Knox y Stone desayunaban en silencio, esforzándose por parecer tan aletargados como el resto de la población reclusa a consecuencia de la dosis diaria de droga. En realidad, ambos escudriñaban el comedor con la mirada.
Casi al final del desayuno, Knox, que se había sentado enfrente de Stone para controlar ambos extremos de la sala y que no les sorprendieran por detrás, emitió un carraspeo y desvió la mirada a las nueve en punto. Un segundo antes de recibir el golpe, Stone levantó la bandeja a modo de escudo. El cuchillo resbaló en el plástico duro. En el siguiente movimiento, Stone le puso la zancadilla y el impulso del corpulento Manson le hizo deslizarse por la mesa, arrasando platos y vasos de plástico hasta caer al suelo por el otro lado, arrastrando con él a dos presos que estaban al lado de Knox. En el alboroto subsiguiente, Knox tiró su plato de la mesa con el codo y los restos de gachas fueron a parar a la cabeza de Manson.
Los otros guardias acudieron corriendo, pero sólo encontraron a Stone y Knox sentados tan tranquilos, con expresión desconcertada y mirando el montón de cuerpos en el suelo.
Cuando los guardias levantaron a Manson, seguía sujetando el cuchillo.
—Frank, ¿qué coño estás…? —empezó uno sus camaradas, pero Manson lo apartó bruscamente.
Con un grito de rabia, intentó lanzarse sobre la mesa contra Stone. Sin embargo, este se levantó con rapidez y el salto acabó en una caída brusca. La barbilla se le empotró contra la mesa delante del sitio de Stone. Como en un movimiento ensayado, Knox se puso de pie y obstruyó la vista de los demás guardias.
—Permitan que me aparte para que puedan encargarse de este psicópata —dijo educadamente.
En ese preciso instante, y con una velocidad tal que ni siquiera los presos que estaban sentados a ambos lados de Stone lograron ver, Oliver Stone asestó un codazo demoledor a Manson en la nuca. Cuando los guardias apartaron por fin a Knox, Stone ya estaba en el otro extremo de la mesa, como un simple observador de los acontecimientos.
Manson fue trasladado inconsciente en una camilla. Hasta el preso más comatoso de la enfermería esbozó una sonrisa de satisfacción al verle.
Más tarde, Stone y Knox se hallaban en el patio de recreo. Nadie había ido a por ellos después del incidente con Manson, aunque a Stone le habían dado una colleja por, según dijeron, masticar haciendo demasiado ruido.
—¿Lo atizaste muy fuerte? —preguntó Knox.
—Lo suficiente.
—Me gusta tu estilo.
El viejo Donny les dedicó una sonrisa desdentada y le enseñó el pulgar levantado a Stone. Los centinelas de las torres estaban haciendo la ronda, repasando a la población de reclusos con prismáticos en trípodes fijos. Y las armas. Las armas siempre estaban a la vista y centradas. El poder. La fuerza disuasoria. Stone pensó en ello mientras se apoyaba en una pared y se preguntaba cómo iba a montárselo el guarda, independientemente del método elegido.
Knox siguió inspeccionando la periferia con disimulo mientras permanecía junto a Stone.
Un preso estaba botando la pelota. Hizo una bandeja, cogió el rebote y probó un tiro en suspensión. Al igual que la mayoría de los presos, era negro, joven, alto y musculoso. Parecía consciente y despejado; quizá Donny hubiera divulgado su secreto sobre las dichosas zanahorias a otros. Falló el tiro y Stone se puso tenso cuando el negro corrió a recuperar el balón, que había sobrepasado la línea azul.
Sin embargo, antes de llegar a ella, otro preso chocó contra él y ambos cayeron al otro lado de la línea, encima del balón. Los dos se levantaron y se enfrentaron. Sonó una bocina y los fusileros de las torres apuntaron sus armas. Se oyó un disparo, pero no procedía de la torre. Los guardias miraron en todas direcciones, desconcertados.
