12

Alguien llamó a la puerta y el sonido la despertó. Maria, medio dormida, tardó un momento en recordar dónde estaba. Entonces, los recuerdos del día anterior y la larga noche que había pasado medio en vela acudieron a su mente como una avalancha. Se sentó en la cama a toda prisa, apartó las sábanas y corrió hacia la puerta.

—¡Christopher!

Se lanzó con alegría a los brazos de su marido, que la abrazó, levantándola del suelo para entrar con ella en la habitación.

—¿Cómo me has encontrado tan deprisa? —le preguntó, mientras él cerraba la puerta de una patada.

—Habría sido mucho más rápido si te hubieras quedado en casa de uno de mis hombres en lugar de pernoctar en esta pocilga, maldita seas. ¿Qué narices haces aquí?

—Simon insistió.

Ella había intentado que se quedaran en una de las muchas casas que Christopher poseía repartidas por todo el país. No eran elegantes: eran pequeñas casitas habitadas por hombres ya mayores, que vivían de pensiones que les proporcionaba St. John. Eran lugares seguros, cómodos y solían estar ubicados en rincones tranquilos en los que se hacían pocas preguntas y no se recibían muchas visitas. Gracias a esas casas habían salvado muchas vidas.

—Pues maldito sea él también —exclamó Christopher.

Luego se apoderó de sus labios y la besó con avidez.

Cuando a ella le flaquearon las piernas y se quedó sin aliento, él murmuró:

—Maldita bruja. ¿Por qué me atormentas de este modo?

—¡Esto no ha sido culpa mía! —protestó Maria, quitándole el sombrero.

—Claro que sí. —La llevó a la cama y la lanzó sobre ella. Su mirada se calentó al ver que sólo llevaba la camisola. Luego se quitó la capa y añadió—: Si no hubieras dejado que Amelia siguiera fantaseando, ahora no tendríamos que perseguirla y yo no habría pasado la noche helado dentro de un carruaje.

—Se habría marchado sola.

Maria se metió bajo las sábanas.

Christopher atizó el fuego, se quitó el chaleco y las botas y se metió en la cama junto a ella, con los calzones y la camisa puestos.

—Dime cómo me has encontrado tan deprisa —le pidió ella, acurrucándose a su lado.

—Cuando Sam regresó para decirme que te habías ido, mencionó a Quinn. Mandé a algunos hombres a averiguar dónde se alojaba y en sus aposentos encontraron a su asistente, que estaba recogiendo sus cosas. Lo seguí y él me trajo hasta aquí.

Maria frunció el cejo y levantó la cabeza.

—¿Cómo es posible? No teníamos ni idea de que nos íbamos a quedar aquí hasta que llegamos.

—Quinn debía de saberlo, porque su asistente y la doncella de su compañera francesa han venido directamente a este lugar. Tú misma has dicho que fue él quien insistió.

—Insistió en que no nos alejáramos de la carretera.

Pero al pensar en ello, recordó que fue Simon quien le pidió que se alojaran en la primera posada que encontraran antes de llegar a Reading. Maria había protestado por el sórdido aspecto del lugar, pero él se quejó de que tenía el culo dolorido y mucha hambre.

—No lo entiendo. —Se sentó y miró a su marido, que se había apoyado contra el cabezal—. Nuestro encuentro en la tienda fue fortuito, de eso estoy segura. E incluso aunque me equivocara, no había forma de que Simon supiera que Amelia saldría corriendo como lo hizo.

—Pero sí sabía a quién perseguía ella y adónde se dirigía ese hombre… —Christopher calló y dejó que ella sacara sus propias conclusiones.

—Me dijo que estaban de vacaciones y, sin embargo, tú dices que su asistente y sus cosas aún no estaban preparadas. ¿Por qué me engañaría? ¿Por qué querría fingir ayudarme cuando tenía sus propios motivos para seguir al conde?

