78

—Ya vienen —dijo Stone.

Ambos se levantaron y se apoyaron en la pared mientras las botas resonaban por el pasillo.

—Espero que no te hayas equivocado con lo que has visto —dijo Knox, nervioso.

—¡A la ranura de las esposas! —aulló una voz.

Stone obedeció, pero Knox le detuvo.

—Déjame a mí. Suelen dar una paliza al primero. Supongo que luego se quedan agotados.

—Joe, no tienes por qué…

—¿Quieres ser tú el único que se divierte?

Knox retrocedió hasta la puerta y pasó las manos por la ranura. Alguien se las cogió y tiró con fuerza, lo cual hizo que se golpeara la cabeza contra la puerta.

Mientras zarandeaba las manos para ahuyentar el dolor, dijo:

—Tendréis que esforzaros más, cabrones de mierda.

Por culpa de ese comentario recibió otro tirón, pero se había pegado a la puerta de forma que no sufrió prácticamente ningún daño. Knox sonrió ante aquella pequeña victoria, aunque la cabeza le dolía cada vez más.

En esta ocasión, los dos guardias no se molestaron en registrarlos y tampoco les pusieron grilletes. El guardia al mando era George. Así pues, Manson seguía en la enfermería.

«O muerto, con un poco de suerte», pensó Stone.

—¿Dónde están vuestros uniformes? —preguntó Stone a George.

—¿Cambiáis de profesión? —añadió Knox—. No sé si esta pinta le pega a los narcotraficantes.

—¡Cerrad el pico! —vociferó el hombre.

Los empujaron hacia unas escaleras y recorrieron pasillos que conducían a un pasadizo que bajaba serpenteando, hasta que Stone detectó un olor acre a tierra húmeda y roca fangosa.

Vieron una luz en lo alto. Al acercarse, distinguieron al hombre.

Howard Tyree iba todo vestido de negro y no se le veía tan engreído como de costumbre.

Stone bajó la mirada hacia él.

—Veo que la visita de hoy ha determinado ciertos cambios.

—¿Cómo sabes…? —empezó Tyree antes de que Knox lo cortara.

—Hace un año que Macklin Hayes está siendo sometido a una investigación interna por ser un cabrón perturbado. Le siguen. Él los condujo directamente hasta nosotros. Y hasta ti, imbécil.

—¡Mierda! —espetó Tyree.

—Así que ya puedes ir rindiéndote, alcaide. Se acabó —dijo Stone.

Tyree sonrió con expresión peligrosa.

—Serán federales, pero no son de aquí. No conocen nuestras costumbres ni nuestro territorio. —Dio a Stone un empujón en la espalda—. ¡Mueve el culo!

Echaron a andar. La pendiente se hacía más pronunciada a cada paso. Las paredes estaban recubiertas de moho y prevalecía un intenso olor a humedad. Al final llegaron a una pesada puerta de acero. George le quitó el cerrojo. Entraron en otro pasadizo y llegaron a otra puerta imponente. No estaba cerrada con llave y entraron en lo que parecía el pozo de una mina. Dijeron a Stone y Knox que esperaran mientras el otro hombre desaparecía por un pasillo lateral.

Stone examinó el largo túnel, los puntales de refuerzo, las vigas y la malla de grueso alambre que sujetaba la roca del techo. Le recordó al sitio de las serpientes. Y esa noche también estaba acompañado por serpientes, pero de la especie humana. Techo bajo, tierra y roca, vigas colosales que contenían la montaña junto con el peso mastodóntico de la prisión. La combinación resultaba claustrofóbica. Stone no sabía qué era peor, si la celda o la mina.

«Tal vez, en cierto modo, sean lo mismo».

Dejó de filosofar al ver que el guardia regresaba empujando a otra persona.

—¡Abby!

Cuando ella se acercó más, la ira de Stone se disparó. Bajo los haces de las linternas de Tyree y los guardias, la paliza que había recibido se reflejó claramente en su rostro.

Stone se abalanzó sobre Tyree, pero, con las manos a la espalda, enseguida lo redujeron.

—Te mataré —siseó al alcaide.

—Yo lo veo justo a la inversa —repuso con toda tranquilidad.

Siguieron caminando, Abby a su lado, mientras Knox les dedicaba miradas de curiosidad.

—Abby, ¿qué ha pasado? —le susurró Stone.

—Fueron a casa y me apresaron. Es posible que mataran al hombre que Tyree asignó para que me protegiera, no lo sé seguro.

—¿Por qué les interesas?

—Por algo relacionado con Danny.

—¿O sea que está metido en esto?

Un sollozo escapó de los labios de Abby, que se limitó a asentir sin decir nada.

Stone iba a decir algo más, pero recibió un golpe de porra en la espalda.

—Se acabó la cháchara —espetó el alcaide.

Stone perdió la noción del tiempo. Minutos u horas se confundían en la negrura de aquellas entrañas de roca. No se imaginaba pasarse la vida allí a cuatro patas excavando la roca. Cavando su propia tumba.

