Amelia se estremeció cuando su espalda desnuda entró en contacto con el cubrecama y la calidez de Montoya la abandonó. Si miraba hacia abajo podía ver un minúsculo fragmento de la habitación y el brillo del fuego que ardía en la chimenea. Pero no quería ver y cerró los ojos bajo el pañuelo.
En su mente, imaginaba a Montoya como un hombre muy exótico. Fuerte, guapo y bastante serio. Se sentía impulsada por las ganas que tenía de ayudarlo a aliviar su carga. Quería oírlo reír y poder besar aquellos hoyuelos que sólo aparecían en contadas ocasiones.
De repente, una imagen de Colin apareció en su mente, vívida y poderosa. Y la sorpresa inmovilizó a Amelia.
—¿Qué ocurre? —murmuró Montoya. La falta de ruidos le hizo comprender que él había dejado de desnudarse.
Inspiró con fuerza y volvió al presente. Quizá fuera de esperar que recordara a su primer amor en aquel momento: a fin de cuentas Colin era el único hombre con el que se había embarcado en un viaje similar. Pero no tenía la experiencia suficiente como para saberlo.
—Tengo frío sin ti —le mintió, estirando los brazos hacia él.
—Dentro de un segundo estarás caliente y húmeda —ronroneó él.
Amelia sintió cómo se hundía la cama cuando se acercó de nuevo a ella.
Percibió la calidez de su cuerpo junto al suyo y luego la suave presión de sus labios en el hombro. Entonces, él deslizó la mano por todo su cuerpo y empezó a reseguir sus suaves curvas y los valles de su figura.
—Tengo miedo de estar soñando —susurró Montoya—. Tengo miedo de parpadear por si acaso has desaparecido cuando vuelva a abrir los ojos.
Amelia se posó la mano en el vientre, justo por debajo del ombligo.
—Yo siento un aleteo aquí dentro —contestó.
Él posó la mano sobre la suya y se la estrechó con delicadeza.
—Pronto yo también estaré ahí. Dentro de ti.
Sus dedos se deslizaron por su piel hasta llegar a los rizos de entre sus piernas.
Le hizo cosquillas y Amelia se rio. Cuando posó los labios sobre su boca, pudo notar que él también sonreía.
—Te quiero —musitó Montoya, antes de apropiarse de su boca.
Amelia se quedó inmóvil y sólo reaccionó ante la profunda intrusión en su sexo. Uno de sus ásperos dedos se internó en ella, que apretó los muslos por instinto.
Jadeó al notarlo y movió la cabeza a un lado y a otro, mientras las palabras que le había susurrado la golpeaban con una fuerza inesperada. Jamás pensó que volvería a oír de nuevo esas palabras, no de los labios de un amante. Entonces las lágrimas le escocieron en los ojos.
—Abre las piernas —le pidió él, besándole el cuello—. Deja que te dé placer.
Amelia empezó a temblar. El asalto a sus sentidos y su corazón llegó hasta lo más profundo de su ser.
—Reynaldo…
—No. —Colin se puso encima de ella y la besó con fuerza—. Llámame de cualquier manera menos así. Querido o cariño…
—Amor…
—Sí. —La embistió con la lengua, haciéndola gemir dentro de su boca—. Ábrete —le dijo con ardor—. Deja que te vea, deja que te toque.
Amelia era incapaz de negarse cuando le hablaba con tanta pasión y abrió las piernas. Luego se arqueó hacia arriba, mientras él acariciaba aquel tierno y palpitante punto que suplicaba su atención.
—¡Oh!
Montoya empezó a besarla con más intensidad, al tiempo que seguía acariciándola con una habilidad devastadora. Las ásperas yemas de sus dedos frotaban su húmedo y dolorido sexo al ritmo de las embestidas de su lengua.