—Tendremos que hacerle algunas preguntas dentro de unas horas, cuando nos levantemos.

—¿¡Dentro de unas horas!?

Él bostezó y tiró de ella para estrecharla entre sus brazos.

—Su habitación está vigilada y aún es muy temprano. Les he ordenado a algunos jinetes que sigan el rastro de Amelia. No hay nada que no pueda esperar a que eche la cabezadita que tanto necesito. Tengo que dormir un poco o no serviré para nada durante el resto del día. Además, y espero que me perdones por decirlo, tú tampoco pareces estar muy descansada.

Maria se dejó abrazar por su esposo con cierta reticencia. Era una mujer que actuaba rápido. Eso era lo que la había mantenido con vida hasta ese momento.

—No duermo bien cuando no estoy contigo —reconoció.

Él la abrazó con más fuerza y le dio un beso en la cabeza.

—Me alegro de oír eso.

—Me debo de haber acostumbrado a tus ronquidos.

Christopher levantó la cabeza.

—¡Yo no ronco!

—¿Cómo lo sabes? Estás dormido cuando lo haces.

—Alguien me lo habría dicho antes que tú —argumentó.

—Quizá las agotabas tanto que se quedaban dormidas antes de acabar.

St. John gruñó y la inmovilizó bajo su cuerpo. Ella parpadeó con fingida inocencia. Nadie se atrevía a tomarle el pelo al temido pirata salvo ella. Despertar su ira era una deliciosa tentación a la que no se podía resistir: sabía bien que cuanto más lo molestaba, él más se excitaba.

—Si necesitas cansarte, señora —replicó, metiendo la mano entre ellos para desabrocharse los pantalones—, soy perfectamente capaz de ocuparme de esa tarea.

—Acabas de decir que no servías para nada y que necesitabas echar una cabezadita.

Él le levantó la camisola y le cogió el sexo con la mano. Maria se humedeció inmediatamente. Christopher percibió su caliente deseo. Ella gimió cuando la acarició de nuevo y él esbozó una sonrisa arrogante, separándose un poco para situar su erección.

—¿Te parece que esto no sirve para nada? —ronroneó, penetrándola.

—Oh, Christopher —susurró Maria, abrumada por el intenso placer que le proporcionaba. Después de casi seis años de matrimonio, el ardor que sentía por él no se había reducido ni un ápice—. Te quiero tanto… Por favor, no te quedes dormido antes de que llegue al orgasmo.

—Pagarás por esto —le dijo con la voz teñida de placer.

Y se aseguró de que así fuera.

Fue maravilloso.

Colin estaba enjuagando su cuchilla cuando un ruido llamó su atención y lo hizo detenerse. Escuchó con atención con los nervios alerta y preparado para una posible confrontación.

Ya hacía un rato que Amelia había vuelto a su cuarto, pero él dudaba mucho de que se hubiera dormido. Era demasiado curiosa y tenía una naturaleza demasiado impaciente. Conociéndola como la conocía, imaginaba que debía de estar paseando nerviosa por la habitación, mirando continuamente el reloj y contando los minutos que quedaban para que llegara el momento en que él le revelara su identidad.

Ahí estaba. Lo oyó de nuevo. El evidente sonido de alguien que rascaba la puerta.

Dejó la cuchilla, cogió un paño y se estaba secando la cara cuando su asistente abrió la puerta. Detrás de él, Jacques entró con expresión seria.

—Han encontrado a la señorita Benbridge, mon ami.

Colin se quedó de piedra.

—¿Quiénes?

—Unos jinetes, esta mañana. Han hablado con el gigante que vino con ella y han dado la vuelta.

Colin asintió, soltando el aire que estaba conteniendo.

—¿Reservaste el comedor privado que te pedí?

Mais oui.

—Gracias. Bajaré enseguida.

Jacques cerró la puerta con cuidado tras él y Colin se apresuró para acabar de asearse. Le había prometido a Amelia una explicación y estaba decidido a dársela sin que nadie los interrumpiera.

