Cuando Shirley Coombs salió del juzgado ya eran las siete de la tarde y la oscuridad se había cernido sobre Divine, pues era un pueblo rodeado de montañas. Paró en la tienda de comestibles para comprar unas botellas de vino. Luego dejó la bolsa en el coche y fue caminando al Rita’s. Salió un par de horas más tarde y se subió a su Infiniti último modelo, rojo y de dos puertas, aparcado detrás del juzgado. Al parecer, iba tan absorta en sus pensamientos que no vio la furgoneta blanca que la siguió cuando se incorporó a la carretera y pisó el acelerador.
Llegó a casa y entró tambaleándose ligeramente.
Caleb detuvo la furgoneta un poco más abajo de la casa. Shirley Coombs vivía en una casa de vinilo con un pequeño porche delantero decorado con macetas con pensamientos. Un sendero de gravilla conducía a un garaje independiente. Detrás de la casa, a apenas veinte metros, se extendía un frondoso bosque. En un patio adyacente habían montado un huerto, aunque ahora lo único plantado era un par de estacas peladas para tomateras. El patio trasero estaba dominado por unas tumbonas oxidadas y un montículo de leña. La mujer no tenía vecinos; ahí abajo sólo estaba su casa.
Reuben se inclinó entre los dos asientos delanteros y observó la casa mientras se encendían las luces.
—¿Esperamos a que se muera y entonces registramos la casa?
—¿Por qué no pruebas a echar un vistazo al interior por una ventana? —sugirió Annabelle.
—Iré con él —se ofreció Caleb.
—¿Por qué?
—Cuatro ojos ven mejor que dos.
Salieron de la furgoneta y se encaminaron a la casa, manteniéndose pegados a los árboles hasta alcanzar la vivienda. Entonces fueron directos al porche trasero agachándose.
Al cabo de cinco minutos ya habían vuelto a la furgoneta.
—Para que luego hablen de diamantes envueltos en papel de embalar —dijo Reuben.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Annabelle.
—Pues que el interior de la humilde morada de Shirley Coombs no pega con el exterior. Los muebles son de gama alta, en las paredes hay óleos auténticos de un par de artistas conocidos, alfombras persas en los suelos, y tiene una escultura que podría exhibirse en un museo.
—La secretaria del juzgado de este pueblecito está montada en el dólar —resumió Reuben.
—Pero no quiere que se sepa —comentó Annabelle—. Por eso tiene una casa que por fuera parece una birria. Además, seguro que no le gusta recibir visitas.
—Más bien estar rodeada de lujos —apuntó Caleb.
—Me gustaría ver el saldo de su cuenta corriente —dijo Annabelle.
—Y aun así sigue viviendo en este sitio —dijo Reuben—. ¿Por qué?
—Avaricia —aseveró Caleb—. Está haciendo algún tejemaneje aquí, algo en el juzgado, y le pagan por ello. Pero quiere más y no lo conseguirá si se marcha.
—Supongo que tienes razón, Caleb. Buena deducción. Ya me pareció una mujer avariciosa.
—La pregunta es: ¿sabemos si está relacionado con lo que le pasó a Oliver? Tal vez estemos perdiendo el tiempo con ella y, mientras tanto, Oliver podría encontrarse en un buen lío.
—Creo que está relacionado, Reuben —dijo Annabelle.
Por lo que me contó el sheriff, Oliver estuvo metido en todo esto. No me creo que en un pueblo pequeño como este haya dos secretos importantes que no guarden relación. Sea lo que sea lo que trama Shirley, tiene que estar relacionado con todo lo demás. Seguro. Es la única pista que tenemos.
Transcurrió una hora y luego otra más. Al final, Shirley salió de la casa. Vestía vaqueros, blusa de manga larga y zapatos planos, y llevaba una bolsa. Visto que se acercó a su coche dando tumbos, quedó claro que había bebido buena parte del vino comprado en la tienda.
—¿Va a conducir así, como una cuba? —dijo Caleb preocupado.
—Da marcha atrás, rápido —instó Annabelle.
Cuando Shirley salió por el camino de entrada, Caleb había situado la furgoneta detrás de unos arbustos. La siguió. Regresaron al pueblo y lo cruzaron. Al final tomó un desvío y condujo por un camino de tierra. Detuvo el coche delante de la caravana destrozada.