De repente, sus captores hicieron un alto y les ordenaron que no se movieran. Los dos guardias se adelantaron corriendo y al poco Stone oyó estrépito, objetos voluminosos arrastrados de un lugar a otro y los gruñidos y juramentos de los guardias, que trajinaban deprisa.

De repente, la oscuridad reinante más adelante empezó a clarear.

Tyree los empujó hacia delante. Stone y Knox intercambiaron una mirada. Ninguno de los dos sabía qué sucedería. Stone se mantuvo lo más cerca posible de Abby. Si era necesario, la protegería con su propio cuerpo. Forcejeó con las esposas intentando zafar una mano. Probablemente sólo les quedaran unos segundos de vida.

Se agacharon y salieron a una noche iluminada por la luna. Libres al fin de Dead Rock, salvo por las esposas y sus captores, y por el hecho de que sus vidas estaban a punto de acabar. A Stone le costaba creer que lo que muchos hombres poderosos habían intentado en vano —matarlo— fuera a conseguirlo un alcaide rechoncho de un pueblo de mala muerte. No obstante, cuando lanzó una mirada a Abby, le dolió mucho más por ella. Lo cierto era que él hacía tiempo que debería estar muerto. Había hecho cosas por las que merecía morir. Pero Abby no. Su vida no tenía que acabar así. Y se juró que haría todo lo posible por evitar que aquella mujer muriera de forma violenta en aquel maldito lugar.

Stone miró alrededor. Daba la impresión de que estaban en medio de un bosque en la montaña, pero cuando la vista se le acostumbró a la oscuridad, distinguió un ancho sendero entre los matorrales crecidos allí arriba desde que aquellos mineros murieran aplastados.

Tyree sujetó a Stone por el brazo y lo lanzó hacia delante. Tropezó con una piedra y cayó al suelo. Logró ponerse de rodillas y miró al alcaide.

No podrás escapar. Este lugar está bajo control absoluto.

—Hay formas de salir de aquí que sólo yo conozco. ¿Crees que no había previsto que podía pasar algo así?

Knox miró a los dos guardias.

—¿Piensas dejar a los demás implicados a expensas de los federales?

—¿A ti qué te importa? Tú estarás muerto —repuso Tyree con desprecio.

—¿Me creerías si te digo que no saldrás impune de esta? —dijo Stone.

—Pues no.

—¿Y si lo digo yo?

Tyree y los demás se dieron la vuelta y vieron a Alex Ford apareciendo entre los árboles, apuntando con su pistola al alcaide. Los guardias intentaron desenfundar sus armas, pero un disparo de advertencia los dejó paralizados.

Harry Finn, de cuya arma se alzaba una voluta de humo, avanzó unos pasos mientras Reuben apuntaba a todos con una escopeta. Annabelle y Caleb salieron de la arboleda y flanquearon a Reuben.

De repente, Tyree agarró a Abby y le encañonó la cabeza con su arma.

—Largaos de aquí o me cargo a esta mujer.

—Suelta la pistola, Howard.

Tyree se sobresaltó al oír aquella nueva voz y miró en todas direcciones. Entonces Lincoln Tyree salió de entre los árboles.

—Suéltala, Howard.

El rostro rechoncho del alcaide esbozó una sonrisa.

—Ya sabes que nunca se te dio bien mangonear a tu hermano mayor. ¿Por qué no dejas de jugar al poli bueno y vuelves a tu pueblecito para fingir que sabes lo que te haces?

—Sé lo que me hago, hermano mayor. Te arresto por tantos cargos que acabarás en Dead Rock, pero no como alcaide.

Tyree apretó la pistola contra el cuello de Abby, haciéndola gritar de dolor.

—Tal vez no me has entendido. Si no te largas, esta mujer va a morir.

—Suelta el arma —repitió el sheriff—. Matarla no te servirá de nada. Se acabó.

—¿De nada? Te diré de qué me servirá: para darme una gran satisfacción.

—Es vuestra última oportunidad —intervino Alex—. Los tres, soltad las armas ahora mismo.

—¡Vete al infierno! —gritó Tyree, y se dispuso a apretar el gatillo.

Pero Stone se abalanzó súbitamente sobre él y lo derribó; la pistola voló por los aires.

—¡Corre, Abby! —gritó Stone mientras se levantaba a duras penas.

Tyree dejó de rodar y se incorporó, por desgracia, justo al lado de su pistola. La recogió rápidamente y apuntó a la cabeza de Stone.

De pronto, resonó un disparo que alcanzó a Tyree en la frente. Durante un par de segundos, dio la impresión de que el alcaide no se daba cuenta de que lo habían matado. Acto seguido, cayó de espaldas con la vista clavada en el cielo; las torres de vigilancia de Dead Rock resultaban visibles a lo lejos, aunque él ya no podía verlas.

—¿Quién ha disparado? —gritó Alex.

