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En las proximidades de Divine había otro helicóptero que sobrevoló los árboles antes de aterrizar en el aparcamiento de la prisión de Blue Spruce.

Del aparato salió un hombre que caminó con paso pausado hacia la puerta.

Para registrar su entrada se necesitaron unos minutos y una llamada de teléfono. El alcaide en persona salió a recibir al ilustre visitante.

Macklin Hayes estrechó la mano de Howard Tyree.

—¿Qué busca aquí la CIA? —preguntó este con tono arisco.

—Creo que tienes aquí a uno de mis hombres —respondió el jefe de la CIA, afable.

—No sé de qué me habla.

—Muy bien, juguemos. De momento. Se llama Joe Knox. Mide casi un metro noventa, pelo entrecano lacio peinado hacia atrás. Debería estar con otro hombre. Más alto, más delgado, pelo cano muy corto. Responde al nombre de Oliver Stone o John Carr según el día y la situación.

—Aquí no hay nadie que encaje con esa descripción. Y ahora tengo que pedirle que se marche. Esto es una prisión de máxima seguridad y los visitantes intempestivos no son bienvenidos. —Los guardias se acercaron a su jefe.

Hayes adoptó una expresión de ligero asombro.

—Parece que me superas en número. Cielo santo, ¿en qué estaría yo pensando? —Colocó su maletín encima de una mesa, lo abrió y extrajo una carpeta delgada de la que sacó varias hojas—. Tráfico de drogas, ¿no es eso? Sí, eso es. —Fingió estremecerse—. Seguro que todos sois tan duros y peligrosos como cabría esperar, así que me andaré con cuidado. —Presionó sus dedos largos y huesudos contra las páginas—. Estos documentos aguardan la firma del fiscal general del Estado para autorizar el cierre de la prisión y el despido de todo su personal.

—¿Por qué motivo?

—Porque vuestra red de narcotráfico está desviando capital a organizaciones terroristas que se han infiltrado en Estados Unidos.

—Eso es ridículo.

—Ya tenemos la prueba preparada. Este documento —continuó Hayes, imperturbable— es una orden de arresto contra Joseph Knox, John Carr y Howard Tyree. Ya ves que está debidamente firmada.

El alcaide ni siquiera se molestó en echar un vistazo a los documentos.

—Tal vez en Washington sea usted un pez gordo, pero, por si no se ha percatado, esto no es Washington. Así que yo no voy a ningún sitio.

—Precisamente de eso se trata —dijo Hayes—. Déjame ver a Knox y Carr y no tendrás más problemas.

—Ya. Si estuvieran aquí, y no estoy diciendo que lo estén, ¿cómo puedo saber que no van a contar alguna historia inventada que luego se utilice en mi contra?

Hayes consultó la hora. Al levantar la vista del reloj, su sonrisa había desaparecido.

—Tus trapicheos con las drogas me importan un cojón. Teniendo en cuenta cómo están las cosas hoy en día, ni siquiera llegas al nivel de una almorrana en mi culo. Tienes un minuto para traerme a esos hombres.

—¿Y si no lo hago? —espetó Tyree.

—Mira que eres pesado. Hayes introdujo la mano en el bolsillo lentamente, sacó un teléfono y pulsó un botón.

Al cabo de un segundo se produjo una explosión en el aparcamiento.

Tyree y sus hombres corrieron a la ventana y contemplaron los restos chamuscados del coche del alcaide. La boca del cañón lateral del helicóptero seguía humeando.

—¡Eso era mi puto Cadillac! —chilló Tyree.

—Lo sé. Hemos comprobado la matrícula. No habría desperdiciado una bala tan cara con el vehículo de un mero guardia. A ver si te enteras de una puta vez: este es un asunto de seguridad nacional. Ni siquiera el presidente en persona podría inmiscuirse. Y tú, amiguito, no eres presidente. ¡Llévame a verlos ahora mismo! Y el Tío Sam a lo mejor te compra otro Caddy —añadió con tono más suave.

Stone y Knox estaban sentados a la mesa con los grilletes puestos. Todos en la prisión habían oído la explosión, pero nadie sabía qué estaba pasando. Cuando la puerta se abrió y Knox vio quien entraba, exclamó:

—¡Coño!

—Me alegro de verte, Knox. —Hayes dedicó una sonrisa a los dos antes de sentarse.

—¿Qué demonios está haciendo aquí?

