La cena se sirvió a las seis y media en punto: dos bandejas deslizadas por la ranura. Knox y Stone las recogieron, se sentaron en los catres y empezaron a comer.
Knox señaló las zanahorias. Al cabo de unos momentos tiró de la cadena y las hortalizas desaparecieron girando por la taza metálica.
Stone vio un borde blanco cuando estaba cortando la carne, lo cual resultaba un poco difícil, ya que sólo disponía de una cuchara endeble para hacerlo. Le dio un codazo a Knox mientras deslizaba un papel hacia fuera. Lo desdobló y leyó mientras Knox miraba por encima del hombro.
«Soy el guardia que estaba en la puerta cuando la enfermera acabó. Josh Coombs era mi amigo. Mañana en el patio de recreo. Seguid mis instrucciones. Tirad esta nota por el water».
Ambos intercambiaron una mirada. Knox cogió la nota, la releyó y luego la mandó tuberías abajo a las alcantarillas para que se reuniera con las zanahorias adulteradas con droga.
—¿Qué opinas? —preguntó en voz baja cuando volvieron a ponerse a comer. Los dos golpeteaban el suelo con los pies para amortiguar el sonido de la conversación.
—Le he visto cuando estaba en la puerta. Y me dirigió un gesto con la cabeza. No entendí a qué venía, pero me infundió cierta esperanza.
—Pero ¿seguiremos sus instrucciones?
—Tendrá que cubrirse las espaldas. Sí, haremos exactamente lo que nos diga.
Al cabo de veinte minutos se oyó un golpe en la puerta.
—Bandejas —bramó una voz, y las empujaron por la ranura.
Ambos se sentaron en los catres.
—¿Por qué crees que se molestan en mantenernos con vida? —preguntó Knox—. ¿Por qué sospechan que alguien vendrá preguntando por mí?
—Si alguien se acerca a este sitio, lo sabrán con antelación. Entonces, o nos matarán o nos esconderán en alguna mazmorra.
—¿Y por qué no nos matan ahora? No es que quiera, pero…
Stone caviló sobre su encierro en la mina con aquellas serpientes. Ahora estaba convencido de que había sido obra de Tyree.
—Matar es rápido, un segundo de dolor y se acabó. Sin embargo, eso no parece bastarle a Howard Tyree. Quiere controlar cada segundo de nuestras vidas. Acabará matándonos, no tengo duda, pero entretanto quiere hacernos sufrir.
—Tiene rasgos de asesino maníaco.
—Lo es, sólo que está en el lado equivocado de los barrotes.
Knox se tumbó en el catre.
—Entonces, ¿esperamos mansamente?
—Ahora mismo no veo otra opción, ¿y tú?
Golpearon la puerta con un objeto duro.
—¡Pasad las manos por la ranura para esposaros! —ordenó una voz.
—Joder. ¿Qué querrán ahora? —gimió Knox.
—Recuerda que nos han drogado, así que muéstrate aturdido.
—Estoy tan cansado que no me costará.
Los esposaron, desnudaron y registraron sus cuerpos. Aquello se había convertido en algo tan normal como orinar. Ambos hombres bajaban la cabeza y se dejaban hacer.
Luego los condujeron pasillo abajo flanqueados por guardias, arrastrando los pies por culpa de los grilletes. Subieron unas escaleras hasta el final. Stone calculó que estaban en la torre oeste de la prisión, pero no estaba seguro. Allí su brújula interna no era tan fiable como de costumbre.
La estancia a la que los llevaron era circular, con una mesa y dos sillas en el centro. Unas rendijas de unos diez centímetros de ancho dejaban entrever la oscuridad del exterior. Un fluorescente parpadeaba por encima de sus cabezas. Los colocaron en las sillas y los guardias retrocedieron, a la espera.
Knox y Stone también esperaron, con aprensión. No sabían qué les tocaría esta vez, sólo que iba a dolerles.
La puerta se abrió y apareció Tyree seguido de cuatro guardias, incluido el de un galón que había sujetado a Stone por las pelotas, y Manson, el tuerto.
—Caballeros —anunció el alcaide—, tenemos que hablar.
Stone lo miró con expresión apática. Knox tenía la vista fija en la mesa como si no hubiera entendido.
Un guardia le susurró a Tyree al oído. Él asintió.
—Vale. Pues entonces pínchales. Necesito toda su atención.
Un guarda extrajo una jeringuilla de una bolsa negra. A Stone le frotaron ligeramente con un algodón y luego le administraron la inyección en el brazo. Limpiaron la aguja con alcohol y a continuación pincharon a Knox.
La sustancia surtió efecto de inmediato. Stone notó cómo se le aceleraba el corazón y todos los nervios iniciaban una actividad frenética. Lanzó una mirada a Knox y vio que tenía la misma reacción.
—Bien —dijo Tyree—. Ahora conéctalos.
Abrieron una talega de lona y sacaron dos gruesos cinturones de cuero provistos de cables negros. Le ciñeron uno a cada uno y los cerraron con un candado. Entregaron a Tyree una caja negra con botones.
Presionó uno de ellos y se encendió una luz verde. Se colocó delante de los prisioneros y se centró en Knox.