Embriagada de placer, pero sin dejar de luchar contra la creciente tensión que le contraía el cuerpo, Amelia se movió y se agarró a él. Notaba bajo los dedos cómo a él se le tensaban los antebrazos con cada movimiento, lo que aumentó la conciencia erótica de lo íntimas que eran sus caricias.
Entonces Montoya deslizó uno de sus dedos sobre la abertura de su sexo.
—Estás empapada —susurró—. Absorbes mi dedo con voracidad.
Para demostrárselo, insertó la punta del dedo en el sexo de Amelia, que gimió cuando su cuerpo se contrajo alrededor de la suave invasión.
—Dios… Estás tan firme y caliente… —exclamó con brusquedad—. Me vas a matar cuando me deslice en tu interior.
Ella alargó el brazo en busca de su miembro, mientras se preguntaba cómo iba a ser capaz de darle cabida. Era muy grueso y estaba muy duro. Y su virginal cuerpo ardía con el contacto de un solo dedo.
Montoya gimió cuando ella le rodeó el pene con la mano. Él también estaba húmedo por el deseo que sentía.
—Estás lista para gozar —le dijo él—. ¿Notas lo duro que tienes el clítoris?
La yema de su dedo presionó con suavidad sobre la hinchada protuberancia y la circundó. El cuerpo de Amelia se contrajo alrededor de ese único dedo y se fue acostumbrando lentamente a su penetración.
Gimoteó cuando él empezó a aumentar el ritmo, internando el dedo cada vez más profundamente en ella. Mientras, la experta manipulación de su clítoris hizo que se le humedeciera la piel de sudor y que le empezaran a doler los pechos. Una serie de desesperados gemidos escaparon entre sus labios y Amelia se aferró a Montoya, tratando de acercarlo a ella.
—Dime lo que necesitas —le susurró él, con los labios pegados al oído—. Dime cómo puedo darte placer.
—Mis pezones…
—Son preciosos. Duros. Lascivos. Me están pidiendo a gritos que los chupe.
—¡Sí!
Amelia se arqueó en descarada invitación.
—Dilo, amor. —Internó un poco más el dedo y tocó su virginidad—. Dime lo que quieres.
—Quiero…
—¿Sí?
Colin no dejaba de acariciar su interior.
—Quiero que me chupes los pechos.
—Mmm… será un placer —ronroneó él.
Cuando lo hizo, Amelia jadeó, mientras sentía cómo un ardiente calor le abrasaba la piel. La tensión se apoderó de sus extremidades y aumentaba con cada tirón de los labios de él, con cada embestida de su dedo y cada nuevo círculo que trazaba con el pulgar.
El clímax la recorrió de pies a cabeza y le robó el aliento. Se puso completamente rígida, con el corazón aporreándole las costillas y en los oídos el zumbido de la sangre que le corría por las venas.
Y, justo en la cúspide de su orgasmo, Montoya rompió la barrera que había entre ellos. Perdida en la avalancha de sensaciones, Amelia apenas notó la pérdida de su virginidad ni la lágrima que brotó en el ángulo de su ojo, que no fue de dolor, sino de un placer tan intenso que casi no podía soportarlo.
Cuando recuperó la conciencia oyó las roncas palabras de cariño y los elogios que Montoya le regalaba. Lo primero que pensó fue en lo afortunada que era de poder estar haciendo el amor con un hombre que sentía tanta pasión por ella y que le inspiraba el mismo sentimiento. Lo que podría haber sido una obligación era, por el contrario, una auténtica bendición.
En su interior, cientos de emociones luchaban por ocupar el lugar dominante y todas se esforzaban por expresarse a través de las palabras. Pero tenía la garganta demasiado cerrada como para poder pronunciarlas.
En lugar de hablar, lo rodeó con los brazos y lo pegó a su pecho.
Colin notó cómo el ritmo de las pulsaciones de Amelia iba disminuyendo y supo que jamás la había amado tanto como en ese momento. Era una diosa apasionada, una criatura de deseos lujuriosos que, en ese instante, estaba enardecida y brillante. Terrenal. Salvaje y excitada, como siempre había querido ser. Hecha para el sexo.
