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—Señor, creo que debería bajar —dijo el guardia por teléfono.

—¿Qué pasa? —vociferó el alcaide, sentado tras su gran escritorio, desde el que disfrutaba de una vista panorámica de su pequeño reino—. Estoy ocupado.

El guardia se dirigió al grupo que tenía delante.

—Ha dicho que está ocupado.

Alex Ford le arrancó el auricular de la mano.

—Soy Alex Ford, del Servicio Secreto. Estoy aquí con un grupo de operaciones especiales y tenemos unas preguntas para usted, alcaide. Si no vemos aparecer su careto en un minuto, la siguiente persona con que hablará será un fiscal federal, que le leerá los cargos en su puta cara.

A Tyree casi le dio un síncope.

—No sé de qué…

—¡Baje aquí ahora mismo!

Al cabo de exactamente un minuto, Tyree apareció todo envarado en la recepción.

Alex le mostró sus credenciales.

—Soy Alex Ford. —Señaló a los demás. Reuben, Caleb y Harry Finn llevaban cortavientos azules del FBI. Annabelle iba enfundada en una chaqueta de la DEA—: Y ellos los agentes Hunter, Kelso, Wright y Tasker.

—¿De qué coño va todo esto? —preguntó Tyree, de repente envalentonado.

Alex lo miró con desdén.

—¿De verdad quiere que esto ocurra en público? ¿No preferiría un poco de intimidad, o es que todo hijo de vecino está metido en esto?

—¿Metido en qué? —preguntó Tyree, impostando indignación.

—Tyree, no puede ser tan imbécil. Tengo un detallado informe sobre usted donde pone que es un tipo bastante listo.

Tyree lanzó una mirada a sus hombres, que parecían muy nerviosos, e indicó con un gesto a Alex y los demás que fueran a una pequeña sala contigua.

Alex entró el último y cerró la puerta.

—Bien empecemos —dijo Ford—. Su pequeña red de narcotráfico se está desmontando.

—¿Qué red?

Alex miró a Annabelle.

—¿Agente Hunter?

Ella se acercó a Tyree y pareció agigantarse a su lado.

—Creía que eras un tío más cachas. Pocas veces vemos a renacuajos como tú al mando de un chanchullo de tal envergadura.

—Soy el alcaide de esta prisión. Le agradecería que me tratara con…

—¡Qué te den, Howie! Tienes suerte de que no te meta las esposas por ese culo raquítico ahora mismo. Hemos localizado los envíos procedentes del sur, tanto la oxi genuina como las pastillas adulteradas. Se envían a la dirección del juzgado, una buena tapadera. Ahí entraba en escena el viejo y buen juez, que por cierto se ha dado a la fuga. Cuando encontremos a ese pobre mamón, rogará ser testigo de cargo a cambio de una piruleta. Y ya puedes irte despidiendo de tu buena vida, salvo que lo hayas matado. Igual que hiciste con Shirley y Willie Coombs. Y con Debby Randolph y tu chupatintas Rory Peterson. ¿Cuánto se embolsó antes de que le pararas los pies?

—¡Está loca!

—Esto no es más que el calentamiento. Cuando te lean la acusación formal de un gran jurado verás lo loca que puedo llegar a estar. Ah, ¿por dónde iba? Oh, luego parte del envío se desvía por el camino y llega aquí. A lo mejor en los viajecitos en helicóptero en que transportáis «reclusos». Después el material sale del extremo de la finca de Riker. Y la caravana de mineros aparece y lo recoge a las tantas de la noche y lo hace circular con el pretexto de que esos pobres drogadictos van a recibir la dosis de metadona. Y el dinero sigue lloviéndote encima. —Miró a Caleb—. ¿Agente Kelso?

Caleb dio un paso adelante y tomó la palabra.

—Y a continuación el fondo de inversión del pueblo se utiliza para blanquear los beneficios de la droga. Ese era el papel de Rory Peterson. Llevaba una falsa contabilidad y repartía cheques entre las buenas gentes de Divine, mientras tú y tus compinches os quedabais con el grueso del botín. Lo que los habitantes de Divine pensaban que eran liquidaciones de jugadas brillantes en Bolsa, era en realidad dinero procedente del narcotráfico. La investigación demostrará que todos vosotros estáis involucrados en esos negocios sucios. Luego el capital blanqueado se pasa a cuentas en el extranjero. Peterson fue eliminado porque se embolsaba dinero bajo cuerda. Josh Coombs fue asesinado porque se enteró del chanchullo. Y mataste a Shirley porque, después de matar a su hijo, supusiste que podría volverse contra ti.

—¿Por qué demonios iba a matar a su hijo?

Annabelle no vaciló, porque Tyree les había contado lo averiguado por Stone.

—Porque era el novio de Debby. Ella vio a quien mató a Peterson porque estaba trabajando en la panadería enfrente de su oficina. Tus matones mataron a Peterson y Debby e hicieron que lo de ella pareciera un suicidio. Pero Willie nunca lo creyó. Probablemente temías que Debby le hubiera contado algo sobre lo que había visto antes de que la mataran. Intentaste ir a por él en una ocasión pero no te salió bien.

Tyree se desplomó en una silla.

Annabelle contó con los dedos.

—O sea que tenemos por lo menos media docena de homicidios, además de cargos por tráfico de drogas. Y encima tenemos motivos para creer que retienes aquí a dos agentes federales contra su voluntad.

—¿Qué? —espetó Tyree.

—Ah, sí, se me olvidaba contarte esa parte. ¿Dónde están? Joe Knox y John Carr. —Annabelle lo miró fijamente.

Aquel hombre era un genio del disimulo, pero lo traicionó un ligero parpadeo y un sutil temblor de los dedos.

—Esta acusación es ridícula. No tenéis pruebas.

—No te preocupes. Registraremos este lugar y encontraremos a nuestros agentes. Y el resto del rompecabezas está empezando a encajar con facilidad. Y cuando pillemos al juez, tendremos al testigo clave contra ti.

—No podéis registrar este centro sin una orden judicial.

—Oh, la tendremos. Mañana al amanecer. De momento, por si se te ocurren malas ideas, hemos puesto controles de carreteras. Así que no podrás sacarlos de aquí en la furgoneta de la lavandería, por así decirlo. Y deja el helicóptero en tierra. Tenemos a dos de los nuestros, por supuesto armados, esperando alzar el vuelo en cuanto el tuyo se eleve.

Annabelle se inclinó hacia la cara sudorosa del alcaide.

—Por cierto, ya conocíamos tu fama de cabrón extraordinario en el trato dispensado a todos los reclusos que han cruzado estas puertas. Te gusta hacer sufrir al personal, ¿eh? Pues en cuanto te condenen, recomendaremos a tus celadores que te mezclen con la población reclusa general. Así el Estado se ahorrará el coste de una ejecución. Me entiendes, ¿verdad?

—¡Esto es intolerable! —chilló Tyree, e hizo ademán de ir a abofetear a Annabelle, pero Reuben le retuvo el brazo con su manaza.

—No te lo aconsejo —dijo el grandullón—. Les darías pie para que te disparen a mansalva.

Tyree miró alrededor y vio a Harry y Alex apuntándole con sendas pistolas a la cabeza.

—Nos veremos mañana a primera hora, Howie —concluyó Annabelle—. Ah, y yo en tu lugar iría poniendo en orden mis asuntos.