La habitación estaba muy oscura y el fuego que ardía en la chimenea no iluminaba a más de medio metro de distancia. No se veía bien y, sin embargo, el instinto de Simon le advertía que debía permanecer alerta.
Se movió con cuidado, volvió la cabeza y descubrió que el espacio libre de la cama estaba vacío. Suspiró con cautela, tratando de mantener el profundo y relajado ritmo de su sueño.
Algo lo había despertado y, dado que estaba durmiendo con una mujer que lo mataría si fuera necesario, sabía que ignorar lo que fuera que lo hubiese perturbado no era lo mejor que podía hacer.
Miró en dirección a la ventana y vio el plateado brillo de la luna reflejado en unos mechones de pelo rubio. Lysette había abierto las cortinas unos centímetros y estaba mirando hacia afuera.
—¿Qué estás haciendo? —le susurró Simon, sentándose en la cama.
Era muy posible que ella hubiera vuelto la cabeza hacia él, pero no podía estar seguro.
—He oído ruido fuera.
—Y ¿qué ves?
La cortina se cerró.
—Tres jinetes. Uno ha entrado un momento, supongo que para despertar al posadero. Pero luego han seguido su camino.
Simon se estremeció, retiró las sábanas y se acercó a la chimenea.
—Dudo mucho que nadie se moleste en pedir indicaciones a estas horas de la noche.
—Es lo mismo que he pensado yo.
—¿Has podido oírlos? ¿Eran franceses?
De repente apareció el breve destello de luz cuando ella prendió la mecha de una vela con el fuego.
—Creo que eran ingleses.
Él frunció el cejo sin dejar de mirar el titilar de las llamas en la chimenea.
—Será mejor que despierte a Maria.
—No hace falta. Han ido hacia adelante, no hacia atrás. Sea lo que sea lo que estuvieran buscando, aún no lo han encontrado.
Cuando empezó a entrar en calor, Simon se puso en pie y se volvió hacia Lysette. Parecía cansada. Se había puesto la capa encima de la camisola y la aferraba sobre su pecho con los puños bien apretados.
Entonces él le hizo un gesto en dirección a la cama.
—Está bien. Será mejor que volvamos a dormir. Sigo teniendo el cuerpo entumecido por culpa de ese maldito carruaje y me vendrá muy bien estar tumbado en vez de sentado.
Lysette asintió con cansancio y se sentó en el sillón en el que había estado leyendo.
—Bonne nuit.
—Maldita sea. —Simon frunció el cejo y le preguntó—: ¿Has estado durmiendo ahí?
Ella lo miró parpadeando.
—Oui.
Él se pasó una mano por el pelo y rezó para tener paciencia.
—Yo no muerdo, ni ronco, ni babeo. No pretendo ofenderte cuando te digo que no tengo ningún interés en hacerte el amor. La cama es perfectamente segura.
—Es posible que la cama sea segura —dijo ella, observándolo impasible—, pero tengo ciertas dudas sobre ti.
Simon abrió la boca para protestar, pero entonces levantó las manos.
—¡Bah! Pues púdrete en ese sillón si así lo quieres.
Corrió helado a la cama y se deslizó bajo las frías sábanas. Se acurrucó y esperó que el calor del fuego atizado le llegara lo antes posible.
—Maldita seas —masculló, mirando hacia los pies de la cama—. Se estaría mucho más calentito si estuviéramos los dos aquí.
—Tienes más motivos para quererme muerta que viva —apuntó ella en un tono demasiado razonable.
—En este momento, te puedo asegurar que nunca se han dicho palabras más ciertas —replicó—. El único motivo por el que no te estoy estrangulando es porque matarte me privaría de tu calor corporal.
Ella apretó con fuerza sus preciosos labios.
—Esto es ridículo, Lysette. —Simon se sentó en la cama.
Estaba demasiado frustrado como para intentar dormir. La absurda idea de pasar la noche en aquel sillón orejero después de un largo día de viaje era muy impropia de ella. Aquella mujer era completamente práctica, tanto como cualquiera en su sano juicio.
—¿Por qué te iba a matar ahora si no lo he hecho antes?
Lysette se encogió de hombros, pero la forma en que su mirada se paseó nerviosa por la habitación contradijo su gesto despreocupado.