Le hizo un gesto con la cabeza a su asistente y le dio la espalda para que lo ayudara a ponerse la casaca que había elegido aquella mañana. Era una prenda muy llamativa, que recordaba el precioso plumaje del pavo real. El elevado precio del traje, que incluía calzones y un chaleco con bordados plateados, era más que evidente. El Colin Mitchell que Amelia recordaba con tanto cariño jamás habría podido costearse una ropa tan cara. Decidió ponérsela para la ocasión, para demostrar lo mucho que había subido de posición. Había hecho realidad su sueño de convertirse en un hombre capaz de merecerla y quería que ella se diera cuenta al instante.

Cuando estuvo vestido, Colin salió de su habitación seguro de sí mismo y bajó la escalera que lo llevaría a la sala principal. Sólo tardó un momento en localizar al hombre que había acompañado a Amelia. El gigante estaba sentado contra la pared y miraba a su alrededor con atención. Cuando Colin se le acercó, el otro fijó la vista en él con intensidad.

—Buenos días —lo saludó.

—Buenos días —le contestó Colin con voz grave—. Soy el conde Montoya.

—Eso suponía.

—Tengo muchas cosas que explicarle a Amelia. ¿Sería tan amable de darme el tiempo y la oportunidad de hacerlo?

El hombre frunció los labios y se reclinó en la silla.

—¿Qué tiene en mente?

—He reservado el comedor privado. Dejaré la puerta entornada, pero le ruego que se quede fuera.

El gigante se puso de pie. Su cabeza asomó por encima de la considerable altura de Colin.

—Eso nos parece bien tanto a mí como a mi espada.

Él asintió y se apartó, pero cuando el gigante fue a retirarse, le dijo:

—Por favor, dele esto.

Le ofreció lo que llevaba en la mano. Él lo miró un momento y lo cogió. Colin esperó a que subiera la escalera y luego entró en el comedor privado y se preparó para la conversación más difícil de su vida.

En cuanto Maria entró en la sala principal de la posada, Simon supo que se había metido en un lío. Estaba radiante, como una mujer que acaba de gozar de una sesión de buen sexo, pero si eso no le hubiera dejado entrever que ya había descubierto el engaño, la habría delatado el hecho de que llevara ropa limpia. La confirmación llegó cuando Christopher St. John entró en la sala poco después de su mujer.

—Qué estupenda forma de empezar el día —dijo Lysette con humor.

A pesar de lo mucho que Simon detestaba su gusto por el drama, esa mañana le pareció un alivio oír sus sarcasmos, después del extraño comportamiento que había tenido durante la noche.

Soltó un suspiro de resignación y se puso de pie.

—Buenos días —saludó a la impresionante pareja haciéndoles una reverencia. La combinación del rubio St. John con la sangre española de Maria resultaba muy atractiva.

—Quinn —respondió el pirata.

—Hola, Simon —murmuró Maria. Se sentó en la silla que su marido apartó para ella y entrelazó los dedos por encima de la mesa con actitud remilgada—. Tú conoces la identidad del hombre que se oculta tras esa máscara. ¿Quién es?

Simon se volvió a sentar y dijo:

—Es el conde Reynaldo Montoya. Estuvo trabajando varios años para mí.

—¿Estuvo? —repitió St John—. ¿Ya no?

Simon explicó lo que había ocurrido con Cartland.

—Cielo santo —susurró Maria, con sus ojos oscuros llenos de terror—. Cuando Amelia me contó que ese hombre estaba en peligro nunca imaginé que sería hasta ese punto. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué me mentiste?

—Es complicado, Maria —le dijo. Odiaba haber traicionado la confianza que ella raramente depositaba en nadie—. No soy libre de divulgar los secretos de Montoya. Él me ha salvado la vida muchas veces. Por lo menos le debo mi silencio.

