Londres, 1780
El hombre del antifaz blanco la estaba siguiendo.
Amelia Benbridge no estaba segura de cuánto tiempo llevaba observándola a escondidas, pero sabía que la seguía.
Rodeó el salón de baile de los Langston con cautela, acompasando sentidos y movimientos, y volviendo la cabeza con fingido interés para poder observar al desconocido con más detenimiento.
Cada mirada que le robaba con disimulo la dejaba sin aliento.
Entre tanta gente, a cualquier otra mujer le habría pasado desapercibido el ávido interés que él demostraba. Era demasiado fácil dejarse abrumar por las imágenes, los sonidos y los aromas del baile de máscaras: la deslumbrante diversidad de telas brillantes y vaporosos encajes, la multitud de voces que trataban de hacerse oír por encima de la esforzada orquesta, la mezcla de perfumes y el olor a cera derretida procedente de las enormes lámparas de araña…
Pero Amelia no era como las demás mujeres. Ella había pasado los primeros dieciséis años de su vida bajo vigilancia, sometida a un análisis constante de sus movimientos. Y la sensación de ser observada con tal detenimiento era única. Jamás podría confundirla con otra cosa.
Y, sin embargo, podía afirmar con bastante seguridad que nunca la había estudiado tan de cerca un hombre tan irresistible.
Porque a pesar de la distancia que había entre ellos y de que él llevara oculta la mitad superior del rostro, no cabía duda de que era un hombre irresistible. Su mera figura ya bastaba para cautivar su atención. Era alto y estaba muy bien proporcionado, y su elegante ropa se ajustaba a la perfección a sus muslos musculados y a sus anchos hombros.
Cuando Amelia llegó a la esquina, volvió la cabeza para determinar sus respectivas posiciones. Se detuvo allí un momento y aprovechó la oportunidad para llevarse el antifaz a los ojos. Al hacerlo, las cintas de colores que adornaban el mango se descolgaron por encima del guante que le ocultaba el brazo. Fingió observar a los bailarines, pero en realidad lo miraba a él, lo evaluaba. Le pareció justo. Si aquel hombre podía espiarla, ella también tenía el mismo derecho.
Iba completamente vestido de negro, a excepción de las blanquísimas medias, el pañuelo del cuello y la camisa. Y el antifaz. Una máscara muy sencilla. Sin adornos de ninguna clase, ni colores, ni plumas. Lo llevaba sujeto a la cabeza con una cinta de satén negro. Mientras que los demás caballeros presentes en la sala iban vestidos con una infinita variedad de colores para atraer la atención de las damas, la rigurosa austeridad del atuendo de aquel hombre parecía destinada a hacer que se fundiera con las sombras, pretendía convertirlo en un hombre corriente, cosa que era imposible. Su pelo negro brillaba con fuerza a la luz de las numerosas velas que iluminaban el salón y parecía suplicar las caricias de unos dedos de mujer.
Y entonces vio su boca.
Amelia inspiró hondo cuando se fijó en ella. La boca de ese hombre era puro pecado. Sus labios, como esculpidos por una mano experta, tenían el tamaño perfecto, ni muy gruesos ni muy finos, y eran firmes y vergonzosamente sensuales. Estaban enmarcados por un mentón firme, una mandíbula angulosa y una piel morena. Era muy posible que fuera extranjero. Amelia no podía imaginar el aspecto de su rostro, pero sospechaba que impresionaría a cualquier mujer.
Sin embargo, lo que la intrigaba se encontraba más allá de su físico. Su forma de moverse, como un depredador, sus andares decididos pero seductores, su forma de concentrar la atención en su objetivo… Ese hombre no cometía errores ni dejaba que lo afectara la aburrida fachada de la alta sociedad. Sabía lo que quería y carecía de la paciencia necesaria para fingir lo contrario.
Y en ese momento parecía que lo que deseaba era seguirla. Observaba a Amelia con una mirada tan ardiente que ella la sentía resbalar por todo su cuerpo, acariciar los mechones de su pelo sin empolvar y rozar su nuca descubierta. Notó cómo se deslizaba por sus hombros desnudos y bajaba por su espalda. Ella percibía su deseo.
