Mis sueños siempre han sido tuyos. Siempre he aspirado a mejorar para ser digno de ti.

—Y ¿cuándo llegará ese día, Colin?

Él se retiró y la miró con el cejo fruncido.

—Después de todos estos años, sigues encontrando motivos para alejarme de ti —prosiguió ella—. Hasta que ayer por la noche yo forcé la situación. —Amelia suspiró y Colin percibió una nota de adiós en el triste sonido—. Creo que sólo vimos lo que queríamos ver en el otro, pero al final el abismo que hay entre nosotros es tan grande que no se puede cruzar únicamente con ilusiones.

A Colin se le heló la sangre, algo muy sorprendente, teniendo en cuenta que tenía el cuerpo de Amelia pegado al suyo.

—¿Qué me estás diciendo?

—Te estoy diciendo que estoy cansada de que todo el mundo me deje de lado y me olvide a la espera de que llegue el momento perfecto. Llevo toda la vida viviendo así y me niego a seguir haciéndolo.

—Amelia…

—Lo que te estoy diciendo, Colin, es que cuando salgamos de esta sala, nos despediremos para siempre.

Un suave sonido llamó la atención de Simon, que levantó la vista de los mapas que tenía extendidos sobre su escritorio. Miró al mayordomo con las cejas arqueadas.

—¿Sí?

—Hay un joven en la puerta que pregunta por lady Winter, señor. Ya le he dicho que ni ella ni usted están en casa, pero no quiere irse.

Simon se enderezó.

—¿Ah, sí? Y ¿quién es?

El sirviente carraspeó.

—Parece un gitano.

La sorpresa lo dejó sin palabras un segundo, pero después dijo:

—Hazlo pasar.

Se tomó un momento para recoger los documentos de la mesa. Luego se sentó y esperó a que el desconocido entrara en su despacho.

—¿Dónde está lady Winter? —preguntó el chico.

La tensión que se percibía en sus hombros y en su mandíbula dejaba entrever lo decidido que estaba a conseguir lo que fuera que hubiese ido a buscar allí.

Simon se reclinó en su sillón.

—Según he oído decir, está de viaje por el continente.

El joven frunció el cejo.

—Y ¿la señorita Benbridge está con ella? ¿Cómo puedo encontrarlas? ¿Tiene su dirección?

—¿Cómo te llamas?

—Colin Mitchell.

—Muy bien, Colin Mitchell, ¿quieres beber algo?

Simon se puso de pie y se acercó a la hilera de decantadores alineados sobre la consola, delante de la ventana.

—No.

Simon reprimió una sonrisa, sirvió dos dedos de brandy en una copa y se dio la vuelta, apoyándose en la consola, con un pie cruzado sobre el otro.

Mitchell se había quedado quieto donde estaba, contemplando la habitación y deteniéndose de vez en cuando en algunos objetos en concreto, entornando los ojos. Era un joven muy fornido y tenía un exótico atractivo que Simon supuso que las mujeres encontrarían muy seductor.

—¿Qué harías si hallaras a la dulce Amelia? —le preguntó—. ¿Trabajar en los establos? ¿Cuidar de sus caballos?

Mitchell abrió los ojos como platos.

—Sí, sé quién eres, aunque me habían dicho que estabas muerto. —Se llevó la copa a los labios y se bebió todo su contenido de golpe. Notó cómo se le calentaba el estómago y sonrió—. Entonces ¿eso es lo que pretendes? ¿Trabajar como su subordinado y desearla a distancia? ¿O quizá quieras hacerle el amor sobre el heno con tanta frecuencia como te sea posible, hasta que se case con otro o se quede embarazada de ti?

Simon se enderezó y dejó la copa, preparándose para el esperado —y, sin embargo, sorprendentemente fuerte— puñetazo que lo lanzó al suelo. Los dos rodaron por la alfombra y pelearon, tirando una mesa a su paso y rompiendo las figuras de porcelana que tenía encima.

A Simon sólo le llevó un momento ganar. Le habría costado menos si no hubiera estado preocupándose por no lastimar al chico.

—Ríndete —le ordenó—. Y escúchame.

Ya no arrastraba las palabras; de repente su tono era firme y serio.

Mitchell se quedó quieto, pero sus rasgos seguían reflejando su furia.

—¡No vuelva a hablar de Amelia de esa forma! —masculló.

Simon se puso de pie y le tendió la mano para ayudarlo a levantarse.

—Me estoy limitando a señalar lo evidente. No tienes nada. Nada que ofrecerle, nada con lo que mantenerla, ningún título que darle ni tampoco prestigio.

El joven apretó los dientes y los puños al oírlo.

—Eso ya lo sé.