Con él.
Ningún otro hombre podría liberarla. Le había dicho que dejó de sentir cuando él se marchó. Se sentía viva cuando estaban cerca. Ardorosa y suave, húmeda y dispuesta. Ansiosa de sus caricias.
—Ha sido… —Amelia dejó escapar un suspiro suave y entrecortado—. Maravilloso.
Colin frotó la cara contra su pecho y se rio con el corazón lleno de alegría. Él también se había sentido renacer después de un largo período de entumecimiento. Amelia lo había seguido, anhelante de su deseo para liberar el suyo.
—Te arde la piel —dijo, empujándole la cabeza.
La idea que se le representó, de dejar en ella una evidente marca sexual, hizo palpitar su miembro en señal de frustrada protesta por su privación.
Pero la fantasía que había alimentado durante todos aquellos años no se basaba en lograr su propia gratificación. Quería la de ella, la necesitaba. Antes de que acabara la noche la haría suya a través del placer, la esclavizaría con deseo, le enseñaría las muchas facetas de la culminación sexual. El amor de Amelia era el mayor de los premios, pero su lujuria también era algo vital para Colin.
—¿Quieres notarlo también en otros sitios? —le preguntó, mirándola.
Ella sacó la lengua para humedecerse el labio inferior, pero Colin se le adelantó, lamiendo su carnosa boca con la punta de la lengua. Era una provocación, una insinuación, una indirecta.
Amelia se quedó sin aliento. Era evidente que había comprendido su intención.
—Me tomas el pelo.
—Nunca. Quiero saborearte, amor. Por fuera y por dentro.
Casi podía oír cómo le funcionaba el cerebro. Cómo reflexionaba.
—Me resulta más fácil de comprender que sea yo quien te saboree de esa forma —dijo ella en voz baja—. Mucho más que a la inversa.
Colin se estremeció al pensarlo y se tumbó boca arriba para evitar desplomarse encima de ella.
—Seguro que te gustaría —reflexionó Amelia en voz alta, advirtiendo su reacción—. ¿Es muy distinta la sensación de internarse en la boca de una mujer que en su sexo?
—Me encanta que seas curiosa. Espero que no dejes de serlo nunca.
—Algún día me gustaría enseñarte algo yo a ti.
—Sirena, ya me has embrujado. ¿Hasta qué punto pretendes someterme?
Ella pasó una mano por encima de los músculos de su abdomen y rodeó su miembro excitado. Colin suspiró con fuerza mientras Amelia se sentaba y se volvía hacia él. Entonces alargó el brazo para detenerla. A pesar de no poder ver nada, Amelia se volvió en su dirección y se llevó la mano libre al nudo del pañuelo.
—Aún no —le ordenó Colin.
—Ya estoy preparada.
—Pero yo no.
Por un momento, pareció que ella fuera a protestar, pero entonces cambió de idea. En lugar de enfadarse, empezó a acariciar su erección. Él apretó los dientes y se agarró con fuerza al cubrecama.
—Quiero hacerte lo que me has hecho a mí —murmuró.
—Ya sabes que es más fácil conseguir que un hombre llegue al orgasmo —contestó Colin.
—Pero la sensación es la misma, ¿no?
Él sonrió.
—Supongo que sí.
Amelia se sentó sobre los talones y empezó a tocarlo con ambas manos, apretando y acariciándolo. Las sensaciones que se originaron en su pene le quemaron la columna y le abrasaron el corazón. Ella lo tocaba con auténtica veneración y asombro.
Con una uña le rozó el contorno de una vena y él gruñó, dejando escapar un sonido grave y dolorido.
—Dime lo que te gusta —susurró Amelia—. Explícame cómo puedo darte más placer.
—Ya me das mucho placer.
Colin acarició la elegante curva de su espalda.
—Entonces, dime cómo puedo hacerlo mejor.