Entonces Simon soltó un sufrido suspiro, retiró de nuevo las sábanas y se dirigió hacia ella. No se sorprendió en absoluto cuando la vio sacar un cuchillo de entre los pliegues de la capa.
—Deja eso.
—Aléjate.
—No me siento atraído por ti —le reiteró muy despacio—. Y aunque así fuera, yo nunca he tenido que forzar a ninguna mujer.
Lysette frunció el cejo con desconfianza.
—Estoy bien en el sillón.
—Mientes. Estás exhausta y no me puedo permitir tener que arrastrarte mientras intento limpiar el buen nombre de Mitchell. Tendrás que cargar con tu propio peso.
Ella se picó.
—No te preocupes, no seré ninguna carga para ti.
—Claro que lo serás después de pasar una noche sin dormir y helada. Te pondrás enferma y no me servirás para nada.
Lysette se puso de pie y dijo:
—Puedo cuidar de mí misma. ¡Vuelve a la cama y déjame en paz!
Simon abrió la boca para seguir discutiendo, pero al final negó con la cabeza. Volvió a meterse en la cama y le dio la espalda. La vela se extinguió poco después y al rato oyó la delicada respiración de Lysette.
Se quedó despierto un buen rato, enfrentado a un profundo dilema.
Amelia observó al hombre enmascarado que estaba tumbado a su lado y se preguntó si su sueño sería muy profundo.
—Esperaremos a que salga el sol y entonces me la quitaré —le había dicho Montoya poco antes.
—¿Por qué no podemos hacerlo ahora? —le respondió ella, desesperada por ver lo que había debajo de aquella intrusiva barrera. Estaba enamorada y su cuerpo había perdido la inocencia, pero lo que habían compartido podría no ser más que un capricho si no veía todos los aspectos de él.
—No quiero que nada pueda estropear esta noche —argumentó el conde, retirándose de su cuerpo para acercarse al lavamanos que había tras el biombo de la esquina. Regresó con un paño mojado, la limpió entre los muslos y luego se aseó él antes de volver a la cama con ella—. Por la mañana me mostraré a ti, reconfortado por los recuerdos de una maravillosa y feliz noche entre tus brazos.
Al final, y a pesar de sus reticencias, Amelia accedió; no quería enfadarse por tener que esperar unas cuantas horas.
Con la espalda apoyada en el cabezal de la cama y el cuerpo de ella acurrucado a su lado, Montoya le pidió que le contase un recuerdo de su pasado que le fuera especialmente grato. Amelia eligió una historia sobre Colin y le habló del día en que ella superó el miedo a las alturas trepando a un árbol para ganarlo jugando al escondite.
—Pasó por debajo de mí varias veces —le explicó, con la mejilla apoyada sobre el corazón de él—. En parte quería que me encontrara rápido, porque tenía miedo de estar agarrada a aquella rama, pero las ganas de sorprenderlo eran demasiado grandes como para delatarme.
Montoya le acarició la espalda.
—Querías ganar —dijo, con aquella risa grave y profunda que ella adoraba desde la primera vez que la oyó.
—Sí, eso también. —Sonrió—. Cuando por fin se dio por vencido, yo estaba muy satisfecha de mí misma. Entonces Colin se gastó su asignación en comprarme una cinta para celebrar la conquista de ese miedo.
Él suspiró.
—Debía de quererte mucho.
—Creo que sí, pero nunca llegó a decírmelo. Hubiera dado lo que fuera para escuchar esas palabras de su boca.
Le pasó los dedos por el vello del pecho.
—Las acciones son más explícitas que las palabras —afirmó Montoya.
—Eso es lo que me digo yo. Aún tengo esa cinta. Es uno de mis mayores tesoros.
—¿Cómo imaginas que sería tu vida ahora si nunca os hubierais separado?
Ella levantó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—He imaginado cientos de posibilidades. La que me parece más probable es la de que St. John hubiera acogido a Colin bajo su protección.
—¿Estarías casada?
—Siempre tuve esa esperanza. Pero eso dependería de él.
—Seguro que te lo habría pedido —dijo Montoya con convicción.
Amelia sonrió.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Te amaba mucho. De eso no cabe duda. Pero tú eras demasiado joven para él en ese momento y no tenía una posición como para pedir tu mano. —Le acarició la mejilla con el dorso de los dedos—. ¿Lo sigues queriendo?
