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El Servicio Secreto examinó el contenido de la caja que Stone había llevado. Era la misma que había escondido en el sepulcro de Milton antes de marcharse de Washington. Knox le había llevado en coche al cementerio, donde había cogido la caja, llamado a Alex Ford y preparado el encuentro de los tres.

La Casa Blanca resultaba impresionante bajo la nítida luz matutina. Alex conocía a los agentes que estaban de guardia ese día en la entrada de visitantes y les susurró algo mientras Knox y Stone pasaban por el detector de metales.

A continuación, Alex les condujo al interior de la mansión presidencial, por el pasillo desde el que se dominaba el Jardín de Rosas, al lado de la biblioteca y el salón de las porcelanas. Subieron unas escaleras, pasaron por la entrada principal y llegaron al Ala Oeste. No entraron en el Despacho Oval, sino que fueron conducidos al cercano Salón Roosevelt.

Mientras estaban sentados en el gran salón interior, dominado por una mesa de reuniones con dieciséis sillas de cuero y una claraboya falsa, Stone se fijó en la moldura de triglifo, que tenía un diseño parecido al del Independence Hall. Luego dirigió la mirada al retrato de Roosevelt situado sobre la repisa de la chimenea, y al final acabó fijándose en el cuadro que representaba a Theodore Roosevelt como aguerrido jinete en la pared meridional.

—Impresionante —declaró Knox, nervioso mientras recorría la sala con la mirada.

Los tres hombres vestían traje. Alex y Knox habían puesto dinero para que Stone se comprara ropa presentable, que le otorgaba cierto aire distinguido, aunque se sentía incómodo con americana y corbata.

—¿Estás seguro de que nos recibirá? —preguntó Knox a Alex.

—Estamos en la agenda. Así que, a no ser que se declare una guerra o se produzca un huracán en algún sitio, nos recibirá.

Knox exhaló un largo suspiro y se dejó caer en una silla.

—Vaya por Dios.

En cuanto lo dijo, la puerta se abrió y una mujer anunció:

—El presidente les recibirá ahora, caballeros.

El presidente Brennan se levantó de detrás del imponente escritorio y estrechó la mano de los tres, aunque se demoró más en Alex, que había recibido una herida de bala al intentar evitar el secuestro del mandatario en su ciudad natal, en el oeste de Pensilvania.

—Me alegro de verte, Alex. Te has recuperado totalmente, ¿no?

—Sí, señor, gracias, señor.

—Siempre te estaré agradecido por lo que hiciste por mí en aquella ocasión.

—Bueno, señor presidente, en parte estamos aquí por eso.

Brennan pareció confundido.

—En mi agenda ponía que querías presentarme a unos amigos tuyos. —Miró a Knox y Stone—. Estos caballeros, supongo.

—Es un poco más complicado que eso, señor, si es que puede dedicarnos unos minutos.

Les indicó con un gesto que se sentaran en los sillones dispuestos frente a la chimenea.

Alex empezó a hablar y no paró durante más de veinte minutos. Y Brennan, conocido por ser un interrogador empedernido, no le interrumpió ni una vez. Permaneció sentado en el sillón, asimilando lo que Alex le contaba sobre lo acontecido en Pensilvania, lo ocurrido en Murder Mountain y luego la confrontación del Centro de Visitantes situado bajo el Capitolio, donde Milton Farb había muerto asesinado y el hijo de Harry Finn había sido rescatado. A partir de ahí, Knox continuó el relato y, aunque nervioso por encontrarse ante el comandante en jefe, habló con voz segura y fue sumamente detallista al relatar su fragmento de la historia, incluida la parte sobre la negativa a conceder la Medalla de Honor a Stone y el tiempo que pasaron en aquella prisión infame. Terminó con la detención de Hayes.

Brennan se reclinó en el asiento.

—Dios mío, esto es increíble. Realmente increíble. Me cuesta creer esas cosas sobre Carter Gray. Fue uno de mis asesores más fiables. —Lanzó una mirada a Stone—. ¿Y tú eres John Carr?

Stone asintió.

—El mismo.

—¿Perteneciste a esa entidad llamada Triple Seis?

—Sí, señor.

—Me resulta inconcebible que nos dedicáramos a ese tipo de actividades.

—Para mí no lo era. Me limitaba a obedecer órdenes. No fue hasta más adelante que la mala conciencia pudo más que yo.

—Pero matar a tu familia, perseguirte de ese modo… Lo siento, Alex, es que no me parece propio de las personas que conocí.