—Si lo hicieras mejor me correría en tus manos.
—¿O en mi boca?
Amelia ladeó la cabeza.
—Esta noche no —contestó él sin aliento. Se le contrajeron los testículos y tiró de ellos rápidamente para bajarlos.
Ella escuchó en silencio, hasta que comprendió lo que había hecho.
—¿Por qué has hecho eso?
Sus fríos dedos le tocaron los testículos, que amasó con suavidad y luego tiró de ellos.
Al contrario de lo que había ocurrido cuando lo había hecho él, las atenciones de Amelia tuvieron el resultado opuesto. Colin tuvo la sensación de que sus testículos quisieran meterse dentro de su cuerpo y le apartó la mano.
—¡No hagas eso!
—Ha sido increíble —dijo ella con aquel tono asombrado que lo volvía loco.
Entonces Colin perdió la razón, se colocó encima de su cuerpo, situándose entre sus muslos. La improvisada venda de Amelia se torció a causa de sus movimientos, pero él la cogió a tiempo y la volvió a poner en su sitio.
—Me encanta tocarte. —Sus pequeñas manos se deslizaron por sus hombros—. Eres tan grande y estás tan duro por todas partes…
Colin percibió ansiedad en su voz y trató de aliviarla.
—Yo te daré placer —le prometió, apoyándose en un codo y alargando el brazo para masajear la suave piel de su sexo con la palma de la mano. Ella gimió y arqueó las caderas contra la fuente de placer—. Lo que has sentido antes no es nada comparado con lo que vas a sentir cuando esté dentro de ti.
Los esbeltos brazos de Amelia le rodearon el cuello y lo atrajeron hacia sí.
—Eso es lo que quiero. Quiero sentir eso contigo.
—Sí. —Colin le lamió la oreja haciéndola estremecer—. Eres una mujer muy sensual. Eso es evidente en tu forma de moverte, en tu manera de tocarme, en las formas de tu cuerpo.
—Soy demasiado delgada —se lamentó en voz baja.
—Eres perfecta. Algunas mujeres están creadas para complacer a cualquier hombre. Tú estás hecha sólo para mí. Cuando te veo, se me calienta la sangre y me excito. Tus extremidades son elegantes, pero ligeras. Tus curvas son exuberantes, pero contenidas.
Metió un dedo en su interior para comprobar si estaba dolorida. El gemido de placer con que ella le respondió fue todo el estímulo que necesitaba. Se agarró el miembro y colocó su gruesa cabeza ante la minúscula hendidura que daba acceso a su cuerpo. El pene le goteaba, estaba ansioso y decidido a lubricar su camino. Pero no era necesario. Amelia estaba húmeda y excitada. Colin hizo un mínimo movimiento con las caderas e insertó la punta de su miembro en su cuerpo.
—¡Oh, Dios! —exclamó ella, abriendo la boca para dejar escapar sus jadeos.
Colin se estremeció de placer ante su estrechez. El ardiente calor que percibió en el interior de Amelia se deslizó por su miembro y le recorrió toda su piel. Estaba sudado y las gotas empezaron a acumularse en la parte inferior de su espalda, debido al esfuerzo que estaba haciendo por internarse en ella lo más lentamente posible. Amelia necesitaría un tiempo para acostumbrarse a su tamaño y a la novedosa intrusión del sexo de un hombre en el suyo.
Ella lo agarró de las caderas y luego empezó a moverse muy despacio, casi haciéndole perder el control.
—¡Dios! —jadeó Colin, sacudiéndose cuando parte de su semilla se vertió, desesperada por aliviar la tormentosa presión que sentía en los testículos.
—Te necesito más adentro —le suplicó, y él se sintió tan agradecido de tenerla que se apoderó de su boca para darle un intenso y apasionado beso.
Ella se lo devolvió con tanto ardor que su pene se hinchó aún más.