Amelia no sabía cómo había atraído su atención. Era consciente de su atractivo, pero no era más hermosa que la mayoría de las mujeres que había esa noche en el baile. Su vestido, aunque bonito, con su sobrefalda hecha de elaborado encaje plateado y delicadas flores confeccionadas con cintas rosas y verdes, no era el más llamativo de la fiesta. Y, por otra parte, los hombres que buscaban una aventura siempre la descartaban, porque asumían que su larga amistad con el popular conde de Ware acabaría en matrimonio. Por muy despacio que se desarrollara la relación.
Entonces ¿qué quería de ella ese hombre? ¿Por qué no se acercaba?
Amelia se volvió hacia él y se apartó el antifaz de delante de los ojos. Luego lo miró directamente para que no le quedara ninguna duda de que lo estaba observando. Se lo demostró claramente esperando que sus largas piernas retomaran su camino y lo llevaran hasta ella. Quería conocer todos los detalles: el sonido de su voz, el olor de su colonia y el impacto que le provocaría la proximidad de su poderosa figura.
También deseaba saber qué quería. Amelia había pasado toda su infancia sin el cariño de una madre. Durante la niñez no dejaron de trasladarla en secreto de un lugar a otro, y cambiaban a la institutriz a menudo para que no pudiera desarrollar ningún vínculo emocional con nadie. La habían alejado de su hermana y de cualquiera que pudiera preocuparse por ella. Por eso desconfiaba de lo desconocido. Y el interés de ese hombre era una anomalía que precisaba aclaración.
El silencioso desafío de Amelia provocó en él una repentina y evidente tensión, y se quedó quieto. El desconocido le devolvió la mirada y ella vio cómo brillaban sus ojos entre las sombras del antifaz. Pasó un buen rato, pero ella apenas lo advirtió: estaba demasiado concentrada valorando la reacción del hombre. Los invitados pasaban por delante de él y le entorpecían momentáneamente la visión a Amelia, pero luego él volvía a aparecer. Había apretado los puños y la mandíbula, y ella podía ver cómo se le elevaba el pecho con cada nueva y profunda bocanada de aire.
Y entonces alguien le dio un golpe por detrás.
—Disculpe, señorita Benbridge.
Amelia se volvió sobresaltada y se encontró cara a cara con un hombre con peluca, vestido de satén morado. Ella esbozó una leve sonrisa y murmuró unas rápidas palabras para quitarle importancia al tropiezo y luego se dio la vuelta a toda prisa para devolver su atención al hombre enmascarado.
Pero había desaparecido.
Parpadeó con celeridad. ¡Se había ido! Se puso de puntillas y escudriñó el mar de gente. El desconocido era alto, tenía una impresionante anchura de hombros y no llevaba peluca, cosa que debería ayudarla a identificarlo, pero fue incapaz de encontrarlo.
«¿Adónde habrá ido?»
—Amelia.
El grave y refinado tono que oyó por encima del hombro le era muy familiar y le lanzó una rápida y distraída mirada al atractivo hombre que tenía a la espalda.
—¿Sí, milord?
—¿A quién estás buscando?
El conde de Ware se puso también de puntillas y estiró el cuello. Cualquier otro hombre habría tenido un aspecto ridículo, pero Ware no. Era imposible que alguien como él no estuviera siempre perfecto, desde la peluca hasta los tacones con diamantes incrustados que asomaban un metro ochenta más abajo.
—¿Sería muy ingenuo por mi parte esperar que estuvieras buscándome a mí?
Amelia esbozó una avergonzada sonrisa, abandonó su caza visual y entrelazó el brazo con el suyo.
—Estaba buscando un fantasma.
—¿Un fantasma?
Los ojos azules del conde sonrieron a través de los agujeros de su antifaz de colores. Ware tenía dos expresiones: una de peligroso aburrimiento y otra de cálida diversión. Y ella era la única persona capaz de inspirar esa última.