—Y ¿qué hay de mi hermana? —gimoteó Maria—. Ya sabes cuánto significa para mí. Tú eras consciente de que estaba en peligro y no me avisaste… —Se le quebró la voz—. Creía que tú y yo estábamos más unidos.

St. John estiró el brazo y cogió la mano de su mujer. Esa muestra de consuelo le dolió mucho a Simon. Maria era la mujer a la que él más apreciaba en el mundo.

—Mi intención era ayudarte a encontrarla y ponerla a salvo —explicó—. Después, Montoya y yo nos encargaríamos de poner fin a todo este asunto.

Ella entrecerró los ojos y lo miró con furia. Ésta irradiaba de ella traicionando la femenina apariencia que le proporcionaba el vestido de flores que llevaba.

—Deberías habérmelo dicho, Simon. Si lo hubiera sabido, habría actuado de otra forma.

—Sí —admitió—. Habrías enviado docenas de hombres tras tu hermana, cosa que habría alertado a Cartland y hubiera incrementado el peligro.

—¡Eso no lo sabes! —replicó Maria.

—Pero sí lo conozco a él. Trabajaba para mí. Sé muy bien cuáles son sus puntos fuertes. Lo suyo es encontrar personas desaparecidas y objetos perdidos. Un grupo de jinetes rastreando la zona atraería la atención de cualquier mentecato. ¡Y Cartland no tiene un pelo de tonto!

La ronca voz del pirata puso fin a la creciente tensión.

—Y ¿quién representa que es usted, mademoiselle Rosseau?

Lysette hizo un gesto despreocupado y delicado con la mano.

—Yo soy el juez.

—Y, llegado el caso, también el verdugo —masculló Simon.

St. John arqueó las cejas.

—Fascinante.

Maria se puso de pie y Simon y St. John también se levantaron.

—Ya he perdido demasiado tiempo aquí —espetó—. Tengo que encontrar a Amelia antes de que lo haga otra persona.

—Deja que vaya contigo —le pidió Simon—. Yo puedo ayudar.

—Ya me has ayudado bastante, ¡gracias!

—Lysette ha visto a tres jinetes haciendo preguntas en plena noche. —El tono de Simon era muy serio—. Necesitas toda la ayuda que puedas conseguir. La seguridad de Amelia está en tu mano, pero lo que pase con Cartland y Montoya es cosa mía.

—Y mía —intervino Lysette—. No entiendo por qué no nos ponemos en contacto con el hombre para el que trabajaste cuando estabas aquí, en Inglaterra. A mí me parece que nos sería de mucha ayuda.

—Es mucho más probable que St. John disponga de una red más amplia de colaboradores —contestó Simon—. Estoy seguro de que nos costará menos convencer a sus hombres para que se pongan en marcha.

—Maria. —Christopher le puso una mano en la parte baja de la espalda—. Quinn conoce el aspecto de esos dos hombres y nosotros no. Sin él iremos a ciegas.

Ella volvió a mirar a su antiguo lugarteniente.

—¿Por qué Montoya lleva una máscara?

Simon se esforzó por mantenerse impasible y utilizó la excusa que le había dado Colin.

—Se puso el antifaz para asistir al baile de máscaras. Después lo usó para que a la señorita Benbridge le resultara más difícil seguirlo. No quería ponerla en peligro. Se preocupa mucho por ella.

Maria levantó la mano para evitar que siguiera hablando.

—Tenemos una complicación más —dijo el pirata. Todos los ojos se posaron sobre él—. Es muy probable que lord Ware nos esté siguiendo.

—¡Será una broma! —gritó Maria.

—¿Quién es lord Ware? —preguntó Lysette.

—Maldita sea —murmuró Simon—. Lo último que necesitamos es la intromisión de un noble.

—Me dijo que quería acompañarme —explicó St. John con seriedad—, pero cuando el asistente de Quinn se marchó, no pude esperarlo. Aun así, me pidió indicaciones y, aunque he sido deliberadamente ambiguo con la esperanza de que lo reconsiderara, podría ser más tenaz que otros hombres de su posición.

