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Los miembros del Camel Club estaban sentados en el Rita’s. El local no estaba abierto al público, pero Abby había insistido en que lo utilizaran, igual que su casa, durante el tiempo necesario. El sheriff Tyree se recuperaría totalmente. Había llamado a la policía estatal de Virginia, que se ocupó de desenmarañar el enrevesado caso con epicentro en Divine. Como se había producido tráfico de drogas entre estados, los federales también intervinieron. Knox y Alex fueron citados por sus superiores. Stone, Annabelle, Caleb, Reuben y Harry se mantuvieron al margen de los interrogatorios. Habían detenido a los guardias de la prisión, recogido los cadáveres y recabado pruebas. Al juez Mosley lo habían interceptado en un pequeño aeropuerto de Virginia Occidental cuando pretendía embarcar en un vuelo regional con destino al aeropuerto internacional de Dulles, con un itinerario de viaje que incluía varios países que carecían de acuerdo de extradición con Estados Unidos.

Stone y los demás observaban la calle desde los ventanales del Rita’s. Junto con los coches de policía y los sedanes negros que recorrían el pueblo una y otra vez, observaron a varios ciudadanos de Divine caminando en estado de shock, algunos portando cheques correspondientes a dividendos que habían resultado ser sórdidos beneficios del narcotráfico.

El cuerpo de Danny había sido trasladado al depósito de cadáveres de Roanoke junto con el de Howard Tyree. Durante el traslado del cadáver del muchacho al coche que Howard Tyree y sus hombres tenían cerca de la entrada al pozo de la mina, Abby no había soltado la mano de su hijo. Sólo se la soltó cuando la policía lo hubo introducido en una bolsa negra y cerrado la cremallera. E incluso entonces caminó por la carretera detrás del lento vehículo del forense.

Cuando todos hubieron comido y tomado café, Stone se levantó en medio del pequeño círculo de los mejores y quizás únicos amigos que tenía en el mundo.

—Quiero daros las gracias por lo que hicisteis —empezó, mirándolos uno por uno.

Reuben le dio la réplica.

—Oliver, no nos vengas con cursilerías. Tú habrías hecho lo mismo por nosotros.

—Ya has hecho lo mismo por cada uno de nosotros —puntualizó Annabelle.

Stone negó con la cabeza.

—Sé los muchos riesgos que habéis corrido. Sé lo que os habéis sacrificado por venir aquí. —Fijó la mirada en Alex Ford—: Sé lo difícil que ha sido para ti, Alex, aun a despecho de todos tus impulsos como agente del Servicio Secreto. Y te lo agradezco más de lo que soy capaz de expresar con palabras.

Alex sólo fue capaz de mantener la emocionada mirada de Stone unos instantes. Luego se puso a mirarse los zapatos.

La puerta se abrió y todos se volvieron.

Abby se había cambiado de ropa y lavado la cara, aunque la marca de las lágrimas vertidas por la muerte de Danny parecía perdurar. Al parecer, ningún jabón era capaz de borrarla. Cuando Stone se levantó y se acercó a ella, los demás se dispusieron a salir a la calle.

Abby y Stone se sentaron a una mesa del fondo. Él le tendió unas servilletas de papel, pero ella meneó la cabeza.

—Ya no me quedan lágrimas, Oliver. Se me han acabado.

—Por si acaso. ¿Qué vas a hacer ahora?

—¿Te refieres a después de enterrar a mi hijo? No me he planteado nada más allá.

—Nos salvó, Abby. De no ser por él, tú y yo estaríamos muertos. Fue un muchacho valiente que intentó hacer lo correcto. Así es como tienes que recordarle.

—Ya te dije que perdí a mi marido. Danny era todo lo que me quedaba. Ahora también me he quedado sin él.

—Sé que es duro, Abby. Es lo más duro que te pasará en la vida.

—Perdiste a tu mujer, pero sigues teniendo a tu hija.

—¿Qué? —dijo Stone, asombrado.

—¿Esa mujer no es tu hija? Ella lo dijo.

—Oh. —Stone se sintió abochornado—. Fue una tapadera, me temo. Mi hija… —vaciló— mi hija murió, como te dije.

—¿Cómo?

—Abby, no hace falta que…

—Por favor, cuéntamelo. Quiero saberlo.

Stone alzó la vista lentamente y vio que ella lo miraba con expresión de súplica.

—Le dispararon delante de mis narices siendo ya adulta. Y lo más terrible es que ni siquiera sabía que yo era su padre. La última vez que la había visto tenía dos años. La reencontré al cabo de mucho tiempo y luego la perdí. Para siempre.

Abby le cogió la mano.

—Lo siento… Oliver.

—Pero se sobrevive, Abby. Nunca lo superas, pero puedes seguir viviendo. Porque no te queda más remedio.

—Tengo miedo. Estoy sola y tengo miedo.

Él le agarró la mano.

—No estás sola.

Ella rio tristemente.

—¿A quién tengo? ¿A Tyree? ¿Al maravilloso pueblo de Divine?

—A mí.

Abby se reclinó en el asiento y lo miró.

—¿A ti? ¿De qué manera?

—Ahora estoy aquí.

—Pero ¿cuánto tiempo más?

Stone vaciló. No podía mentirle.

—Tengo que marcharme.

—Sí, claro, por supuesto. Lo entiendo —dijo ella impostando indiferencia.

—Debo ocuparme de ciertos asuntos. Deshacer algunos entuertos, ya sabes.

—Ya.

—Abby, lo digo en serio. Puedes contar conmigo. Aunque no esté físicamente presente.

Él la miró fijamente y le transmitió su súplica.

—Me gustaría creerlo.

—Créelo.

—¿Cuándo tienes que marcharte?

—Pronto. Más temprano que tarde.

—¿Estás seguro de que te irán bien las cosas?

—No hay garantías, tampoco voy a mentirte.

—¿Podrías meterte en líos?

—Pues sí.

—¿Y acabar en la cárcel?

—Es posible —reconoció Stone.

Un sollozo mudo escapó de Abby, que apoyó la cabeza en la mano de él.

—¿Me prometes una cosa, Oliver?

—Lo intentaré.

—Si no puedes volver, promete que no me olvidarás.

—Abby…

Ella se incorporó y le puso una mano en los labios.

—Prométeme que nunca me olvidarás.

—Nunca te olvidaré —afirmó Stone con sinceridad.

Ella se inclinó sobre la mesa y le dio un beso en la mejilla.

—Porque yo nunca te olvidaré.

Joe Knox entró al cabo de unos minutos. Stone lo miró.

—¿Preparado? —preguntó a Stone—. Tenemos que zanjar este asunto.

—Estoy preparado.