—Y ¿se trataba de un espectro espantoso o de algo más interesante?
—No estoy segura. Me estaba siguiendo.
—Todos los hombres te persiguen, querida —dijo él, esbozando una leve sonrisa—. Como mínimo con la mirada, y eso cuando no lo hacen también con los pies.
Amelia le estrechó el brazo como amable admonición.
—No me tomes el pelo.
—En absoluto. —Arqueó una ceja con arrogancia—. A menudo pareces perdida en tu propio mundo. Y, para un hombre, es tremendamente atractivo ver a una mujer cómoda consigo misma. Nos morimos de ganas de deslizarnos en su interior para formar parte de ese mundo.
A Amelia no se le pasó por alto el íntimo tono que percibió en la voz de Ware y lo miró con los ojos entrecerrados.
—Eres un diablo.
Él se rio y los invitados que tenían alrededor se lo quedaron mirando. Ella también lo hizo. La alegría transformaba al conde. Cuando se reía, dejaba de ser la personificación del aristócrata afligido por el tedio para convertirse en un hombre de vibrante atractivo.
Ware echó a andar y la fue guiando expertamente. Amelia lo conoció cuando él tenía dieciocho años y de eso hacía ya seis. Había visto cómo se convertía en el hombre que era en la actualidad, había sido testigo de sus primeros pasos en sus aventuras amorosas y de cómo esas relaciones lo habían cambiado, aunque ninguna de sus enamoradas había mantenido su interés durante demasiado tiempo. Las mujeres sólo veían lo exterior y el marquesado que heredaría cuando falleciera su padre. Y era muy posible que él hubiese aprendido a vivir solo con esos superficiales intereses si no la hubiera conocido. Pero se conocieron y se convirtieron en amigos íntimos. Y ahora a Ware le desagradaba cualquier relación que fuera menos que la que mantenía con Amelia. El conde tenía amantes que lo ayudaban a aliviar sus necesidades físicas, pero le gustaba tenerla a ella cerca para saciar sus necesidades emocionales.
Los dos sabían que se casarían. Era una verdad tácita, pero de la que ambos eran muy conscientes. Ware sólo esperaba que llegara el día en que ella por fin se sintiera preparada para dar los pasos que la llevarían de su amistad hasta su cama. Y, aunque no estaba enamorada de él, Amelia lo quería por mostrarse tan paciente. Quería corresponder sus sentimientos, lo deseaba cada día. Pero ella amaba a otro hombre y, aunque la muerte se lo había robado hacía ya algunos años, su corazón le seguía siendo fiel.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Ware, inclinando la cabeza para saludar a otro invitado.
—En ti.
—Ah, eso es estupendo —ronroneó, mirándola complacido—. Cuéntamelo todo.
—Estaba pensando que creo que me gustaría estar casada contigo.
—¿Es una proposición?
—No estoy segura.
—Hum, bueno, nos vamos acercando. De momento me conformaré con eso.
Ella lo miró con detenimiento.
—¿Acaso te estás impacientando?
—Puedo esperar.
La respuesta era imprecisa y Amelia frunció el cejo.
—No te preocupes —le dijo Ware con suavidad, mientras la guiaba a través de un par de puertas francesas hacia una terraza llena de gente—. De momento estoy bien, siempre que tú también lo estés.
La fría brisa de la noche le acarició la piel y Amelia inspiró hondo.
—No estás siendo completamente sincero.
Se detuvo frente a la amplia balaustrada de mármol y lo miró. Había varias parejas cerca de ellos, charlando, pero todos lanzaban miradas de curiosidad en su dirección. A pesar de las sombras que proyectaba la luna velada por las nubes, la casaca y los calzones color crema de Ware brillaban como el marfil y atraían miradas de admiración.
—Éste no es el lugar más adecuado para hablar de algo tan delicado como nuestro futuro —dijo él, llevándose la mano a la cabeza para desatarse el antifaz. Cuando se lo quitó, dejó al descubierto un perfil tan noble que bien podría adornar una moneda.