Maria suspiró con fuerza.

—Motivo de más para empezar a moverse cuanto antes.

—He mandando el carruaje urbano de vuelta a Londres —expuso su marido—. Pietro está cargando nuestras cosas en el de viaje en este preciso momento. Iremos más deprisa en ése.

Por desgracia, Simon no tenía otro carruaje al que recurrir, por lo que su lastimado trasero tendría que conformarse con el único que quedaba.

A continuación, se apresuraron a partir en dirección a Reading, aprovechando la luz del sol que les iluminaba el camino.

Cuando oyó que alguien llamaba a la puerta de su habitación, Amelia corrió a abrir.

—¡Tim! —exclamó, sorprendida al ver a su visitante.

No parecía muy contenta. Quizá Tim tuviera intención de convencerla para que se marcharan cuanto antes y eso significaría que tendría que darle explicaciones sobre Montoya y el engaño que había urdido la noche anterior.

Él miró su pelo revuelto y la ropa mal puesta y maldijo con tanta rabia que Amelia esbozó una mueca de dolor.

—¡Anoche me mentiste! —la acusó, entrando en el dormitorio.

Ella parpadeó. ¿Cómo lo sabía?

Entonces vio lo que llevaba en la mano y la respuesta a su pregunta perdió toda importancia.

—Déjame ver —le dijo, con el corazón acelerado ante las posibilidades. Tim sostenía la máscara de Montoya. ¿Cómo? ¿Por qué?

Él se la quedó mirando durante un largo y tenso momento y luego le ofreció la máscara y la nota que la acompañaba.

Mi amor:

Ahora tienes la máscara. Cuando me vuelvas a ver no la llevaré puesta.

A tus pies,

M.

La repentina comprensión de que Montoya podría haberse ido cuando ella se marchó de su habitación le revolvió el estómago.

—Cielo santo —jadeó, estrechando la máscara contra su pecho—. ¿Se ha ido?

Tim negó con la cabeza.

—Te está esperando abajo.

—Tengo que ir con él.

Amelia se acercó a la cama, intacta, donde la aguardaba su corsé y sus enaguas. Montoya no había tenido tiempo de vestirla del todo. El miedo de que alguien pudiera descubrirla en su dormitorio los había obligado a darse prisa. Amelia esperaba poder pedirle a alguna de las doncellas que la ayudara, pero se tendría que conformar con Tim.

—Creo que deberías esperar a que llegara St. John —le aconsejó el hombre—. Ya está de camino.

—No —susurró ella, deteniéndose a medio movimiento. El tiempo que le quedaba con Montoya era demasiado valioso. Si sumaba a su hermana y a su cuñado a la ecuación, sólo conseguiría aumentar el desconcierto que ya sentía—. Debo hablar con él a solas.

—Ya has estado con él a solas —le espetó Tim, lanzando una incisiva mirada hacia la cama sin deshacer—. St. John me cortará la cabeza por haberlo permitido. No quiero darle más motivos.

—Tú no lo entiendes. Tengo que ver la cara de Montoya. Supongo que no esperarás que me enfrente a esa revelación delante de testigos furiosos.

Le tendió una mano temblorosa.

Tim se la quedó mirando un buen rato, sin dejar de apretar los dientes y los puños.

—Hace un momento, admiraba su valentía por venir a mi encuentro. Ahora lo quiero destrozar. No debería haberte tocado.

—Yo quería que lo hiciera —le dijo Amelia con lágrimas en los ojos—. Yo lo convencí. Fui una egoísta y únicamente pensé en mis propios deseos.

Tal como habría hecho su padre, maldita fuera. Y maldita fuera también la sangre que la contaminaba. Todo su mundo era un caos porque sólo era capaz de pensar en sí misma.

—¡No llores! —le pidió Tim con tristeza.