Stone levantó la caja.

—¿Le importa, señor presidente? Aquí tengo una cosa que quizá le convenza.

Brennan vaciló antes de asentir.

Stone abrió la caja y extrajo una pequeña grabadora. Pulsó el play y se oyó una voz alta y clara. Era Carter Gray. En Murder Mountain.

—¿No tenías que devolverle esa grabación a Gray? —dijo Alex cuando le dio al stop—. Finn dijo que tenían un dispositivo que detectaba si se había copiado y que no era el caso.

—Antes de darle el teléfono con la grabación a Gray, levanté la grabadora y la grabé. A veces la gente olvida los métodos más rudimentarios.

Pulsó otra vez el play y al fin llegaron a la parte que Stone deseaba especialmente que escuchara el presidente. Cuando acabó, Brennan se los quedó mirando sonrojado.

—Iba a matarme. ¡Carter Gray iba a matarme para poder declarar una guerra sin cuartel a los musulmanes!

—Sí, señor —dijo Stone—. Eso pensaba hacer.

—Y tú fuiste quien me salvó —le dijo el mandatario a Stone—. Es tu voz la que le convence de no hacerlo. Después de que mataran a la mujer. ¿Quién era?

—Era mi hija, Beth.

Alex explicó resumidamente al presidente cómo Roger Simpson y su esposa habían adoptado a la hija de Stone.

Brennan se reclinó en el asiento; era obvio que su mente era un torbellino.

—Mataron a tu mujer y se llevaron a tu hija. Y el hombre que ordenó matar a tu mujer e intentó que te mataran ¿se llevó a tu hija y la crio como si fuera suya? Y Gray, hay que ver lo que te hizo. Lo que casi me hizo a mí… Es… es demasiado espeluznante, John. Pocas veces me faltan las palabras, pero es que no sé qué decir.

—Tengo que decirle algo más, señor.

Tanto Knox como Alex respiraron hondo y luego contuvieron la respiración, con el cuerpo tenso.

—¿De qué se trata?

—Carter Gray y Roger Simpson fueron asesinados, señor presidente.

—Sí, ya lo sé… —Desvió la mirada hacia la chimenea.

Transcurrió casi un minuto y nadie rompió el silencio.

Al final, Stone habló.

—Gracias por su tiempo, señor. Tengo intención de entregarme a las autoridades. Pero quería que antes supiera la historia de mi boca. Después de treinta años de mentiras, pensé que había llegado el momento de decir la verdad.

Cuando los tres se levantaron para marcharse, Brennan alzó la mirada hacia Stone.

—Escúchame, Carr. Me has puesto en un aprieto. Probablemente se trate de la situación más complicada en la que me he encontrado, lo cual no es poco, teniendo en cuenta que este es mi segundo mandato. Y no obstante, no creo que se asemeje al dolor que has sufrido a manos de un país que debería haberse portado mejor. —Hizo una pausa y se levantó—. ¿Sabes qué voy a hacer? Como, de no ser por tus esfuerzos, yo ni siquiera estaría vivo y este país estaría inmerso en una guerra de consecuencias desastrosas, voy a dejar este asunto en situación de consulta. No quiero que le menciones esto a nadie, y mucho menos que te entregues. ¿Lo entiendes?

Stone miró a Alex y a Knox, y luego otra vez al presidente.

—¿Está seguro, señor?

—No, no estoy seguro —espetó—. Pero así será. No justifico el tomarse la justicia por la propia mano. Nunca lo he justificado ni nunca lo justificaré. Pero también tengo corazón y alma, y un sentido del honor y la decencia a pesar de lo que afirman ciertos miembros de la oposición. Así pues, hasta que no tengas noticias mías, no harás otra cosa que seguir con tu vida. ¿Entendido? Ya sé que oficialmente ya no perteneces al ejército, pero sigo siendo el líder de este país. Y te ordeno que me obedezcas.

—Sí, señor —dijo Stone, sorprendido.

Cuando se giraron para marcharse, Brennan añadió:

—Oh, y el período de consulta será largo. Tan largo que, de hecho, teniendo en cuenta todos los asuntos de los que tengo que encargarme como presidente, es muy probable que me olvide del asunto. Adiós, Carr. Y buena suerte.

Cuando cerraron la puerta detrás de ellos, tanto Knox como Alex suspiraron aliviados.

—Joder, ahora sí que me hace falta una copa —dijo Knox—. Venga, invito yo.