Salió del coche con la bolsa y se tambaleó hacia lo que quedaba de las escaleras para sentarse allí. Abrió la bolsa, sacó una botella de vino y bebió a gollete. Le sentó mal y acabó vomitando. Arrojó la botella a un lado y encendió un pitillo. Entonces rompió a llorar con la cabeza apoyada en las rodillas.
—¡Willie! ¡Oh, Willie! —sollozaba.
—¿Necesitas ayuda?
Shirley dio un respingo y vio a Annabelle. Se limpió la cara con la manga, la observó con recelo unos instantes y luego meneó la cabeza cansinamente.
—Nadie puede ayudarme. Ahora no. —Señaló los escombros que tenía detrás.
—¿Fue aquí donde tu hijo…?
Shirley asintió y dio una calada al cigarrillo.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —farfulló.
—Pasaba por aquí y he oído lloros. Lo lamento, Shirley, de verdad que lo lamento. Sé cómo te sientes. La sensación de pérdida y todo eso. —Annabelle se sentó a su lado en los escalones.
Shirley tiró la colilla y se frotó los ojos.
—Por lo de tu padre, ¿verdad?
—Sí. He hablado con todo el mundo y nadie ha sido capaz de ayudarme.
—Estaba intrigado por lo que le había pasado a Willie —dijo Shirley—. Vino a verme por eso.
—Ah, ¿sí? Pensaba que no habíais llegado a hablar.
—Te mentí —reconoció Shirley sin reparos—. No sabía quién eras y tal —añadió con vaguedad.
—Ya, lo entiendo.
Shirley se deslizaba las manos nerviosa por los muslos. Señaló al frente.
—Ahí en la oscuridad hay muchas cosas, no se ven hasta que es demasiado tarde.
—Ya. ¿De qué habló contigo?
—Me dijo que alguien había intentado matar a Willie. Dijo que le habían puesto algo en el Tylenol. Creo que pensó que había sido yo. Pero yo nunca le habría hecho eso a mi Willie. Incluso fui a su caravana una noche para ver qué pastillas tenía. Temía que alguien quisiera meterle algo malo en el cuerpo. Tu padre también lo pensaba. Y creía que había sido yo. Pero yo quería a mi niño.
Empezó a sollozar de nuevo y Annabelle la consoló con una mano en el hombro.
—Seguro que mi padre sólo intentaba ayudar.
La otra se secó los ojos y tomó aire fresco, serenándose.
—Eso lo sé ahora. Y tenía razón. Ahora estoy tan convencida de que alguien mató a Willie como de que estoy aquí hablando contigo.
—¿Sospechas de alguien en especial?
—Sospechas no me faltan, eso está claro. —A Shirley le temblaban las mejillas.
—¿Puedes contármelo?
—¿Para qué?
—Shirley, quien haya matado a Willie podría haber ido a por mi padre por intentar ayudarle.
—Claro, tiene su lógica, supongo. Oh, no sé. Es que ya no sé…
—Yo te ayudaré. Si confías en mí.
Shirley le cogió la mano.
—Dios mío, chica, ¿tienes idea de cuánto tiempo hace que no confío en nadie en este maldito pueblo?
—Confía en mí y te ayudaré. Te lo prometo.
Shirley miró hacia atrás, a los restos de la caravana.
—Cuando mi padre resultó enterrado en el derrumbe de la mina, todos quedamos hechos polvo. Las personas mueren, claro, pero lo normal es despedirse de ellas, enterrarlas como Dios manda. Pero no en el caso de un derrumbe. ¿Sabes lo que recibes? Una carta de pésame de la empresa escrita por un puto abogado para que ningún ejecutivo de la empresa diga algo que luego pueda utilizarse en su contra en un juicio. Ya sabes, admisión de responsabilidad y tal. Trabajo para un juez, conozco esas tácticas.
—Por supuesto, es terrible —dijo Annabelle mientras seguía cogiéndola con fuerza de la mano.
—La empresa minera no pensaba hacer nada, así que el resto de los mineros se juntaron y cavaron un pozo paralelo allí arriba con la intención de llegar hasta donde estaban atrapados sus compañeros. Trabajaban día y noche, con material que pidieron prestado. Esto sucedió mucho antes de la época de internet y muchos de los hombres que había allí arriba ni siquiera tenían tele ni nada, y no había ningún furgón de noticias que emitiera vía satélite, ni nada de lo que se ve ahora por todas partes cuando los famosos se emborrachan y van a juicio. O sea que nadie sabía lo que estaba pasando realmente. Mi madre, el resto de las mujeres y yo montamos una cocina y una lavandería y teníamos camas plegables para los hombres que estaban cavando. Y mira que llegaron a cavar. Abrieron un pozo muy hondo y estaban a punto de llegar cuando se produjo una explosión en el otro pozo. Probablemente a causa del metano. A mi padre y los demás se les cayó encima media montaña. Después de eso no hubo nada que hacer. Todos sabíamos que habían muerto. Era imposible sobrevivir a tamaña explosión. Así que lo taparon y construyeron una puta prisión encima. Menuda lápida le fueron a poner a mi padre.