Ella tenía la culpa de todo. Tenía que encontrar la manera de arreglar las cosas. Y el primer paso era Montoya, ya que él era la figura central de aquel descenso a la locura.

—Tengo que ir a verlo antes de que lleguen. —Se quitó el vestido desabrochado, se puso el corsé y le ofreció la espalda a Tim—. Necesitaré tu ayuda para vestirme.

Él murmuró algo mientras se acercaba y por la amenazadora mirada que vio en sus ojos, Amelia pensó que era mucho mejor que no lo hubiera entendido.

—Creo que me casaré con Sarah —rugió, tirando con tanta fuerza de las cintas que Amelia casi no podía respirar—. Ya soy demasiado viejo para esto.

Ella jadeó, privada del aire que necesitaba para hablar, y se dio un golpe en el corsé para que él lo arreglara. Tim frunció el cejo y entonces pareció advertir que estaba a punto de desmayarse. Masculló una disculpa y le aflojó las cintas.

—Espero que estés contenta —le espetó—. ¡Me has llevado al altar!

Amelia se puso las enaguas y cuando Tim se las ajustó, cogió el vestido del suelo y metió los brazos por las mangas.

Los gruesos dedos del hombre pelearon con los minúsculos botones del vestido.

—Te quiero, Tim. —Amelia lo miró por encima del hombro—. No sé si te lo había dicho alguna vez, pero es cierto. Eres un buen hombre.

Él se ruborizó.

—Espero que se case contigo, si es eso lo que tú quieres —contestó con brusquedad y con la vista clavada en lo que estaba haciendo—. Si no, lo amordazaré y lo vaciaré como a un pescado.

Aquello era una especie de oferta de paz y ella la aceptó encantada.

—Si llegáramos a ese punto, yo misma te ayudaría.

Tim dejó escapar un bufido, pero cuando ella lo miró de nuevo por encima del hombro, descubrió una sonrisa en sus labios.

—Ese hombre no tiene ni idea del lío en que se ha metido contigo.

Amelia se movió, impaciente.

—Espero que podamos mantenerlo con vida el tiempo suficiente como para que lo descubra.

Cuando Tim le dijo que había acabado, ella se puso las medias y los zapatos y corrió hacia la puerta. Cuando llegó al final de la escalera, con todo el decoro que fue capaz de reunir, estaba tan sin aliento que empezó a sentirse mareada.

Los siguientes minutos cambiarían su futuro para siempre, lo sentía en los huesos. La sensación de presagio era tan intensa que estuvo tentada de huir, pero no podía hacerlo. Necesitaba a Montoya con una intensidad que jamás pensó que volvería a sentir. Una parte de sí misma lloraba en silencio por la traición a su primer y querido amor por Colin. La otra mitad era más mayor y más sabia y comprendía que el afecto que sentía por uno no anulaba el que pudiera sentir por el otro.

Cuando cogió el pomo de la puerta del comedor privado, le temblaba la mano. Como poco, debía reconocer que estaba nerviosa. Estaba a punto de encontrarse con el hombre que la había mirado y la había tocado como jamás lo había hecho nadie. Y la tensión añadida de saber que por fin le iba a ver la cara aumentaba aún más su intranquilidad y su preocupación.

Inspiró hondo y llamó a la puerta.

—Adelante.

Entró en el comedor rápidamente, antes de perder el valor, y con el paso más seguro que pudo fingir. Una vez dentro, miró a su alrededor: el fuego, la enorme mesa circular cubierta por un mantel y las paredes con cuadros de escenas bucólicas.

Montoya miraba por la ventana con las manos cogidas a la espalda; llevaba una casaca de una exquisita seda muy colorida y los sedosos mechones negros recogidos en una cola que le llegaba hasta los omóplatos.

La vista de su figura tan bien ataviada en aquella sencilla sala de campo resultaba deslumbrante. Entonces se dio la vuelta y la conmoción la dejó helada.