Entonces Colin la apretó contra la cama para internarse un par de centímetros más, mientras le cogía la cara y trataba de suavizar el dolor.
—Amelia… —susurró, rozando su mejilla sudorosa contra la de ella—. Así estás haciendo que me resulte imposible iniciarte como mereces.
—Me duele —gimoteó, estrechándolo con fuerza—, y ni siquiera estás dentro de mí.
—Tu canal es muy pequeño y está inexplorado, y yo estoy muy grueso y duro. Si voy demasiado rápido, sólo conseguiré hacerte daño.
—Eres demasiado grande…
—¡No, maldita sea!
No quería ser áspero, pero el hambriento sexo de Amelia estaba succionando la punta de su miembro, incitando a sus instintos más primitivos a que tomaran el control y dejaran a un lado la caballerosidad.
—Pues déjame mirar. Es posible que si puedo ver no esté tan ansiosa. Este momento es demasiado intenso para no poder ver. Cada sonido y cada caricia se magnifican.
Colin se puso tenso. No era el momento y, sin embargo, no podía soportar pensar que ella pudiera sentir angustia aquella noche. Él estaba en el paraíso y lo único que quería era que Amelia también lo estuviese.
—Tengo miedo de lo que podría ocurrir si me vieras ahora. Si me rechazaras, no creo que pudiera soportarlo.
A ella le tembló el labio inferior. Y entonces le preguntó:
—¿Has traído alguna de tus máscaras?
—¿Me estás pidiendo que me retire? —Se la quedó mirando con los ojos abiertos como platos—. ¿Estás loca? Estoy dentro de ti.
—No del todo —replicó—. No todo lo que necesito que estés.
Su voz adoptó aquel tono persuasivo y suave al que Colin jamás se había podido resistir.
En ese momento se dio cuenta, con una extraña mezcla de orgullo e ironía, de que Amelia nunca sería pasiva en el dormitorio, de la misma forma que nunca lo había sido fuera de él. Casi temía que llegara el día en que estuviera sexualmente despierta del todo. ¿Cómo conseguiría sobrevivir entonces al asalto de sus deseos femeninos? Aún no estaba completamente dentro de ella y ya se sentía morir.
—Me excita —susurró Amelia, confesándole esa sorprendente verdad entre jadeos—. Me excita verte con la máscara. —Levantó los dedos y resiguió el contorno de sus labios—. Tienes una boca muy sensual. He soñado con ella. He deseado sentir cómo se movía por mi piel y verla susurrar calientes palabras de deseo.
Colin se estremeció de placer y se movió inquieto en su húmedo sexo. Sentía sus duros pezones contra el torso y cómo se le contraía el estómago contra el suyo.
—Me gustaría mucho poder verte. No me lo niegues —insistió, cogiéndolo de las nalgas y tirando de él, internándolo un poco más.
Cuanto más se adentraba en sus profundidades, más apretada estaba ella. Sus pliegues virginales se resistían a adaptar su cuerpo al de Colin.
—Por favor… —susurró, con un deseo desgarrador—. No me dejes a oscuras en este momento de mi vida.
Él maldijo y salió de su cuerpo, sintiendo cómo se estremecía de deseo. Se levantó de la cama y, con sus debilitadas piernas, se acercó al guardarropa donde aguardaba su baúl. Metió la mano dentro y sacó la máscara que se había quedado como recuerdo de los momentos furtivos que había pasado con Amelia.
Se quedó mirando el brillante objeto blanco que tenía entre las manos con una creciente sensación de resentimiento por su propósito, que no era otro que alejar a Colin Mitchell de la mujer que amaba.
¡Cómo desearía haber anticipado adónde lo llevaría aquel engaño cuando compró la máscara! Lo único que esperaba entonces de ese ardid era poder ver a Amelia, una gota de agua para un hombre sediento.
—Date prisa —lo presionó ella con la voz de una seductora consumada.
El encanto femenino que tanto practicaban y estudiaban otras mujeres era algo innato en Amelia.