Ella vaciló mientras se preguntaba si sería muy sensato confesar el afecto que seguía sintiendo por un hombre, mientras calentaba la cama de otro.
—Quiero que me digas siempre la verdad —la animó él con suavidad—. Si lo haces, nunca te equivocarás.
—Hay una parte de mí que lo amará para siempre. Colin me ayudó a construir la persona que soy hoy en día. Forma parte de mi vida.
Entonces Montoya la besó con mucha dulzura y veneración. Amelia se quedó sin aliento y le pidió que le contara también un episodio de su pasado, con la esperanza de que le hablara del amor que había perdido. Pero no lo hizo.
Eligió hablarle de su forma de ganarse la vida y del peligroso trabajo que había hecho para la Corona de Inglaterra. Le contó cómo había viajado por todo el continente sin tener un hogar o una familia, hasta el día en que intentó dejarlo y se vio envuelto en un amenazador misterio.
—Por eso intenté mantenerme alejado de ti —le dijo—. No quería contaminar tu vida con mis errores.
—¿Es así cómo se te desfiguró la cara? —le preguntó ella, resiguiendo con suavidad con los dedos los bordes de la máscara.
Él se puso tenso.
—¿Qué?
Amelia se sintió mal por haber dicho eso y se apresuró a añadir:
—Puedo entender que tengas miedo, pero eso no alterará el afecto que siento por ti.
—Amelia…
Parecía no encontrar las palabras.
Entonces la conversación murió y se quedaron pegados el uno al otro hasta que él se quedó dormido. Ella se mantuvo despierta pensando en multitud de cosas a la vez. Se preguntó qué les diría a Ware y a Maria, y ensayó mentalmente los argumentos que le daría a St. John para pedirle ayuda. Hizo recuento de los dolores que sentía como mujer y especuló sobre la futura trayectoria de su relación con Montoya, una vez hubieran superado las incertidumbres que se cernían sobre ellos. También se preguntó por su propio extravagante comportamiento de la última semana y por lo que significaría.
Maria era la única que podía entender la clase de monstruo que era lord Welton. A ésta la ponía enferma pensar que la sangre de ese hombre corría por las venas de su hermana pequeña. Externamente, era evidente que era hija suya. ¿Se parecería también a su padre en aspectos que no conseguía ver? A Amelia la aterrorizaba pensar que todo lo que había hecho aquellos últimos días tenía una motivación completamente egoísta. Había ignorado los sentimientos y desvelos de las personas que más se preocupaban por ella —Ware, Maria y St. John—, para satisfacer su deseo de estar con Montoya. ¿De verdad sería hija de su padre?
Dejó vagar la vista entre las llamas del fuego y pensó entonces en la máscara, mientras reflexionaba sobre el hombre que se ocultaba tras ella. Tenía muchas ganas de echar un vistazo bajo el antifaz. Trató de excusar su acción diciéndose que lo que la empujaba a actuar de ese modo tan imprudente era la curiosidad por su misteriosa identidad y no un defecto de su carácter.
Pero ¿y si Montoya tenía el sueño ligero? ¿Qué pasaría si la sorprendía y se enfadaba con ella? Temía la idea de discutir con él.
Quizá pudiera comprobar la intensidad de su sueño de alguna forma…
Levantó la mano de su abdomen y la deslizó por su muslo con suavidad. El músculo se le contrajo, pero no hizo ningún otro movimiento. Amelia lo probó de nuevo, acariciándolo con un poco más de presión. Esa vez no se movió.
Eso le dio esperanzas. Montoya la había amado durante largo rato y a conciencia y, además, debía de estar exhausto después del largo viaje.
Levantó la cabeza y paseó los ojos por encima de su bien esculpido torso. Ahora, gracias al fuego que él había atizado para calentar la insistente brisa de la noche, podía ver con más claridad la cicatriz que tenía en el hombro. Observó el agujero de bala con compasión, suponiendo por el tamaño y las muchas cicatrices que bordeaban del orificio, que habría sido una herida muy grave.
Besó las pruebas de esa herida y acarició muy suavemente la cicatriz con los labios. Entonces el ritmo de la respiración de Montoya cambió y se le endurecieron los pezones mientras ella lo observaba asombrada.