«No puede ser él —pensó, con algo muy parecido al pánico—. Es imposible».

Su corazón dejó de latir, se le encogieron los pulmones y sus pensamientos se fragmentaron en mil pedazos, como si alguien le hubiera golpeado el cerebro.

«Colin».

¿Cómo era posible?

Cuando se dio cuenta de que se le aflojaban las rodillas, trató de agarrarse a ciegas a un sillón, pero no lo consiguió. Se desplomó en la alfombra y el sordo golpe del impacto resonó en aquel aire tan cargado que los rodeaba, mientras se esforzaba por volver a respirar.

—Amelia.

Colin se abalanzó en su ayuda, pero ella levantó una mano para detenerlo.

—¡No te acerques! —consiguió decir a través de una garganta dolorosamente cerrada.

El Colin Mitchell que Amelia conocía y amaba estaba muerto.

«Y entonces ¿cómo es esto posible? —preguntó una insidiosa voz en su cabeza—. ¿Cómo puede ser que esté aquí contigo?»

«No puede ser él. No puede ser él».

Amelia repitió esa letanía en su mente sin descanso. Era incapaz de pensar en los años que habían pasado el uno sin el otro, la vida que podían haber llevado, los días y las noches, las sonrisas y las carcajadas…

La traición era tan completa que no podía creerse que Colin hubiera sido capaz de algo así. Y, sin embargo, mientras observaba al hombre peligrosamente atractivo que tenía delante, su corazón le susurraba la angustiosa verdad.

«¿Cómo has podido no reconocer a tu amor?», le decía. ¿Cómo podía haber pasado por alto las señales?

«Porque estaba muerto. Porque yo lo lloré larga y profundamente».

Sin la máscara, los exóticos rasgos gitanos de Colin no dejaban ninguna duda sobre su identidad. Tenía más años, las líneas de su rostro eran más angulosas, pero los rasgos del chico al que ella había amado tanto seguían allí. No obstante, los ojos eran los de Montoya: ardientes, hambrientos y astutos.

El amante con el que había compartido su cama era Colin.

Un sollozo se abrió paso entre sus labios y se tapó la boca con la mano.

—Amelia.

El dolorido tono con el que dijo su nombre la hizo llorar con más fuerza. Había desaparecido el acento extranjero para dar paso a la voz que tantas veces había oído en sus sueños. Sonaba más grave y más madura, pero era la de Colin.

Apartó la vista, se sentía incapaz de mirarlo.

—¿No tienes nada que decir? —le preguntó él con suavidad—. ¿No tienes nada que preguntar? ¿Ni siquiera quieres gritarme algún insulto?

Miles de palabras batallaban por salir de su boca, entre ellas dos muy bonitas, pero Amelia las reprimió con fuerza, incapaz de mostrar la intensidad de su dolor. Se quedó mirando un pequeño cuadro de un lago que adornaba la pared. Le temblaba el labio inferior y se lo mordió para esconder el delator movimiento.

—He estado dentro de ti —le dijo con voz ronca—. Mi corazón late en tu pecho. Aunque no me hables, ¿ni siquiera puedes mirarme?

Su única respuesta fue el río de lágrimas que no dejaba de correr por sus mejillas.

Él maldijo y se acercó a ella.

—¡No! —gritó, deteniéndolo de nuevo—. No te acerques a mí.

Colin apretó los dientes con fuerza y Amelia vio cómo le palpitaba el músculo de la mandíbula. Era muy extraño ver la madurez y el refinamiento de Montoya en su amor de juventud. Parecía el mismo y, sin embargo, era distinto. Más grande, más fuerte, más vital. E impresionantemente atractivo. Colin poseía un encanto masculino que pocos hombres podían igualar. De jovencita, soñaba con el día en que se casarían y él le pertenecería.

Pero ese sueño se desvaneció cuando lo dieron por muerto.