Nadie tuvo tiempo de responder, porque un hombre salió del túnel y abrió fuego. Empuñaba una metralleta MP5 que provocó una línea de fuego compacto en toda la arboleda. Stone se encontraba en una posición que le había permitido anticipar todo lo que ocurriría. Un instante antes de la ráfaga de disparos, se había levantado y había arrastrado a Abby a resguardarse.

Alex, Reuben y los demás se lanzaron al suelo mientras las balas zumbaban por encima de sus cabezas. Las hojas y cortezas desgarradas llovían sobre ellos como copos de nieve.

El sheriff Tyree fue alcanzado en una pierna y profirió un grito. Cayó pesadamente al suelo agarrándose el muslo.

Stone echó un vistazo a la abertura del pozo. Era Manson, que ahora llevaba un collarín y un parche en el ojo, intentando cargárselos a todos.

«Joder, tenía que haber matado a ese bastardo cuando tuve la oportunidad», se dijo Stone.

Knox se había arrojado detrás de una gran roca, mientras George y el otro guardia habían echado a correr hacia el bosque. Este último no llegó muy lejos: una de las balas errantes de Manson le dio de lleno en la espalda y cayó de bruces en un charco de sangre.

Stone se levantó y corrió con todas sus fuerzas. Hizo un placaje a George y ambos cayeron con dureza. Stone seguía esposado, por lo que no podía golpearle con los puños. Optó por otro método también eficaz: un cabezazo en plena cara y el guardia cayó inerte. Stone se dio la vuelta y, con las manos esposadas, rasgó la cartuchera que George llevaba en el cinturón. Cogió la llave con los dedos. Palpó la cerradura y abrió las esposas. Empuñó la pistola de George, pero el arma había ido a parar encima de una piedra y el gatillo se había desprendido.

—¡Mierda!

Al cabo de un instante, Stone se agachó cuando las balas de la MP5 rugieron por encima de su cabeza y Abby gritó.

—¡Abby! —Stone se deslizó como una serpiente entre la tierra y las rocas, la ropa se le rasgaba y la piel se le pelaba mientras se acercaba a ella desesperadamente. Había realizado esa misma maniobra cientos de veces en las junglas del Sureste Asiático, pero nunca por un motivo más importante que aquel.

Knox, también boca abajo, se había arrastrado hasta el cadáver del alcaide. Le arrancó la pistola y se deslizó hacia donde Stone se dirigía.

Manson estaba a unos tres metros de Abby. Hizo una pausa para recargar la metralleta. Alex, Harry y Tyree abrieron fuego, pero Manson se había puesto a cubierto detrás de un gran afloramiento rocoso. Cuando volviera a aparecer con el cargador recién puesto, su potencia de fuego les arrollaría por la cercanía. Y Abby sería la primera en morir.

—¡Oliver!

Stone alzó la mirada al oír el grito de Knox.

Con las esposas todavía puestas, Knox sujetaba la pistola con los pies y Stone asintió. Utilizando los pies como catapulta, Knox la lanzó y Stone la pilló al vuelo. Tenía apenas unos segundos.

—¡Quédate agachada, Abby! —advirtió.

Ella se pegó a la tierra desesperadamente, intentando pasar lo más desapercibida posible.

Al cabo de un segundo, apareció Manson buscando un blanco con la MP5. Encontró a Abby a escasos metros de él. Alex y los demás no tenían línea de tiro debido a las rocas que se interponían entre el guardia y ellos.

Stone tampoco tenía línea de tiro desde donde estaba. La primera regla del francotirador es que cualquier movimiento no intencionado de arma o tirador hace fallar el disparo. Con mano firme, habiendo exhalado, con el corazón martilleando y el arma apoyada en una superficie estable, así es como se mata. Y, en gran medida, Stone había seguido estas normas en la carrera que le había llevado a convertirse en el mejor ejecutor gubernamental que Estados Unidos había tenido jamás.

En gran medida, pero no siempre. Porque a veces lo que parecía bien sobre el papel se iba al garete sobre el terreno. Cuando eso ocurría, los que sólo eran competentes fracasaban nueve de cada diez veces.

Los buenos reducían la proporción al cincuenta por ciento.

Los muy buenos improvisaban e incrementaban el porcentaje de éxito en veinte puntos.

Y luego estaba John Carr.

John Carr, que había resucitado de entre los muertos por lo menos una vez más para salvar a una mujer buena que no se merecía morir a manos de un maníaco.

Stone dio un salto con la pistola colocada en un ángulo forzado pero aun así haciendo puntería. El índice de Manson empezó a apretar el gatillo.

Stone disparó. Joe Knox afirmaría posteriormente que había visto que la dichosa bala rodeaba la roca para dar en el blanco. Nadie se lo discutió.

Manson llegó a apretar el gatillo y la MP5 rugió, pero la andanada fue a parar al cielo, porque Manson tenía un boquete en pleno pecho. Las arterias destrozadas lanzaron sangre por los aires y, durante unos horripilantes momentos, una lluvia roja cayó sobre el difunto Manson. A continuación se desplomó en el suelo, con el ojo abierto pero carente de visión.