Qué fascinante era el cuerpo humano. Aquella noche había aprendido muchas cosas sobre el suyo y sintió la repentina necesidad de conocerlo todo sobre el de él.
Con los recuerdos de su encuentro amoroso aún vivos y ardiendo en su cabeza, sacó la lengua y lamió el minúsculo pezón. Estaba salado y tenía una textura más firme que la suya. Le gustó tanto como todo lo que estaba empezando a descubrir de él.
Luego, imitó las atenciones que Montoya había dedicado a sus pechos y posó los labios sobre el pezón para succionarlo. Él se movió, pero no de la forma que Amelia esperaba.
Ella tenía el muslo sobre el suyo, con la rodilla flexionada. Notó cómo a él se le endurecía el pene y volvió la cabeza para observar la silueta de su erección creciendo por debajo de las sábanas. Al verlo, sintió cómo se le calentaba la sangre y empezó a moverse perezosamente. Y lo más sorprendente fue que volvía a desearlo.
Le miró la cara con los ojos entornados. Por detrás de los agujeros de la máscara parecía estar dormido, no se veía ni rastro del delator brillo que revelara su consciencia.
¿Se atrevería a explorar un poco más?
Tenía tanta curiosidad que no lo pensó mucho rato. Se deslizó hacia abajo, retirando con ella el cubrecama para exponer su gloriosa erección a la vista.
—Estás jugando con fuego, amor.
La voz de Montoya la sobresaltó. Lo miró y se lo encontró observándola con ojos soñolientos y ardientes.
—¿Cuánto rato llevas despierto? —le preguntó ella.
—Aún no me he dormido.
Su traviesa boca se curvó en una sonrisa y dejó ver sus hoyuelos.
—Y ¿por qué te has quedado callado?
—Quería saber hasta dónde llegarías. —Levantó la mano y cogió uno de los mechones de su melena para acariciarlo entre los dedos—. Eres una gatita curiosa —murmuró.
—¿Te importa?
—Jamás. Tus caricias son vitales para mí.
Amelia se tomó esa afirmación como un permiso para seguir adelante y volvió a centrar la atención en su miembro. Deslizó la yema del dedo desde la punta hasta la base y sonrió cuando se sacudió bajo su caricia.
—Me parece increíble que encajes en mi cuerpo —le confesó.
Colin recordó la eufórica sensación que se había apoderado de él cuando estuvo dentro de ella y no fue capaz de encontrar la voz para contestar. Estaba muy excitado y se contenía sólo gracias a su fuerza de voluntad.
Cuando Amelia había empezado a tocarlo, pensó que era una casualidad. Pero luego ella levantó la cabeza y lo marcó para siempre posando sus labios sobre la herida que casi lo mata. Aquélla era la marca del disparo que los separó hacía ya tantos años. El disparo que recibió cuando intentaba salvarla.
Amelia siguió deslizándose hacia abajo, deteniéndose ante su entrepierna. Colin notó su humedad. La prueba de que la mera visión de su cuerpo bastaba para excitarla hizo que se le contrajeran los testículos y una gota de semen brotó de la punta de su pene.
Se quedó sin aliento cuando vio que ella la miraba con ansia. ¿Sería tan atrevida?
Un segundo después, la pregunta halló respuesta al ver a Amelia sacar la lengua para lamer la gota.
Suspiró con fuerza al sentir el latigazo de placer.
Ella lo observó con los ojos entornados, una mirada que Colin había aprendido a interpretar muy bien después de tantos años. Era una mirada de cálculo, la misma con la que se enfrentaba de jovencita a los desafíos que él le planteaba. Sonrió. Sabía que Amelia nunca trataba de vencerlo, sino de igualarlo, de estar a su altura.
—Antes no me has contestado —dijo ella, rodeando la base de su pene con el pulgar y el índice—. ¿La sensación de penetrar la boca de una mujer es muy distinta a la que se siente en el interior de su sexo?
—Sí.
—¿En qué sentido?