Colin se puso la máscara y se ató las cintas negras que la mantendrían en su sitio, luego se rehízo la cola y volvió la cabeza para mirar a Amelia, consciente de que no saldría de aquella habitación siendo el mismo hombre que había entrado.
Ella estaba reclinada contra los almohadones apilados y tenía las piernas y los brazos cruzados con decoro; se había quitado la venda. En sus ojos verdes, Colin vio lujuria, deseo y un agradecimiento de tal magnitud que lo dejó sin aliento.
Se dio media vuelta y se colocó frente a Amelia, proporcionándole una clara visión de su excitada verga y de su tersa musculatura. La vio tragar con fuerza y comprendió lo intimidante que debía de ser para ella verlo allí desnudo. Era una mujer alta, pero él lo era mucho más. Además, era el doble de grande que ella y su cuerpo se había endurecido, tanto por su herencia genética como por su frecuente actividad física.
Y estaba completamente excitado. Las gruesas venas que le recorrían el miembro palpitaban debido al rugido de su sangre y se lo cogió con la mano para aliviar el dolor.
—¿Verme así te excita o te asusta? —le preguntó.
Amelia se lamió los labios.
—No estoy asustada —susurró—. Estoy nerviosa y quizá un poco ansiosa, pero no te tengo miedo.
—Eres una mujer fuerte —la elogió, dirigiéndose con decisión hacia la cama.
Sin más palabras, Colin se puso de rodillas y se colocó encima de ella, apartándole un brazo para poder apropiarse de uno de sus pezones con la boca. Se ocupó de la dura cumbre con una firme y rítmica succión, animándola en silencio a hacer algún sonido que delatara su placer.
Ella le cogió la cabeza y la pegó a su pecho.
—Te quiero dentro de mí —le susurró—. Odio esta sensación de incertidumbre e ignorancia.
Entonces Colin se sentó sobre los talones, le colocó las piernas sobre las suyas y se las abrió para exponer su sexo a sus ojos. Antes de que ella pudiera comparar el tamaño de su minúscula abertura rosada con la amplitud y la longitud de su miembro, Colin ya se había internado en su cuerpo y empujaba la gruesa punta de su pene por la tierna abertura.
Amelia gimoteó y le clavó las uñas en los muslos.
Él la agarró de las caderas y empezó a mecerse con suavidad, mientras se adentraba cada vez más. Sus ojos se desplazaban desde el punto en que se unían sus cuerpos hasta la preciosa cara de ella.
Como su espalda ocultaba la tenue luz del fuego, Colin no podía distinguir los colores, pero sí podía ver el delator brillo de sudor de su frente y de sus ojos.
—¿Te hago daño? —jadeó, agarrándola con fuerza, cuando ella respondió a su voz estremeciéndose.
Amelia estaba tan firme que Colin tenía la sensación de estar metiendo su pene en un puño completamente cerrado.
—No…
La voz de ella sonaba débil y lejana.
Colin cogió una de las manos de Amelia y la llevó sobre su propio clítoris dilatado.
—Acaríciate —le ordenó.
Para su deleite, ella obedeció sin vergüenza y empezó a dibujar vacilantes círculos sobre su ardiente piel con sus largos y finos dedos.
Su precioso sexo respondió como él sabía que respondería, contrayéndose y cerrándose a su alrededor con renovado fervor. Con cada nueva contracción, se internaba un poco más, gruñendo de placer y tomando desesperadas bocanadas de aire con aroma a sexo y madreselva.
Ella empezó a retorcerse y a gemir en una demostración tal de apetito licencioso, que más tarde Colin se preguntaría cómo había conseguido entrar del todo sin correrse a la mitad. Por fin, tras una última y desesperada embestida, llegó hasta el fondo y la sensación de haberse hundido hasta los testículos le humedeció los ojos.