—Estupendo. Vamos a ver —Simon se puso bien la ropa y se volvió a sentar tras el escritorio—, ¿qué me dirías si te ofreciera mi ayuda para que consigas lo que necesitas para ser digno de ella? Dinero, una buena casa, quizá incluso algún título de una tierra lejana, que encaje con tu aspecto exótico…

Mitchell se quedó helado y entornó los ojos con ávido interés.

—¿Cómo?

—Yo me dedico a ciertas actividades que podrían encajar con el perfil de un joven con tu potencial. He oído hablar de tu brillante intento de rescate de la señorita Benbridge. Creo que con el entrenamiento adecuado me podrías ser de mucha utilidad. —Sonrió—. No le haría esta oferta a nadie más. Así que espero que te consideres afortunado.

—¿Por qué yo? —preguntó Mitchell con recelo y cierto tono de burla en la voz. Era un poco cínico, cosa que a Simon le pareció excelente. No le serviría de nada un chico completamente inocente—. Usted no me conoce y no sabe de qué soy capaz.

Simon lo miró fijamente.

—Sé muy bien lo que es capaz de hacer un hombre por la mujer que le gusta.

—Yo la amo.

—Sí. Hasta el punto de que estarías dispuesto a ir tras ella sin importarte lo que eso pudiera suponer para ti. Y yo necesito ese nivel de dedicación. A cambio, me encargaré de convertirte en un hombre rico.

—Eso podría tardar años. —Mitchell se pasó una mano por el pelo—. No sé si podré soportarlo.

—Eso os dará tiempo de madurar y ella podrá darse cuenta de todo lo que se ha perdido durante todos esos años. Y entonces, si te acaba aceptando, sabrás que está tomando la decisión con el corazón de una mujer y no con el de una niña.

El joven se quedó inmóvil un buen rato. Resultaba evidente cómo le pesaba la responsabilidad de la decisión.

—Pruébalo —le animó Simon—. ¿Qué daño te puede hacer?

Por fin, Mitchell soltó el aire y se dejó caer en el sillón que había al otro lado del escritorio.

—Lo escucho.

—¡Excelente! —Simon se reclinó en su asiento—. Esto es lo que yo pienso…

—¿Por qué no me dijiste nada? —le preguntó Maria, cuando Simon acabó de contárselo todo. Lo miraba como si fuera un completo desconocido. Y, en realidad, tenía la sensación de que lo era.

—Si te lo hubiera dicho, mhuirnín —dijo él con suavidad—, ¿le habrías ocultado la información a tu hermana? Claro que no; y, en cualquier caso, no era yo quien debía decidir.

—Y ¿qué me dices del dolor y el sufrimiento de Amelia?

—Una consecuencia desafortunada, pero yo no podía hacer nada para aliviarlo.

—¡Me podrías haber dicho que seguía vivo!

—Mitchell tenía todo el derecho a convertirse en un hombre digno del amor de Amelia. No lo culpes por perseguir a la mujer que ama de la única forma posible para él. Precisamente yo comprendo muy bien sus motivaciones. —Hizo una pausa y después siguió hablando con voz más relajada—. Además, lo que él decidiera hacer con su vida no es cosa tuya.

—Pero sí es de mi incumbencia ahora que afecta a la señorita Benbridge —aseveró una voz por detrás de ellos.

Maria se dio media vuelta sobre la silla para mirar al hombre que había hablado.

—Lord Ware —lo saludó, sintiendo que se le encogía el corazón.

Nunca había visto al conde con un atuendo tan informal y, sin embargo, su alta figura y su mandíbula apretada reflejaban una tensión que dejaban entrever lo lejos que estaba de ser un hombre despreocupado. Se había recogido el pelo negro en una cola con un cinta y llevaba botas en lugar de tacones.

—¿Éste es el prometido? —preguntó mademoiselle Rousseau.

—Milord —lo saludó Christopher—, estoy impresionado por su devoción.

—Hasta que ella me diga lo contrario —contestó el conde con seriedad—, considero que el bienestar de la señorita Benbridge es una de mis responsabilidades.

—Hacía años que no me lo pasaba tan bien —dijo Lysette, sonriendo abiertamente.

Maria cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. Christopher, que estaba justo detrás de ella, le posó las manos en los hombros y se los estrechó con ternura.

—¿Alguien puede ponerme al día? —preguntó Ware.

Maria miró a Simon, que le devolvió la mirada arqueando las cejas.

—¿Con cuánta delicadeza debería hablar?

—No es necesaria ninguna delicadeza —respondió Ware—. No soy ningún ignorante ni un débil.

—Va a emparentar con nuestra familia —apuntó Christopher.

—Cierto —convino Simon, pero entornó los ojos.