—En muchos sentidos. Una vagina se contrae alrededor de toda la polla. Se expande y se contrae en oleadas y es tan suave como la mejor de las sedas. Sin embargo, la boca de una mujer se contrae mediante la succión, no a causa de su forma. La punta de la lengua tiene una textura un tanto rugosa y es un músculo muy ágil. Puede acariciar como lo haría un dedo, cosa que estimula la zona más sensible. —Señaló la parte inferior del prepucio—. Justo ahí.
—Y ¿qué te gusta más? —murmuró Amelia, acariciándolo de nuevo.
—Es difícil de decir cuando me estás tocando —consiguió contestar.
Ella dejó de tocarlo y esperó con impaciencia a que él recobrara la compostura.
—Mis preferencias cambian según mi estado de ánimo. Habrá veces que preferiré perderme en ti. Querré abrazarte con fuerza y sentir tu cuerpo moviéndose debajo del mío. Querré chuparte los pezones y darme un festín con tu boca. Querré verte la cara mientras llegas al orgasmo y abrazarte después del éxtasis.
Mientras hablaba, sintió cómo Amelia se humedecía y se calentaba más contra su pierna. Y a él se le puso la voz ronca en consecuencia.
—Otras veces querré que me des placer. Querré perderme en él de una forma que no me sería posible si tengo que preocuparme también de tus necesidades. Tus súplicas satisfarán al hombre primitivo que habita en mi interior y me rendiré por completo a tus atenciones. Estaré indefenso y abierto, completamente a tu merced.
Ella esbozó una sonrisa pícara.
—Eso me gustaría mucho.
—Puede gustarte o puede que no. A muchas mujeres no les gusta. No ven el poder que tienen al hacer eso. Se sienten degradadas y utilizadas. Y a otras sencillamente no les gusta el sabor de la semilla de un hombre.
—Hum…
Colin sabía muy bien qué significaba ese sonido y lo que presagiaba. Amelia quería saber qué clase de mujer sería ella. Pero por desgracia ya se habían quedado sin tiempo.
—Tienes que vestirte y volver a tu habitación antes de que te vea alguien. Cuando volvamos a tener la oportunidad y tu reputación esté a salvo, me desnudaré ante ti y te mostraré mi rostro y mis secretos.
—Aún no he terminado contigo —se quejó ella, frunciendo los labios de un modo tan seductor que acabó de excitarlo del todo.
—Me ofreceré con mucho placer para que experimentes sexualmente conmigo, amor —le dijo Colin con voz ronca—. Pero esos juegos requieren que no haya interrupciones, y esta noche no podemos permitirnos ese lujo.
—Hablas del futuro de nuestra relación con mucha seguridad —dijo Amelia, mirando fijamente su miembro y reanudando sus atenciones.
Colin posó la mano sobre la suya y la detuvo.
—No puedo pensar lo contrario ni aconsejarte que lo hagas tú.
—Pero no me has dicho cuáles son tus intenciones.
Animado por la lujuria y una ardiente posesividad, expuso:
—Tengo intención de vencer todos los obstáculos que hay entre nosotros y luego cortejarte como es debido, con gran fanfarria. Quiero deslumbrarte con extravagancias y poner el mundo a tus pies. —Le acarició el dorso de la mano con el pulgar—. Y entonces, cuando haya conseguido llenar hasta el último rincón de tu corazón de amor por mí, me casaré contigo.
Colin la amaba. No podía imaginarse la vida sin ella, no después de aquella noche. Y, sin embargo, no podía prometerle nada mientras su cabeza siguiera teniendo precio.
Pero, a pesar de eso, cuando alcanzó el orgasmo más intenso de su vida, había vaciado su semilla en su interior. Ya no tenía tiempo. El reloj avanzaba.
Colin observó su precioso rostro y no consiguió adivinar sus pensamientos.
—¿Amelia?
Ella posó la mejilla sobre su muslo.
—No esperes a tener toda tu vida en orden para aprovechar el momento —le susurró—. Yo aprendí, de la peor forma posible, que a veces el mañana nunca llega.
La melancolía que destilaba su voz lo conmovió y le tendió los brazos. Cuando ella posó su cuerpo desnudo encima de él, Colin gimió de placer. El deseo sexual hervía bajo la compleja necesidad de aferrarse a algo valioso e inestable a un mismo tiempo.
El alba se aproximaba, pero ninguno de los dos tenía las fuerzas suficientes como para alejarse del otro.