Amelia gritó cuando el caliente y duro miembro de Montoya se internó del todo en su cuerpo. Una oleada de tortuoso alivio se deslizó hacia afuera desde ese doloroso punto de su interior que suplicaba que lo acariciaran y luego se contrajo de nuevo.
Cuando él se quedó quieto, ella empezó a dibujar círculos con las caderas y a frotarse contra la raíz de su miembro. El rugido que escapó de sus labios fue más animal que humano, y el cuerpo de Amelia se estremeció en respuesta a ese sonido, sacudido por una lujuria aún mayor.
Montoya la inmovilizó con sus poderosas manos. Sus ojos ardían en los agujeros de la máscara. Apretó sus bonitos labios y se le tensó la mandíbula.
—¿Por qué no te mueves? —gimoteó ella.
—Porque estoy a punto de explotar y me niego a dejarme ir sin ti.
—¡Yo ya estoy lista!
Amelia tenía la voz teñida de inquietud y su vagina se contraía de tal modo que casi le resultaba doloroso.
Sin apenas esforzarse, él la cogió en brazos y la posó sobre sus rodillas para empalarla completamente sobre su duro miembro. Amelia se agarró a sus anchos hombros y deslizó la boca por la salada piel de su cuello. La habitación empezó a dar vueltas, cada nuevo movimiento la deslizaba más hacia el placer, hasta que le mordió el hombro en represalia por su frustración sexual.
Montoya maldijo y la apartó.
—Móntame —le ordenó con aspereza.
Amelia se puso a horcajadas sobre él, que la penetraba profundamente hasta el fondo. Montoya echó los brazos hacia atrás, se apoyó en el colchón y le dio pleno acceso a su cuerpo para que lo utilizara como quisiera. La imagen que le ofreció era extraordinariamente erótica: el abdomen musculado bien tenso y el vello del pecho cubierto de sudor.
Y la máscara. Dios… La máscara le añadía un oscuro y seductor misterio, que la empujaba a un comportamiento temerario.
—Yo…
—¡Ahora! —rugió él, sobresaltándola.
Amelia echó los hombros hacia atrás y levantó la barbilla en respuesta a su desafío. Pensó que aquello debía de ser difícil para él por motivos en los que no había pensado hasta ese momento. Hacía el amor con la experiencia propia de quien ha estado con muchas mujeres, lo que sugería que las deformaciones de su rostro tenían que ser algo reciente. Quizá ella fuera la primera mujer en acogerlo en su cama después del accidente. Ese pensamiento añadió intensidad a un instante ya de por sí memorable.
Amelia decidió que quería amarlo bien, con todo lo que tenía, mejor que cualquier otra mujer. Buscaría la agitación que anidaba en su interior y lo tranquilizaría con su pasión, demostrándole con su cuerpo que era su corazón el que la había atraído a él.
Apoyó las manos en sus hombros para equilibrarse, hizo fuerza con las rodillas y se levantó, deslizando su sexo por toda la longitud del miembro. Cuando volvió a dejarse caer, la sensación de la gruesa cabeza de su pene acariciando aquella temblorosa zona de su interior la hizo jadear y sacudirse con violencia.
—Eso es —la elogió él con un ronco susurro, mientras la observaba a través de sus espesas pestañas negras—. ¿Ves lo bien que encajo en tu cuerpo? Yo fui creado para darte placer.
Amelia se mordió el labio inferior y repitió el movimiento, aventurándose muy despacio hasta que consiguió dominarlo. Con el pulgar rozó una cicatriz que le cruzaba el hombro, una herida tan antigua que se veía blanca. Se la acarició mientras se movía y resiguió su forma circular, rodeada de un contorno irregular. Y en algún lugar escondido de su mente, esa herida empezó a intrigarla, a aguijonearla…
Entonces él volvió a hablar y borró cualquier pensamiento que hubiera podido formarse en su mente.
—Dulce Amelia. Eres mía.