A continuación, resumió los hechos que los habían conducido al momento presente, poniendo especial atención en no revelar nombres como el de Eddington. Simon siempre tenía muy presente que no podía dar esa clase de información.

—¿Me está diciendo que el hombre de la máscara es Colin Mitchell? —preguntó Ware, frunciendo el cejo—. ¿El chico del que la señorita Benbridge se enamoró cuando era una jovencita? ¿Y ella no sabe que es él?

—Ahora ya lo sabe —murmuró Tim.

—Mitchell se lo está confesando en este preciso momento —explicó Christopher.

Se oyó un ruido sordo tras ellos y todos se volvieron para mirar a Pietro, que estaba de pie, con la boca abierta y una maleta a los pies.

—¡Eso es imposible! —dijo el cochero con vehemencia—. Colin está muerto.

Maria fulminó a Simon con la mirada y él esbozó una mueca de dolor.

—Esto se pone más fascinante a cada momento que pasa —comentó Lysette.

—Eres una criatura vil —le espetó Simon.

Maria se levantó de la silla.

—Debería ir a ver cómo van las cosas.

—No será necesario —murmuró su marido, mirando detrás de ella.

Todas las cabezas se volvieron en dirección al pasillo que conducía al comedor privado. Amelia apareció con los ojos y la nariz rojos y el pelo alborotado; era la viva imagen de una belleza con el corazón roto.

Mitchell salió del comedor justo detrás de ella y su presencia dejó sin aliento a todos los allí reunidos. Llevaba una ropa muy elegante y se movía con seguridad; no había en su alta figura ni rastro de su anterior vida de servidumbre. Era un hombre muy atractivo, de ojos oscuros y sensuales rodeados por unas largas y gruesas pestañas, boca voluptuosa y una mandíbula decidida. Él también tenía aspecto de estar destrozado y profundamente herido y Maria sintió lástima por ambos.

—Amelia… —La refinada voz de Ware sonó preocupada.

La mirada verde de ella se encontró con la suya y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Colin.

El tono agónico de Pietro se sumó a las revelaciones del día.

Distraída con todo lo que estaba pasando, Maria no sospechó las intenciones de Ware hasta que éste se acercó a Mitchell y le preguntó:

—¿Se considera usted un caballero?

Colin apretó los dientes.

—Claro que sí.

Ware lanzó entonces un guante a sus pies.

—En ese caso, exijo satisfacción.

—Se la concederé.

—Cielo santo —susurró Maria, llevándose la mano a la garganta.

Christopher se alejó de ella y, deteniéndose junto al conde, dijo:

—Será un honor ser su padrino, milord.

—Gracias —replicó Ware.

—Yo seré el de Mitchell —intervino Simon, uniéndose a ellos.

—¡No! —gritó Amelia, mirando horrorizada a los cuatro hombres—. Esto es absurdo.

Maria tiró de ella.

—No puedes interferir.

—¿Por qué no? —preguntó su hermana—. Esto no es necesario.

—Sí lo es.

—Tengo una casa en Bristol —afirmó Ware—. Sugiero que vayamos todos allí.

Mitchell asintió y respondió:

—Ése era mi destino, así que me parece muy conveniente.

—Yo he provocado esto. —Amelia miró a Maria con aire suplicante—. Mi egoísmo ha sido lo que nos ha conducido a esta situación. ¿Cómo puedo detenerlo?

—Lo hecho, hecho está —dijo su hermana, acariciándole la espalda.

—Quiero ir con ellos.

—No creo que sea lo más conveniente.

Christopher se volvió hacia ella y Maria vio en su cara que no estaba de acuerdo. No comprendía por qué querría que fueran con ellos, pero ya tendría tiempo de averiguar sus motivos. Cualquiera que fuera su idea, ella confiaba ciegamente en él y sabía que su marido siempre se preocupaba por su bienestar y su felicidad.

—Pues yo quiero ir —insistió Amelia con más decisión.

—Cálmate —le aconsejó Maria suavemente—. Podemos hablar de ello después de un baño caliente, cuando nos hayamos cambiado de ropa.

Su hermana asintió y se marcharon a pedir agua caliente y una bañera. Como todo el mundo estaba absorto en sus propios pensamientos, nadie advirtió al hombre que se había sentado en un sillón en sombra en la esquina. Y aún llamó menos la atención cuando se marchó.

Cuando salió, Jacques tiró del ala de su sombrero tapándose más la cara y recorrió el camino de entrada en dirección al carruaje que aguardaba unos metros más allá.

Abrió la puerta y miró en su interior.

—Acaban de retar a duelo a Mitchell.

Cartland sonrió.

—Entra y cuéntamelo todo.