—Yo sigo soñando con eso —murmuró él, respondiendo a las palabras que Amelia había dicho en voz alta sin darse cuenta—. Yo sigo queriendo lo mismo.

—Dejaste que creyera que habías muerto —susurró.

Era incapaz de concebir que el Colin que ella recordaba fuera aquel hombre tan bien vestido que tenía delante.

—No tuve alternativa.

—Podrías haberte puesto en contacto conmigo en cualquier momento. Pero ¡has preferido desaparecer durante todos estos años!

—He vuelto lo antes posible.

—¡Suplantando la identidad de otro hombre! —Amelia negó violentamente con la cabeza, mientras su mente se llenaba con los recuerdos de las últimas semanas—. Has sido muy cruel. Has jugado con mis sentimientos hasta conseguir que me encariñara con alguien que no existe.

—¡Claro que existo! —Se enderezó, alto y orgulloso, echando los hombros hacia atrás y levantando la barbilla—. Contigo no he fingido. Cada palabra que Montoya te ha dicho, cada caricia, todo salía de mi corazón. El mismo corazón late en ambos hombres. Somos la misma persona. Los dos estamos locamente enamorados de ti.

Ella rechazó sus palabras con un gesto con la mano.

—Fingiste tener acento y dejaste que creyera que estabas desfigurado.

—El acento era pura fachada, sí, una forma de evitar que adivinaras la verdad antes de que pudiera explicártela como es debido. Y el resto fue una creación de tu mente, no de la mía.

—¡No me eches la culpa! —Amelia se puso de pie—. Dejaste que te llorara. ¿Tienes la menor idea de lo que he llegado a sufrir durante todos estos años? ¿O de lo que he sufrido estas semanas, sintiendo que estaba traicionando a Colin por haberme enamorado de Montoya?

El tormento se reflejó en el semblante de Colin y ella odió la intensa satisfacción que sintió al verlo.

—Tu corazón nunca llegó a creérselo —le dijo él con aspereza—. Siempre lo he sabido.

—No, tú…

—¡Sí! —Sus oscuros ojos ardieron, iluminados por un fuego interior—. ¿Te acuerdas de a quién nombraste cuando llegaste a la cumbre del orgasmo? Cuando yo estaba dentro de ti, internado en lo más profundo de tu cuerpo, ¿recuerdas cuál fue el nombre que salió de tus labios?

Amelia tragó con fuerza mientras su mente rebuscaba entre el millón de sensaciones que habían asaltado su cuerpo inocente. Recordaba el aspecto de la herida de la bala que tenía en el hombro y la sensación que la asaltó cuando la tocó, de una forma que no fue capaz de discernir.

—¡Me estabas volviendo loca! —lo acusó.

—Yo quería decírtelo, Amelia. Lo intenté.

—Podrías habérmelo dicho entonces. ¡Me faltó poco para suplicártelo!

—¿Y tener esta discusión justo después de hacer el amor? —le preguntó él—. ¡Jamás! La pasada noche fue la realización de mis más recónditas y ansiadas fantasías. Nada podría haberme convencido para que la arruinara.

—Pero ¡está arruinada igualmente! —le gritó temblando—. Ahora me siento como si hubiera perdido dos amores, porque el Colin que yo conocía está muerto y Montoya es una mentira.

—¡No es una mentira!

Colin se acercó a ella, que se apresuró a coger una silla y ponerla entre ellos. Pero eso no lo detuvo y la apartó de su camino.

Amelia se volvió para salir corriendo, pero Colin la agarró y ella se sintió superada por la sensación que la embargó al sentir sus brazos alrededor de su cuerpo tembloroso.

Se dejó atrapar por su abrazo. Estaba destrozada.

—Te quiero —murmuró él, posando los labios sobre su sien—. Te quiero.

Amelia había esperado muchos años para escuchar esas palabras de su boca, pero ahora le parecían poca cosa y llegaban demasiado tarde.