Ella se levantó y le rodeó el torso con los brazos, ladeando la cabeza para besarlo, mientras se alzaba y se dejaba caer, gimiendo al sentir sus hinchados pezones rozándose con la suave capa de vello que le cubría el torso.
Lo estaba poseyendo al mismo tiempo que él la hacía suya.
Montoya deslizó una mano entre sus pliegues y la estrechó con fuerza, mientras murmuraba palabras de ánimo dentro de su boca y adelantaba las caderas con imponentes embestidas que la dejaban sin sentido.
Que le robaban el corazón.
A medida que fue ganando confianza, Amelia empezó a moverse más deprisa. El esfuerzo le aceleró la respiración, mientras gotas de sudor comenzaban a deslizarse entre sus oscilantes pechos.
—Quiero tenerte así cada día. —El tono de Montoya era grave y destilaba placer—. Quiero que te sientas vacía cuando no esté dentro de ti. Hambrienta. Que te mueras por mí.
Amelia sabía que sería así. Estaba perdida en la lujuria y no dejaba de moverse sobre su gruesa y dura erección como si ya lo hubiera hecho antes. Como si supiera lo que estaba haciendo.
Entonces él le mordió el cuello y ella gritó. Su interior se contrajo hasta que la sensación le arrancó a él una maldición.
La estaba arrastrando a aquella locura con su enorme cuerpo reclinado, con los ojos entornados tras aquella máscara y los labios brillantes por el contacto con su boca. Parecía un dios del sexo pagano. Exótico y atractivo. Perfectamente controlado. Contento de poder tumbarse y dejar que una licenciosa mujer, cuya única meta era alcanzar el orgasmo, le diera placer.
Amelia se acercó y le susurró:
—Fóllame.
Ella misma se sorprendió de la facilidad con que había dicho esa palabra tan vulgar.
Montoya se estremeció con brutalidad en respuesta.
—Haz que me corra —lo desafió Amelia sin aliento y sin dejar de moverse—. Lo deseo. Te deseo a ti. Salvaje. Dentro de mí. Te necesito conmigo…
En un segundo, él se había dado la vuelta y la había tumbado sobre la cama. Con los pies apoyados en el suelo y agarrando con fuerza el cubrecama, se adentró poderosamente en ella, arrancándole un grito de éxtasis con cada nueva embestida.
La observaba a través de la máscara. El pecho se le agitaba, tenía el abdomen tenso, sus nalgas se contraían bajo las pantorrillas de Amelia mientras ella levantaba las caderas para acoger cada una de sus arremetidas. El cuerpo de él era un paradigma de poder sexual. Estaba hecho para poseer a una mujer hasta crearle adicción.
La tensión que Amelia sentía en su sexo se intensificó formando un duro nudo que la hizo sacudir la cabeza al sentir el brutal placer que la recorría. Y entonces éste se liberó en una avalancha de sensaciones que le quemaron la piel, le contrajeron los pulmones y se convulsionaron en su interior en rápidas ondas que se desplazaban por encima de la durísima verga de él.
El rugido gutural que salió de la garganta de Montoya hizo que a Amelia se le llenaran los ojos de lágrimas y un nombre escapó de sus labios. Él se detuvo en seco y se quedó rígido, pero ella gimió una protesta mientras se movía debajo de él, perdida en un placer delirante.
Entonces Colin retomó sus embestidas, aumentó la fuerza y la velocidad de las mismas hasta que gruñó entre los dientes apretados. Estaba profundamente enterrado en ella y su cuerpo se sacudió cuando la caliente y espesa eyaculación se vertió en el interior de Amelia.
Fue salvaje, primitivo y muy bonito. Luego él se acurrucó sobre ella, aguantando el peso de su cuerpo con los antebrazos y fundiendo el sudor con el de ella al pegarse contra su piel.
—Te quiero —repitió con ardor, mientras le lamía las lágrimas con la lengua—. Te quiero.
Amelia alargó los brazos en busca de las cintas con las que él se había atado la máscara.