Como si en ese instante le hubieran dado la entrada, un preso derribó a otro de un puñetazo en la nariz. Hubo un nuevo disparo. Los silbatos resonaron, tronaron las bocinas y un grupo de reclusos del patio salió huyendo, gritando. Dos guardias que corrieron a detener aquella estampida humana fueron arrollados, las gorras y porras desaparecieron bajo la avalancha de prisioneros en desbandada.
Unas manos empujaron a Stone y Knox.
—¡Volved a vuestras celdas inmediatamente! —ordenó una voz.
Stone se encontró entonces con el guardia que pretendía ayudarlos. Los empujaba hacia una de las entradas de la cárcel.
Knox aprovechó la confusión para derribar al viejo Donny de un puñetazo, y el asesino de tres niños se desplomó inconsciente en el frío patio de cemento de Dead Rock.
—Toma, a esto le llamo yo responsabilidad —musitó Knox mientras seguía a Stone.
En el interior del edificio, el guardia les hizo subir por una escalinata y entrar en una pequeña sala, cuya puerta cerró.
—Daos la vuelta.
Lo hicieron, aunque con cierta vacilación.
Rápidamente los esposó y les puso los grilletes.
—No tenemos mucho tiempo —dijo—. Josh Coombs era mi mejor amigo. He oído decir que ayudaste a Willie.
—Sí. Ha muerto, supongo que te has enterado. Bob también. Saltaron por los aires.
El guardia asintió.
—¿Sabes qué está pasando?
—Drogas. —Stone se lo contó en medio minuto y añadió—: Y Josh fue asesinado porque lo había descubierto.
—Ya me lo imaginaba. He oído y visto cosas raras, pero nada que pueda demostrar. Pero lo que sí sé es que vosotros no sois presos trasladados.
—¿Cuántos guardias piensan como tú?
—Dos o tres. Tyree se ha metido a los demás en el bolsillo.
—Soy de la CIA —dijo Knox—. Me llamo Joe Knox. Necesito que te pongas en contacto con un hombre llamado Marshall Saunders y le digas dónde estoy. El número de teléfono es… —Se interrumpió y miró a Stone—. Dile también que estoy solo —acabó Knox.
—No voy a permitir que hagas eso —afirmó Stone.
—Mira, después de todo lo que hemos pasado juntos… Además, me salvaste la vida.
—Los dos conocemos a Hayes. Si se entera de que le has engañado, tu siguiente destino será un centro de torturas en Afganistán, y no serás tú quien haga el interrogatorio. Así que vuelve con tu familia y acaba la vida como quieres tú, no él.
—Oliver, ya sabes de lo que es…
Stone le interrumpió.
—Siempre lo he sabido. Hay cosas que nunca cambian.
—Vale —dijo el guardia, nervioso—. Daos prisa, joder.
Knox miró a Stone un segundo más y luego le dio el número de teléfono al guardia, al que encargó que dijera que estaba con John Carr.
—Llámale también a este número y di dónde estamos. Date prisa.
Volvieron a la celda cuando toda la población reclusa se quedaba incomunicada.
—Me aseguraré de que obtienes un trato justo —dijo Knox cuando se sentaron en la celda con los grilletes puestos. No voy a permitir que Hayes te haga desaparecer. Por eso he pedido al guardia que llame a un compañero de la CIA.
—Ya he desaparecido. De hecho, hace treinta años que soy invisible.
Guardaron silencio.
—¿Por qué Hayes no dejó que te concedieran la dichosa medalla? —volvió Knox al punto que más le indignaba.
Stone se levantó y se apoyó en la pared.
—Fue hace muchos años, ya ni me acuerdo.
—Seguro que sí. Vietnam nunca se olvida.
Stone lo miró.
—¿Cuándo estuviste allí?
—Los últimos dieciocho meses de la guerra.
—Yo estuve antes. —Stone miraba el suelo mientras hablaba. Nunca le había contado eso a nadie, pero sabía que ya no importaba. O bien morirían en ese sitio o él moriría en otra cárcel, si es que antes no lo ejecutaban. Alzó la mirada hacia Knox—. Macklin Hayes tenía una forma de combatir: echar el máximo de soldados de infantería a la picadora y ver adónde iban a parar los trozos. Independientemente del resultado, siempre se aseguraba de que en todos los informes para sus superiores quedara clara su brillantez en el campo de batalla. Aunque lo más cerca que estuvo de un combate verdadero fue una bronca ocasional en el comedor de oficiales.
