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—Juro que aunque sea lo último que haga, mataré a Macklin Hayes —murmuró Knox a Stone. Los dos estaban otra vez en su celda y ya habían transcurrido varias horas desde que Hayes se presentara a poner el clavo definitivo en su ataúd.

—Pero eso es ilegal. Y habría gente que te perseguiría y acabarían encerrándote —dijo Stone, mientras atisbaba por la rendija llamada «ventana» en la prisión. Daba al aparcamiento delantero, pero era difícil ver más allá debido a la opacidad de la protección de la ventana.

—Sí, soy consciente de lo irónico de la situación, créeme, pero aun así pienso hacerlo.

—Si conseguimos salir de aquí.

—Sí, también soy consciente de la imposibilidad de ello en estos momentos.

—Creo que quizá te equivoques.

Knox se incorporó.

—¿En serio?

—No te emociones. Es por una razón mala, no buena.

—¿A qué te refieres?

—¿No has advertido que desde la marcha de Hayes no se han molestado en darnos de comer ni en sacarnos de la celda?

—Sí, mi estómago me lo recuerda con insistencia. ¿Y qué?

—Pues que se avecina el fin de nuestra estancia aquí.

—Ya. No quieren desperdiciar comida con dos cadáveres. Qué impropio de nuestro cortés alcaide.

—Ya no tienen motivo para mantenernos aquí. Siempre cabe la posibilidad de que aparezca alguien y registre el centro. ¿Para qué arriesgarse?

—¿Adónde crees que nos llevarán?

—Sé que por aquí hay minas abandonadas. Nos soltarán en un viejo pozo y sellarán la entrada. La gente de por aquí está acostumbrada a que haya cadáveres en el interior de las montañas. De hecho, de ahí le viene el nombre a este sitio.

Stone presionó un lado de la cara contra la pared, intentando encajar el ojo entre los extremos de la ranura para atisbar el exterior. Reconoció la silueta de las montañas a lo lejos. Podrían haber estado perfectamente en Marte. Lo único que los separaba de la libertad era un metro de hormigón, cien metros de espacio abierto, alambre de púas y un batallón de tiradores con el dedo flojo en el gatillo.

«No tenemos escapatoria», pensó.

—Cuando te metes en esta profesión sabes que cualquier día te puede llegar la hora —dijo Knox—. Y lo asumes. Pero sigues adelante porque es tu trabajo, un trabajo que juraste llevar a cabo lo mejor posible. Servir al país hasta el final.

—O hasta que tu país te la juega —corrigió Stone.

—Cuando me encomendaron que te encontrara, no tenía ni idea de dónde me metía. Sabía que eras un tipo peligroso, pero imaginé que te habías corrompido, como les pasa a algunos. Pero cuanto más averiguaba… Bueno, no hay nadie que se merezca más que tú una disculpa por parte de su país.

—Qué curioso, yo estaba pensando lo mismo de ti, Knox.

—Mis amigos me llaman Joe, Oliver.

Stone se volvió para mirarlo. Knox le tendió la mano.

Stone la aceptó y ambos se la estrecharon con brevedad pero de corazón.

—¿Cuándo crees que vendrán a por nosotros?

—Esta noche. —Stone miró otra vez por la rendija—. Y, por lo poco que veo, diría que faltan unas seis horas…

Se interrumpió y volvió a intentar encajar el ojo en la ranura. Un grupo de personas bajaban de un coche y se dirigían a la entrada de la cárcel. Un hombre alto y con mucho pelo destacaba de entre los demás. «No puede ser otro», se dijo.

—¿Qué pasa? —preguntó Knox—. ¿Qué ves?

Stone se giró para mirarlo con una sonrisa de oreja a oreja.

—Veo esperanza Joe. Esperanza.