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—Harry, ¿qué estás haciendo aquí? —Annabelle miró a Harry Finn y luego a Alex Ford cuando subieron a la parte posterior de la furgoneta.

—Alex me contó lo que está pasando. Me pareció que necesitaríais un poco de ayuda.

Harry Finn, que quizá no fuera tan letal y habilidoso como Oliver Stone, era capaz de luchar y pensar a la vez como cinco hombres.

—¿Qué le has sacado a la pobre Shirley? —preguntó Reuben.

—Mucho. —Y resumió a Alex y a Harry todo lo que habían descubierto, incluida su conversación con Shirley.

—¿Dónde le ponen al tejedor las orejas de burro? —dijo Alex—. ¿Qué coño de pista es esa?

—Está muy claro —respondió Caleb, que iba al volante. Todos lo miraron—. Nick Bottom es un personaje, un tejedor, cuya cabeza se convierte en una cabeza de burro.

Todos se quedaron perplejos antes de que Reuben preguntara:

—¿Has tomado algún tipo de crack para bibliotecarios?

—No; significa que la alcohólica Shirley es muy culta porque es una escena de Sueño de una noche de verano de Shakespeare.

—¡La finca de Abby Riker! —exclamó Annabelle.

—Me parece una buena pista —empezó Alex, pero se interrumpió al ver que Harry levantaba una mano. Todos aguzaron el oído.

—Hay alguien ahí fuera —susurró Caleb.

Harry y Alex sacaron las armas. Alex le lanzó una pistola a Reuben, que se apostó cerca de una de las ventanas.

—Caleb, ¿sabes conducir…?

Casi se cayeron hacia atrás cuando Caleb pisó el acelerador y la furgoneta arrasó unos arbustos para llegar a la carretera, a pesar de que las balas golpeteaban los laterales del vehículo.

Alex empujó a Annabelle al suelo antes de agacharse.

Reuben bajó la ventanilla, apuntó y disparó hacia atrás. Alex y Harry hicieron lo mismo desde el otro lado.

Caleb llegó a una recta y puso la furgoneta a la máxima velocidad.

—Esta chatarra no supera los ciento treinta —vociferó—. La próxima vez dame un coche decente si quieres que corra más que esos cabrones. ¡Joder, no se puede hacer salsa de tomate sin tomates!

Confundido, Alex miró a Harry y luego a Annabelle.

—Es una larga historia —explicó ella.

Durante los cinco minutos siguientes, Caleb tomó temerariamente una serie de curvas cerradas, atajó por varios caminos y atacó una curva a toda velocidad mientras las ruedas de la izquierda giraban en el vacío por el borde de un precipicio. Al final redujo la marcha.

—No veo luces detrás de nosotros desde hace un par de minutos —dijo—. ¿Adónde vamos ahora?

—A la finca —respondió Alex—. Rápido, pero sin matarnos, por favor.

Sin bajar la guardia, retrocedieron lentamente y cruzaron el centro de Divine. Al llegar al otro extremo, vieron las luces rojas del coche de policía aparcado en el arcén al lado de una pronunciada pendiente. También había otros vehículos, incluido un coche de bomberos. Varios hombres trajinaban y había una manguera extendida ladera abajo.

—Para, Caleb. Es el sheriff de Tyree.

Caleb se detuvo y Annabelle bajó y se acercó corriendo a Tyree, que estaba con las manos en los bolsillos y apariencia de estar mirándose los zapatos.

—Sheriff, ¿qué ha ocurrido?

La miró con expresión severa.

—¿Qué estás haciendo aquí a estas horas?

—Sigo buscando a mi padre. —Echó un vistazo por la empinada ladera y allá abajo vio una columna de humo y unos hombres alrededor de un coche destrozado. Entonces se fijó en las marcas que había dejado al despeñarse—. ¿Un accidente?

Tyree asintió.

—Shirley Coombs, o lo que queda de ella.

Annabelle inspiró bruscamente.

Él la miró muy serio.

—¿Qué pasa?

—He hablado con ella hace menos de una hora.

—¿Dónde?

—En la caravana de su hijo, o lo que queda de ella.

—¿Qué estabas haciendo allí?

—Pasaba por allí con el coche y la vi. Intenté consolarla.

—¿Había bebido?

Annabelle vaciló antes de responder.

—Sí.

—La muy tonta se salió de la carretera.

Annabelle miró alrededor y vio las marcas de los neumáticos y un trozo de metal gris que yacía en la carretera bajo el resplandor de las luces. Se agachó para recogerlo.

—¡No toques eso! —exclamó Tyree.

Annabelle se incorporó.

—Pero si el coche de Shirley era rojo.

Tyree la sujetó del brazo y la apartó para llevarla al otro lado de la carretera, donde varios hombres los miraron con curiosidad.

—Sheriff, ¿qué está pasando? —exclamó—. No ha sido un accidente. Alguien chocó con ella.

—Lo sé. Pero no quiero que los demás lo sepan.

—¿Por qué?

—Porque lo digo yo, ¡por eso! Bueno, ¿qué te contó Shirley para que acabaran matándola?