—Ya sabes que a mí eso me da igual.
—Y tú sabes que por eso me gustas tanto —la provocó, esbozando una lenta sonrisa—. Mi vida está perfectamente ordenada y compartimentada. Todo está donde debe estar. Soy consciente del lugar que ocupo en el mundo y cumplo las expectativas de la alta sociedad escrupulosamente.
—Excepto cuando me cortejas.
—Excepto cuando te cortejo —convino él. La mano enguantada del conde buscó la suya y se la cogió. Se cambió de postura para esconder el escandaloso contacto de los ojos curiosos—. Tú eres mi hermosa princesa, rescatada de su torre por un tristemente célebre pirata. La hija de un vizconde ahorcado por traición y la hermana de una verdadera femme fatale, una mujer de la que se afirma que ha asesinado a dos maridos antes de casarse con uno demasiado peligroso como para poder matarlo. Tú eres mi locura, mi aberración, mi pequeño pecado.
Le rozó la palma de la mano con el pulgar y Amelia se estremeció.
—Y, sin embargo, en tu vida yo cumplo el propósito contrario. Soy tu ancla. Te aferras a mí porque soy seguro y cómodo. —Ware levantó la vista para observar a las demás personas que compartían la terraza con ellos. Luego se acercó más a ella y murmuró—: Pero a veces recuerdo a la jovencita que se armó de valor para pedirme que le diera su primer beso y desearía haber reaccionado de otra forma.
—¿Ah, sí?
Él asintió.
—¿Tanto he cambiado desde entonces?
De repente, el conde se dio media vuelta con el antifaz colgado de la muñeca y la mano de Amelia cogida con la otra, y bajó junto a ella por un tramo de escaleras que conducían al jardín. Un camino de grava bordeaba los pequeños setos de tejo, que a su vez rodeaban un exuberante prado central en el que había una fuente impresionante.
—El tiempo nos acaba cambiando a todos —le dijo—. Pero creo que lo que más te cambió a ti fue la muerte de tu querido Colin.
Oír ese nombre afectó profundamente a Amelia, que de repente sintió una gran tristeza y añoranza. Colin había sido su mejor amigo y después se había convertido en el amor de su vida. Era sobrino de su cochero y de una gitana, pero en el mundo imaginario de Amelia eran iguales. De pequeños eran compañeros de juegos y más adelante se fueron dando cuenta de que el interés que sentían el uno por el otro había cambiado. Su relación se convirtió en algo más profundo y abandonó su inocencia.
Colin se convirtió en un joven cuya exótica belleza y tranquila fortaleza la afectaban de formas para las que no estaba preparada. No conseguía dejar de pensar en él en todo el día y por las noches la atormentaban sueños de besos robados. Pero él fue más listo y enseguida comprendió que la hija de un noble y un mozo de cuadra jamás podrían estar juntos. La alejó de su vida, fingió no sentir nada por ella y rompió su corazón adolescente.
Pero al final acabó muriendo por ella.
Amelia dejó escapar un suspiro tembloroso. A veces, justo antes de irse a dormir, se permitía pensar en él. Abría su corazón y dejaba salir todos los recuerdos: besos robados en el bosque, la apasionada melancolía y el deseo incipiente. Nunca había vuelto a sentir nada igual de profundo y sabía que jamás podría experimentarlo de nuevo. Con el tiempo, acabaron por desvanecerse muchos de sus caprichos infantiles, pero el amor que sentía por Colin se asentó sobre una base muy sólida y nunca la abandonó. Ya no era un fuego que ardía con furia, pero seguía siendo una suave calidez que anidaba en su corazón. La adoración que sentía por él creció tras su sacrificio. Amelia estaba atrapada entre los hombres de su padre y los agentes de la Corona; si Colin no la hubiera salvado, ella habría muerto. Por amor, llevó a cabo una acción temeraria que salvó a Amelia a costa de su preciosa vida.
—Estás pensando otra vez en él —murmuró Ware.