—Tuve algún superior igual que él. Hablaban de grandes hazañas, pero nunca daban la cara.
—Hayes pensó que por mi culpa no le habían ascendido a teniente coronel. Y quizá fuera cierto.
—¿Cómo es eso?
—Había tres pueblos en una franja de terreno, y de repente los jefazos decidieron que había que tomarlos. Supongo que fue para que en casa pareciera que estábamos ganando la guerra. Le encargaron la misión a Hayes. Una bonita zanahoria para su siguiente ascenso por la escalinata hacia la consecución de una estrella. Ordenó avanzar a tres compañías, una para cada pueblo. La noche anterior al ataque, Hayes convocó una reunión con todos los sargentos.
—¿Y los capitanes?
—Todos muertos. Nos fuimos quedando rápidamente sin capitanes ni alféreces. De todos modos, nos ordenaron que arrasáramos esos lugares. Que no quedara nadie.
—Ningún soldado, quieres decir.
—Quiero decir nadie, Knox, hombres, mujeres y niños. Nadie. Luego teníamos que incendiar el pueblo y decir que había sido obra del Vietcong. Se trataba de una campaña cabrona de desinformación montada por Hayes. Hacía ese tipo de cosas continuamente. Era como una especie de reencarnación de Maquiavelo. Creo que lo consideraba una manera de lograr ascensos.
—¿Qué ocurrió?
—Dos compañías obedecieron órdenes. Una no.
—¿Y Hayes fue a por ti?
—Lo intentó, pero lo amenacé con contar la verdad a todo el mundo. No podía acusarme de haber desobedecido sus órdenes, porque las órdenes que daba tenían que haberlo llevado ante un consejo de guerra. Como un pueblo sobrevivió, la cadena de mando no quedó satisfecha. Así que el viejo Hayes tardó un poco más en conseguir su racimo de hojas de roble.
—Pero encontró otra forma de hacerte daño: la medalla.
—En aquel momento, lo cierto es que me importaba un bledo. Había luchado en una guerra interminable. Todos los amigos que tenía allí habían muerto. Estaba cansado y harto del Sudeste Asiático, de la lluvia y el calor, de pasar cada minuto de cada día tomando y cediendo cien metros de tierra y selva, ¿y para qué? ¿Para qué, Knox?
—¿Fue entonces cuando te alistaste en la Triple Seis?
Stone vaciló.
—Supongo que te has ganado el derecho a saberlo.
—Descuida, no se lo contaré a nadie. Si te condenan, no será gracias a mi ayuda.
—Sí, entonces llegó el momento de la Triple Seis, aunque yo no diría que me «alisté». Me dejaron claro que era mi única opción. Acabé cambiando un infierno por otro. Ese ha sido siempre mi sino.
—Doy por supuesto que eras muy bueno en tu trabajo. Así pues, ¿por qué se volvió la CIA contra ti?
—Pasaron los años y me casé con Claire y tuvimos una niña.
Lo mejor que me ha pasado en la vida. No quiero parecer un cursi, pero es que fue como si un mundo nuevo lleno de posibilidades se abriera ante mí. Y decidí no continuar con aquel juego. Es que era incapaz de apretar el gatillo, Knox. No me soportaba a mí mismo. No podía volar al otro extremo del mundo, disparar a alguien en la cabeza y volver a casa y abrazar a mi niñita y besar a mi mujer. No podía seguir así.
—¿Y no se dieron cuenta?
—Los hombres como Hayes piensan que siempre serán tus dueños. Y quizá lo sean.
Stone se dejó caer deslizándose por la pared hasta el suelo, echó la cabeza atrás y cerró los ojos.
—Te ayudaré, Oliver. Te lo juro.
—Ayúdate a ti mismo, Knox. Para mí es demasiado tarde. Y lo único que recibiré es exactamente lo que me merezco.