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Oliver Stone abrió las puertas del cementerio de Mt. Zion y caminó hasta su casita. La puerta principal no estaba cerrada con llave. Cuando entró, vio que los cambios que Annabelle había hecho ya no estaban. Todo se hallaba tal como él lo había dejado.

Se sentó tras su escritorio y pasó la mano por la madera vieja, se recostó en la chirriante silla y contempló la pared en la que estaban sus queridos libros. Luego se preparó un café y se llevó la taza mientras inspeccionaba el terreno, fijándose dónde hacía falta algún arreglo del que se ocuparía al día siguiente. Volvía a ser el cuidador oficial de aquel terreno. Era su hogar.

Aquella noche los demás fueron a verle. Abrazó a Reuben, Caleb y Annabelle, y volvió a darles las gracias por lo que habían hecho por él. Reuben llevó unos paquetes de cervezas y Caleb aportó una botella de vino tinto del bueno. Más tarde, Alex, Finn y Knox se sumaron al encuentro.

Mientras Knox y Stone estaban sentados delante de la chimenea, Alex y Annabelle charlaban animadamente en una esquina del salón. Ella tenía una copa de vino en la mano y él una cerveza.

—¿Cuál es el verdadero motivo por el que decidiste ayudarnos? —preguntó ella de repente.

—Las personas no dejan que sus amigos mueran por una estupidez.

—Vaya, gracias. —Él se acercó más a ella.

—Bueno, en realidad lo hice porque consideré que habíamos acabado mal. Y quería decirte que, a pesar de todas las cosas malas y feas que dijiste sobre mí, no me importaría salir contigo de vez en cuando.

—Oh, ¿de verdad?

—De verdad, sí.

—¿Esa es la mejor frase para decir «por favor, vuelve conmigo» que enseñan a los agentes del Servicio Secreto?

—Somos tipos más bien duros y callados.

Annabelle lo cogió del brazo.

—Lo que hiciste fue extraordinario —le dijo al oído—. Y siento lo que te dije. —Miró a Reuben—. Él me hizo ver cómo son las cosas en realidad.

—Pues empecemos de nuevo y veamos adónde llegamos.

Reuben, que observaba la escena desde el otro extremo de la sala junto con Caleb, dijo:

—Vaya, tío, voy a vomitar.

—No te pongas celoso, Reuben. Él es más joven y mucho más guapo que tú. Además, yo tampoco tengo a nadie. He fracasado tanto como tú en lo que a mujeres se refiere. Espero que eso te haga sentir mejor.

Reuben se acabó la cerveza de un trago y se marchó airadamente, farfullando. De repente, el móvil de Alex empezó a sonar y todos le miraron cuando respondió.

—¿Diga? ¿Qué? —Se cuadró inmediatamente y a punto estuvo de soltar la cerveza—. Sí, señor. Por supuesto, señor. Me aseguraré de que vaya. Cuente con ello, señor.

Colgó y miró a los demás con el mayor de los asombros.

—¿Quién era? No sería el presidente, ¿verdad?

Alex meneó la cabeza lentamente y se acercó a Stone. Le puso una mano en el hombro.

—Era el jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor.

—¿Qué? —exclamó Reuben, y palideció—. ¿Qué coño quería? Me refiero a que oficialmente no me ausenté sin permiso. Fue un malentendido.

—Ha llamado por ti, Oliver —dijo Alex.

Stone alzó la mirada hacia él.

—¿Por mí para qué?

—Vamos a hacer otra visita a la Casa Blanca. Mañana.

—¿Qué? ¿Por qué?

Alex sonrió.

—Por algo relativo a una medalla, amigo. Una que te mereces desde hace tiempo. La plana mayor ha revisado tu hoja de servicios, ha hecho la recomendación y el presidente la ha aceptado.

—¡Uauuu! —bramó Reuben, y dio una palmada a Stone en la espalda.

Los demás se arremolinaron a su alrededor para felicitarle.

Cuando el ambiente se tranquilizó, Stone dijo:

—Alex, llámales por favor y diles que agradezco el detalle, pero que no puedo aceptarla.

—¡Qué dices! —exclamó Reuben.

—Oliver, nadie rechaza la Medalla de Honor. Nadie. Joder, la mayoría de los soldados la reciben a título póstumo.

—No la estoy rechazando. Eso sería una deshonra para quienes la han recibido. Lo que quiero es que retiren el ofrecimiento. Se han equivocado.

—¡Qué coño equivocado! Te la mereces —intervino Finn—. He leído tu hoja de servicios, Oliver.

—Tal vez me la merecí. Entonces. Y en aquel momento la habría aceptado. Pero ahora no la merezco. Y el hecho de aceptarla supondría una deshonra al recuerdo de todos los soldados que han sido galardonados con ella.

—Oliver, por favor, no hagas eso —suplicó Annabelle—. Piénsatelo. Pasarás a formar parte de la historia de Estados Unidos. ¿Cuánta gente consigue tal cosa?

—Ya formo parte de esa historia, Annabelle. Yo sé lo que hice en aquel campo de batalla. Y lo hice porque no podía permitir que mis hombres murieran. Pero también tengo muy claro lo que hice después de dejar el ejército. Y ese es el problema.

—Pero cumplías órdenes —dijo Alex.

—Los borregos cumplen órdenes, pero nosotros no lo somos.

Caleb se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Yo nunca he servido en el ejército, así que no puedo opinar sobre todo eso. Pero sí quiero decir una cosa. Me he sentido muy orgulloso de ti al saber que te ofrecían la medalla, pero creo que el hecho de que no la aceptes me enorgullece todavía más.

Cuando todos se hubieron marchado con promesas de volver pronto, Stone sacó la caja en que había guardado la grabación. También contenía otros dos objetos.

Primero miró la foto de su hija Beth cuando era un bebé; había crecido e incluso muerto sin saber que él era su padre. Luego contempló la otra foto, más apagada.

Aquella instantánea plasmaba a su esposa, Claire, como joven esposa y madre. En su interior, Claire Carr era quien le hacía seguir adelante todos los días. En aquella prisión, mientras Tyree y sus hombres lo torturaban, se había aferrado al recuerdo de ella.

Nunca podría prescindir de esa imagen porque, de un modo visceral, era el único retazo de identidad que le quedaba. Se trataba del único recuerdo que mantenía vivo el espíritu del joven soldado, esposo y padre llamado John Carr. No el asesino, no el ejecutor. Sólo él, o quien había sido.

Le palpó con los dedos el pelo, la cara, recorrió la línea de los labios. Ella y su hija habían sido lo único bueno de una vida que, por lo demás, había estado repleta de cicatrices, dolor y violencia.

No obstante, su recuerdo bastaba para alejar todo lo demás. Lo hacían desaparecer, con la fuerza limpiadora del agua más pura.

Se sentó en la silla abrazado a su mujer y su hija. Y, por lo menos durante unos instantes, todo volvió a estar en su sitio.

Tras guardar la caja, sacó el móvil nuevo que Annabelle le había dado y marcó un número de memoria. Cada vez que pulsaba un botón, Stone se sentía más convencido de lo que iba a hacer.

Al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo podía quedarle a un hombre como él? Se dijo que no podía permitirse el lujo de desperdiciar un minuto más.

Cuando la voz respondió, Stone dijo con voz queda:

—Abby, soy yo.

Fin.