—¿Tan transparente soy?
—Cristalina.
Le estrechó la mano y ella le sonrió con cariño.
—Quizá creas que mis reticencias tienen algo que ver con el afecto que sigo sintiendo por Colin, pero en realidad es el afecto que siento por ti lo que me frena.
—¿Ah, sí?
Amelia se dio cuenta de que lo había sorprendido. Se volvieron en dirección a la mansión, siguiendo el sutil reclamo de ésta. El brillo de la luz de las velas y los gloriosos acordes procedentes de los instrumentos de música escapaban por las muchas puertas abiertas de la casa, animando a los invitados que habían salido a pasear a regresar de nuevo a las festividades. Además de Ware y Amelia, otras muchas parejas paseaban por los jardines traseros, pero nadie se alejaba demasiado.
—Sí, milord. Me preocupa evitar que puedas conocer al gran amor de tu vida.
Él se rio con suavidad.
—Qué imaginativa eres. —Sonrió. Estaba tan guapo que Amelia se lo quedó mirando, disfrutando de su belleza—. Admito que siento curiosidad cuando veo esa mirada perdida en tus ojos, pero ése es todo el interés que yo tengo en los asuntos del corazón.
—No tienes ni idea de lo que te estás perdiendo.
—Discúlpame por ser insensible, pero si lo que me estoy perdiendo es esa melancolía en la que tú estás atrapada, te aseguro que no me interesa. En ti es ciertamente atractiva y te confiere un aire misterioso que me resulta irresistible, pero creo que a mí no me sentaría igual de bien. Intuyo que yo parecería muy desgraciado, y no queremos eso.
—¿El conde de Ware desgraciado?
Él fingió un escalofrío.
—Eso es imposible, claro.
—Claro.
—¿Lo ves? Eres perfecta para mí, Amelia. Disfruto mucho de tu compañía. Aprecio tu sinceridad y tu capacidad para hablar con libertad de casi todo. Entre nosotros no existe la incertidumbre ni el miedo a la represalia por algún acto descuidado. Tú no puedes hacerme daño y yo tampoco a ti, porque ninguno de los dos atribuimos intencionalidad a sentimientos que no existen. Si yo me muestro irreflexivo no es porque esté intentando lastimarte, y lo sabes muy bien. Estoy seguro de que valoraré y apreciaré nuestra relación hasta el día en que me muera.
Ware se detuvo cuando llegaron al último peldaño de la escalinata que los llevaba de nuevo a la terraza. Su breve momento de privacidad estaba a punto de terminar. A Amelia le gustaba pasar tiempo a solas con él y eso era un buen motivo para pensar en matrimonio. Lo único a lo que se resistía era a las relaciones sexuales en las que culminarían sus noches.
Seguía persiguiéndola el recuerdo de los febriles besos que compartió con Colin y no quería arriesgarse a sufrir decepciones con Ware. La aterrorizaba la posibilidad de que empezaran a sentirse incómodos el uno con el otro. El conde era atractivo, encantador y perfecto. ¿Qué aspecto tendría cuando estuviera acalorado y despeinado? ¿Qué clase de sonidos haría en la cama? ¿Cómo se movería? ¿Qué esperaría de ella?
Pero la fuente de esas reflexiones era la aprensión y no la expectativa.
—Y ¿qué me dices del sexo? —preguntó ella.
Ware volvió la cabeza y se quedó inmóvil con el pie sobre el escalón, mirándola. La diversión brillaba en las profundidades de sus ojos azules. Le dio la espalda a la escalinata y se puso frente a ella.
—¿Qué pasa con el sexo?
—¿No te preocupa que pueda ser…? —Amelia se esforzó por encontrar la palabra adecuada.
—No.
Su negación rebosaba seguridad.
—¿No?