—Bueno, don CIA. ¿Sabe alguien que viniste al pueblo de Divine?
—Sí.
Tyree pulsó el botón y Knox brincó y profirió un alarido al recibir una descarga. El alcaide soltó el botón y Knox se desplomó en la silla como una marioneta, jadeando y balanceándose.
El torturador miró a Stone.
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Oliver Stone.
Al cabo de unos segundos, Stone brincó y tuvo la certeza de que el cerebro y el corazón iban a estallarle.
Tyree retiró el dedo y Stone cayó contra el suelo. Los guardias lo sujetaron y lo plantaron otra vez en la silla.
El alcaide se dirigió otra vez a Knox.
—¿Sabe alguien que viniste al pueblo de Divine?
—¡No!
La descarga volvió a inundarle. Al desplomarse en la silla, aulló:
—¿Qué coño quiere que responda?
—La verdad.
—¡Pues una de las dos tiene que ser verdad, gilipollas!
El hermano del sheriff mantuvo el botón apretado tanto tiempo que Stone temió que Knox no sobreviviera. Pero lo logró, sudando y perjurando.
Tyree se dirigió a Stone.
—¿Oliver Stone?
«Bueno, cabrón, vamos a ver si las encajas tan bien como las repartes».
—En realidad me llamo John Carr. Hace décadas trabajé como ejecutor para el gobierno, en una división especial de la CIA tan secreta que ni siquiera el presidente estaba al corriente de la misma. Me peleé con mis superiores. He estado huyendo desde entonces. Knox es uno de los mejores agentes de la comunidad de inteligencia. El presidente de Estados Unidos le encomendó personalmente que me buscara porque creen que maté al senador Roger Simpson y a Carter Gray. Seguro que has oído las noticias. Bueno, pues Knox se merece la fama que tiene porque me encontró. Ahora estamos aquí en Dead Rock sufriendo palizas y torturas a manos de una panda de narcotraficantes que se hacen pasar por funcionarios de prisiones. —Recorrió a los guardias con la mirada—. Pero no tenéis de qué preocuparos. Es probable que el presidente olvide el asunto y no haga ningún seguimiento. Dudo que les importe lo que me pase a mí. O a uno de sus mejores agentes.
Stone vio la reacción que buscaba. Sudor. Sudor y miradas de nerviosismo, sobre todo del guardia del galón y de Manson, que parecían a punto de orinarse en las botas tipo Gestapo que calzaban.
Al cabo de unos segundos Stone estaba en pie, sintiendo el relampagueo de la corriente por todo el cuerpo. Cuando Tyree soltó el botón, Stone tardó un poco en recuperarse: jadeaba y respiraba de forma entrecortada, los músculos recorridos por espasmos.
—Puedes someterme al polígrafo —dijo entre jadeos—. Estoy seguro de que dispones de ese aparato, visto lo mucho que te gustan los juguetes electrónicos. Claro, disfrutas causando dolor, pero así no conseguirás nada. Así que por una vez sé listo, alcaide de pacotilla. Conéctame al polígrafo y vuelve a preguntarme quién soy. Así sabrás la verdad. De todos modos, yo no me preocuparía. No creo que dieciséis agencias de inteligencia más el Departamento de Seguridad Interior, con miles de agentes especializados y presupuestos de un total de unos cien mil millones de dólares, sean capaces de encontrarnos aquí.
Entonces, por fin, Stone también advirtió el nerviosismo en los ojos del alcaide. Tyree toqueteó la caja, pero no volvió a pulsar el botón. Tampoco miró a Stone a los ojos.
Más tarde, esa misma noche, después de que sus cuerpos se recuperaran, los conectaron a unos polígrafos. Les hicieron preguntas y las contestaron. Y se interpretaron los resultados. Las líneas serpenteantes del polígrafo no parecieron del agrado del alcaide. Stone lo supo al ver que el hombre no le miraba cuando ordenó que los trasladaran de nuevo a su celda.
«Esta noche sudarás tú, mamarracho». Se tumbaron en los catres mirando el techo, recuperándose del sufrimiento producido por el electrochoque, y sin duda soñando despiertos que estrangulaban con sus propias manos al honorable Howard Tyree.
—Muy astuto, Oliver —dijo Knox por fin—. Me ha encantado cuando ha cumplido tu «orden» sobre el polígrafo. ¿Y has visto la cara que han puesto los guardias cuando has explicado la situación?
—Sí.
—¿Qué crees que harán ahora?
—Seguro que están confundidos respecto a qué hacer. Y eso nos proporcionará lo que necesitamos.
—Tiempo —respondió Knox.
—Exacto.
Oyeron un sonido en la puerta y se prepararon para otra salida dolorosa. Sin embargo, lo único que recibieron fue una nota. Cayó al suelo. Knox la cogió rápidamente y se la pasó a Stone.
Este la leyó.
—En el siguiente rancho, estate atento a Manson.
Stone alzó la mirada hacia Knox.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó.
—Por supuesto, pero podrían matarnos, o fastidiarnos la posibilidad que tenemos con este guardia decente.
—No si lo hacemos bien.