—Tenía una lista con todas las personas con las que podías ponerte en contacto. Cuando Marsh recibió la llamada, yo ya estaba preparado. Y no pierdas el tiempo preguntándote si vendrá a ayudarte. Ya ha sido trasladado al extranjero. No tenías que haberme tomado por imbécil, Knox. De verdad que no.

Clavó su mirada imperturbable en el aturdido Knox y luego se dirigió a Stone.

—Cuánto tiempo sin vernos, John. No puedo decir que para ti los años no hayan pasado.

—Para mí han pasado menos que para ti, Mack.

—Cuéntame, John. ¿Cómo te sentiste al matar a Gray y Simpson? ¿Se te hinchó el pecho de orgullo?

—Es verdad, tú no sabes qué se siente al matar a alguien. Siempre tienes a otras personas que lo hacen por ti.

Hayes abrió el maletín y extrajo una hoja. Se la enseñó a Knox. Era la orden firmada por Hayes dando por rechazado el otorgamiento de la Medalla de Honor a John Carr.

—Cuando me llamaste para decirme que la gente de esta zona de mala muerte podría ponerse a favor de un veterano de Vietnam «perseguido», me pregunté qué querrías decir. Y cómo lo habías descubierto. Fui a los archivos militares. Me resultaron muy útiles para ver qué habías consultado. Por desgracia, las cajas no estaban inventariadas, pero esta página había dejado un poco de tinta en el interior de la caja. Fue suficiente para que mi gente registrara tu casa. Y encontrara esto. Pensaba que lo habían destruido hace mucho tiempo. Lo cual demuestra que nadie es realmente infalible.

Lanzó una mirada a Stone.

—Y estoy convencido de que nuestro amigo John te ha contado nuestro pequeño desacuerdo en la jungla con pelos y señales.

—No le he contado nada. Trabaja para ti. ¿Crees que me fiaría de él? —espetó Stone.

Hayes se reclinó en el asiento y colocó las manos sobre el regazo.

—John, se te da mucho mejor matar que mentir. La prevaricación es mi especialidad. Y siempre la detecto en los demás.

—No fuiste capaz de superarlo, ¿verdad?

—¿Por qué iba a superarlo? Me hiciste daño hace mucho tiempo. ¿Qué justicia hay en eso?

—¿Justicia? —saltó Knox—. ¡Usted impidió que obtuviera la Medalla de Honor!

—Y él impidió que me concedieran el ascenso que me tocaba.

—¿Está comparando lo que hizo este hombre en el campo de batalla con esperar dos meses para conseguir una puñetera condecoración?

—Él era soldado de infantería. Teníamos millones como él. Pero no había tantos oficiales de mi calibre. Estoy convencido de que con sus actos entorpeció el esfuerzo bélico.

—¿De verdad cree que habríamos ganado la guerra de Vietnam si lo hubieran nombrado teniente coronel antes? —preguntó Knox, incrédulo.

—Reconozco que tengo un buen ego.

—Eso no es tener ego, eso es ser un puto psicótico.

Hayes extrajo un mechero, lo encendió junto al borde del viejo documento y lo dejó reducido a cenizas en cuestión de segundos.

—Vamos a ver si os queda claro. —Señaló a Knox—. Eres un atracador a mano armada y asesino. Mal asunto. Ojalá lo hubiera sabido. —Se dirigió a Stone—: Y tú eres Anthony el Carnicero. Por lo menos ese imbécil de alcaide tiene sentido del humor, si bien carece de estilo. Asesino por partida triple. Qué perfección, aunque ese recuento apenas te haga justicia.

Se levantó y cerró el maletín con un clic.

—Creo que eso es todo. Os dejo aquí para que paguéis vuestra deuda con la sociedad. Le he dicho al alcaide que sea especialmente atento con vosotros, ya me entendéis.

—¡Hayes! —gritó Knox forcejeando con los grilletes—. No se saldrá con la suya. ¡Ni siquiera usted!

Hayes se paró en la puerta.

—Pues lo cierto es que acabo de hacerlo. Oh, un detalle más. Respecto al guardia que se puso en contacto con Marsh de tu parte, yo no esperaría otra vez su ayuda. Rastreamos la llamada hasta el teléfono de su casa. Lo he comentado con el bueno del alcaide, que sin duda sabrá qué hacer con él.

Cerró la puerta suavemente a su espalda.