—Cuando pienso en practicar sexo contigo nunca me viene ninguna preocupación a la cabeza. Impaciencia sí, pero no ansiedad. —El conde salvó la pequeña distancia que había entre los dos, se inclinó sobre ella y le dijo con un íntimo susurro—: No quiero que dudes por eso. Somos jóvenes. Podemos casarnos y esperar, o podemos esperar y luego casarnos. Incluso aunque lleves mi anillo en el dedo, quiero que sepas que yo nunca te pediría que hicieras algo que no desearas hacer. Aún no. —Esbozó una mueca—. Aunque quizá dentro de unos años no me muestre tan comprensivo. Sé que querré descendencia y tú me resultas muy atractiva.
Amelia ladeó la cabeza con aire reflexivo. Luego asintió.
—Eso está mejor —dijo Ware con evidente satisfacción—. El progreso, por pequeño que sea, siempre es positivo.
—Quizá haya llegado la hora de anunciarlo.
—¡Por Dios, eso es un gran paso! —gritó él con un ímpetu exagerado—. Creo que nos estamos acercando a algo sólido.
Ella se rio y le guiñó un ojo con picardía.
—Seremos muy felices juntos —le aseguró Ware.
—Lo sé.
Él volvió a ponerse el antifaz y Amelia miró a su alrededor mientras esperaba. Siguió el borde de la barandilla de mármol con la vista, hasta una frondosa mata de hiedra que trepaba por la pared de ladrillo exterior. Ese camino visual la llevó a otra terraza que estaba un poco más abajo. Era evidente que no la habían iluminado para evitar que los invitados se alejaran demasiado del salón de baile. No obstante, parecía que esas medidas disuasorias habían sido demasiado sutiles para dos de los caballeros asistentes, o quizá no habían querido prestarles atención. En cualquier caso, el motivo por el que estaban allí no fue lo que llamó la atención de Amelia, que estaba más interesada en saber quiénes eran.
A pesar de las densas sombras que cubrían la terraza, enseguida reconoció al fantasma que la había estado siguiendo, gracias al llamativo color blanco de su máscara y a la forma en que su ropa y su pelo se fundían con la noche que lo rodeaba.
—Milord —murmuró, alargando el brazo para agarrar el brazo de Ware—. ¿Ves a esos caballeros de ahí abajo?
Él miró en la dirección que ella le indicaba.
—Sí.
—El hombre que va vestido de negro es el mismo que parecía estar tan interesado en mí hace sólo un rato.
El conde la miró con seriedad.
—Antes has bromeado sobre el tema, pero ahora estoy preocupado. ¿Te estaba molestando ese hombre?
—No.
Amelia entornó los ojos cuando vio que los caballeros se separaban y se marchaban en direcciones opuestas: el fantasma se alejó de ella y el otro echó a andar en su dirección.
—Y, sin embargo, hay algo en él que te inquieta. —Ware cubrió con la suya la mano que Amelia había posado sobre su brazo—. Y su presencia en la fiesta no deja de ser curiosa.
—Sí, estoy de acuerdo.
—A pesar de los años que han pasado desde que te liberaste de tu padre, me parece sensato seguir siendo cuidadosos. Cuando uno está relacionado tan estrechamente con un célebre criminal, cualquier desconocido es sospechoso. No podemos dejar que te vaya siguiendo ningún extraño. —Ware la llevó rápidamente escaleras arriba—. Quizá sea mejor que te quedes junto a mí durante el resto de la noche.
—No tengo ningún motivo para tenerle miedo —contestó Amelia, sin demostrar temor—. Creo que lo que más me sorprende es mi propia reacción al interés que ha demostrado.
—¿Has reaccionado ante ese hombre? —Ware se detuvo al lado de la puerta y la atrajo hacia sí, fuera del paso de quienes entraban y salían del salón—. ¿Qué clase de reacción has tenido?
Amelia se llevó el antifaz a la cara. ¿Cómo podía explicar que había admirado la poderosa figura y la presencia de aquel hombre sin darle al asunto más importancia de la que merecía?
—Me he sentido intrigada. Quería que se acercara a mí y se diera a conocer.
—¿Debería preocuparme que otro hombre haya conseguido llamar tu atención con tanta rapidez?
La perezosa voz del conde estaba teñida de diversión.