Annabelle se humedeció los labios con nerviosismo. Shirley había dejado claro que no se fiaba de nadie. ¿Cómo iba pues a fiarse ella?

—Oye, quiero llegar al fondo de este asunto. Es mi pueblo y tengo que hacer las cosas bien.

Annabelle advertía cuándo alguien le tomaba el pelo y vio que no era el caso.

—Venga conmigo —le dijo.

Lo llevó hasta la furgoneta y abrió la puerta trasera para que viera a los ocupantes. Se los presentó uno a uno.

—Sheriff, ¿tiene tiempo para escuchar lo que sabemos? Es una larga historia.

—Entonces vayamos a mi despacho. Aquí hay demasiado público.

Al cabo de una hora, sentados en el despacho del sheriff, este se frotó la cara, se puso de pie y miró con aire sombrío por la ventana.

—O sea que no es tu padre, pero sí trabajó para el gobierno y hace años que está en la clandestinidad. ¿Y tú y tus amigos sois agentes del FBI cuya misión es encontrarlo?

—Eso es —repuso Annabelle. Por supuesto, no había mencionado que Joe Knox andaba detrás de Stone por los asesinatos de Simpson y Gray. No obstante, había contado buena parte de la verdad, lo cual suponía una nueva táctica por su parte.

—Me mentiste en una ocasión, ¿y ahora se supone que tengo que creerte? ¿Qué te parece si llamo al FBI de Washington? ¿Os conocerán?

Alex se levantó y mostró sus credenciales.

—Yo no pertenezco al FBI. Somos un grupo de trabajo mixto. Puede llamar a mi central de Washington y verificar que soy quien digo ser. Esperaremos aquí. Pero si piensa hacerlo, dese prisa. Tenemos que encontrar a Oliver lo antes posible.

Tyree miró las credenciales de Alex y meneó la cabeza.

—Os creo. —Volvió a su escritorio y se sentó en el borde mientras Annabelle lanzaba una mirada de agradecimiento a Alex—. ¿Y creéis que tiene algo que ver con la finca de Abby Riker?

—La pista es una referencia clara a su finca —dijo Caleb.

—Pero no estaréis insinuando que Abby tenga algo que ver, ¿verdad? Es imposible.

—Yo no estoy acusando a nadie. Pero su hijo ha desaparecido —apuntó Annabelle.

—Una red de narcotráfico que actúa desde Divine —dijo Tyree—. Y si Shirley dijo que no todas las cajas llegaban al juzgado, el juez también debe de estar implicado. Muy ingenioso, porque ¿quién comprueba los documentos legales que van a un juzgado? ¿Y utilizar a los mineros que reciben las dosis de metadona? ¿A quién demonios se le habrá ocurrido?

Llamaron a la puerta y entró un hombre. Charlie Trimble lucía unos pantalones caqui y una camisa a rayas de botones.

—He visto la luz encendida, sheriff… —Se interrumpió al ver a los demás.

—Estoy ocupado, Charlie.

Trimble miró a Annabelle.

—Ah, la hija. ¿Sigues buscando a tu «padre»?

A Annabelle no le gustó el tono del hombre.

—Pues en realidad no es mi padre. —Se volvió hacia Alex—. Es el hombre del que te he hablado. El reportero que busca una primicia a toda costa.

—Ya veo. A expensas de la seguridad nacional, pues va a ser que no.

—¿Seguridad nacional? —repitió Trimble, sorprendido.

—Al parecer Ben no es quien creíamos que era.

—Eso ya lo sé —dijo Trimble—. Creo saber quién es y tengo la noticia preparada. Pero…

Se calló cuando Annabelle le plantó sus credenciales en la cara. Alex la imitó.

—Trimble —empezó—, no va a publicar ni una sola palabra relacionada con este asunto.

—No piense que va a intimidarme —replicó el periodista con tono desafiante.

—No intentamos intimidarle, sólo advertirle como es debido —aseveró Alex.

—¿Advertirme? ¿Sobre qué?

—Si publica una sola palabra sobre esto y le pasa algo a nuestro hombre, acabará con sus huesos en el Castle.

—¿El Castle? ¿Qué castillo es ese?

—Leavenworth.

—¿Leavenworth?

—Es una prisión militar.

—En realidad —dijo Alex, reprimiendo una sonrisa—, también es para los civiles que atentan contra la seguridad nacional. Y usted puede ser uno de ellos si yo lo decido.

—¿Qué me dice de la Primera Enmienda?

Reuben, que era mucho más alto que él, se le acercó.

—¿Qué me dice de la Segunda Enmienda? —dijo con tono amenazador, dejando que se viera la pistola que llevaba en el cinturón.

—Yo… eh, nada, nada.

Annabelle lo cogió por el brazo.

—¿Trimble?

—¿Sí? —dijo este con voz temblorosa.

—Vete a casa ahora mismo antes de que acabes escaldado.

El periodista así lo hizo sin rechistar.

Annabelle se dirigió al sheriff.

—Creo que es hora de ir a ver dónde le ponen al tejedor las orejas de burro.