—No —sonrió ella. La complicidad de su amistad no tenía precio para Amelia—. Igual que yo tampoco me preocupo cuando tú te interesas por otras mujeres.
—Lord Ware.
Ambos se volvieron hacia el caballero que se les había acercado. Su baja y corpulenta figura delataba su identidad a pesar del antifaz: se trataba de sir Harold Bingham, un magistrado de Bow Street.
—Sir Harold —le devolvió Ware el saludo.
—Buenas noches, señorita Benbridge —dijo el magistrado, sonriendo con su simpatía habitual. Era un hombre conocido por su firmeza, pero todo el mundo lo consideraba justo y muy sabio.
A Amelia le caía bastante bien y le dejó bien claros sus sentimientos al respecto devolviéndole el saludo con calidez.
Ware se le acercó y bajó la voz para que sólo ella lo pudiera oír:
—¿Me excusas un momento? Me gustaría hablarle de tu admirador. Quizá podamos averiguar su identidad.
—Claro, milord.
Los dos caballeros se alejaron un poco y Amelia paseó la vista por el salón de baile en busca de alguna cara que le resultara familiar. Enseguida vio un pequeño grupo de conocidos y echó a andar hacia ellos.
Pero cuando había dado unos pocos pasos, se detuvo y frunció el cejo.
Quería saber quién se ocultaba detrás de aquella máscara blanca. La curiosidad se la estaba comiendo, arañaba los confines de su mente y la tenía muy intranquila. Aquel hombre la había mirado con tanta intensidad que tenía clavado en su pensamiento el momento preciso en que sus ojos se habían encontrado.
Amelia se dio media vuelta y volvió a salir al jardín trasero. Había muchos más invitados paseando por allí, todos buscando cierto alivio de la multitud. En lugar de ir directamente hacia el camino que había recorrido con Ware o de dirigirse a la terraza oculta por las sombras, fue hacia la izquierda. Pocos metros más adelante, encontró una reproducción de la diosa Venus en mármol, que adornaba un espacio semicircular, donde había un banco en forma de media luna. Estaba rodeado por los mismos setos de tejo tan bien podados que cercaban el prado y la fuente, y en ese momento estaba vacío.
Amelia se detuvo cerca de la estatua y empezó a silbar una inconfundible melodía que sacaría de su escondite a los hombres de su cuñado. Seguía siendo muy cautelosa, y suponía que nunca dejaría de serlo. Era la consecuencia inevitable de ser la cuñada de un conocido pirata y contrabandista como Christopher St. John.
En ocasiones lamentaba la inevitable falta de privacidad que suponía estar vigilada a todas horas. En esos momentos, deseaba que su vida fuera mucho más sencilla y que todas esas precauciones no fueran necesarias. Pero en otras ocasiones, como por ejemplo esa noche, se sentía aliviada al saber que contaba con aquella protección invisible. Amelia nunca estaba indefensa, cosa que le permitía ver a su fantasma desde una perspectiva muy distinta. El hecho de contar con la cercanía de los hombres de St. John también le brindaba la oportunidad de satisfacer su curiosidad sin correr riesgos.
Pateó la grava con impaciencia mientras esperaba. Por eso no oyó al hombre cuando éste se le acercó. Pero sí lo sintió. La conciencia de su proximidad le erizó el vello de la nuca y Amelia se volvió rápidamente, dejando escapar un suave jadeo de sorpresa.
Él estaba justo a la entrada del recinto circular: una figura alta y oscura, que desprendía una potente energía que parecía estar reprimiendo. A la pálida luz de la luna, sus negros rizos brillaban como el ala de cuervo y sus ojos centelleaban con la misma intensidad que la había empujado a salir a buscarlo. Llevaba una capa de satén gris larga hasta los pies y ese color más claro proporcionaba un sorprendente telón de fondo para su ropa negra, que le permitió a Amelia apreciar en su justa medida el poder de su figura.
—Lo estaba buscando —dijo ella en voz baja, levantando la barbilla.
—Lo sé.