»Y cuando Josh, mi marido, consiguió un trabajo allí, no me gustó ni un pelo. Pero, como él decía, era la cárcel o las minas. Además, yo no quería que cavara para obtener el mismo mineral negro que había matado a mi padre. Así que le tocó trabajar en prisión. Quiso conseguirle un puesto a Willie allí, pero el chico prefirió la mina. Josh le estaba presionando para que lo dejara cuando lo mataron.
—Dijiste que fue un accidente…
Shirley soltó un bufido.
—¿Accidente? Sí, fue tan accidente como esto. —Señaló los restos de la caravana.
—¿Insinúas que tu marido fue asesinado? ¿Por quién? ¿Por qué?
Shirley la miró de hito en hito.
—No tendría que contarte estas cosas. No debería contárselo a nadie. Pero hace años que me quema en el estómago.
—Sólo quiero ayudar. Y encontrar a mi padre. Has perdido a tu hijo y tu marido. Shirley, ya va siendo hora de que se sepa la verdad. —«Vamos, mujer, desembucha».
—Así es. Lo sé en lo más profundo de mi corazón.
—Entonces también sabrás que tienes que contármelo.
Shirley respiró hondo.
—Estoy tan cansada… Y esto se ha desmadrado demasiado.
—Por favor, Shirley.
Al final, dio la impresión de que Shirley enfocaba los ojos enrojecidos al mirar hacia la noche oscura.
—Recibimos continuos cargamentos en el juzgado. Montones de cajas. Pero el manifiesto y las cajas nunca coinciden.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que si en el manifiesto pone que hay cincuenta cajas, sólo aparecen treinta.
—¿Sabes por qué?
—Yo no husmeo en lo que no me incumbe.
—No soy policía, Shirley. Lo único que quiero es encontrar a mi padre.
—He sido pobre toda la vida. Ahora se ve que el pueblo es próspero. Todo el mundo está contento. ¿Por qué no iba yo a aprovecharme? Ya me entiendes.
—Te entiendo. Es justo.
—Claro que lo es. Yo quería ir a la universidad. Mi hermano lo consiguió pero yo no. No teníamos dinero suficiente.
—Claro —dijo Annabelle pacientemente.
Shirley recogió la botella y tomó otro trago de vino. Daba la impresión de que ni siquiera era consciente de la presencia de Annabelle. Parecía estar hablando sola.
—¿Y se supone que yo tenía que saber que iban a matar a Josh cuando fue a cazar ciervos? Rory sólo me dijo que le hiciera ir y que luego le llamara. Y eso es lo que hice. ¿Cómo iba a saberlo, joder?
—Era imposible saberlo. Pero ¿y esas cajas? —insistió Annabelle.
—Aquí hay un grave problema de drogadicción. La gente es capaz de cualquier cosa para conseguir la dosis.
—¿Eso contienen las cajas? ¿Drogas?
«Si Oliver ha topado con una red de narcotráfico, probablemente ya esté muerto. Y si no lo está, quizá no le quede mucho tiempo». —Pastillas que requieren receta. Generan un montón de dinero en metálico.
—¿Cómo las trasladan? Me refiero a las cajas que faltan.
Shirley encendió otro cigarrillo y miró a Annabelle con expresión astuta.
—Niña, tenemos muchos mineros drogadictos que van a recibir su dosis de metadona a la clínica todas las mañanas antes de entrar al turno de las siete en las minas.
—Vale. Pero ¿qué relación tiene eso con todo lo demás?
—Se ponen en camino a eso de las dos. Lo sé porque los he visto. Se tarda menos de una hora en cubrir el trayecto y un minuto en recibir la dosis. Si alguien les pregunta por qué van tan temprano, contestan que no pueden dormir y que van a la clínica y charlan. Pero no es así. Lo que pasa es que esas cajas son transportadas muy lejos de aquí y se dejan en lugares preestablecidos.
—Vale, pero ¿dónde las recogen? —«Quizás Oliver lo descubrió y fue allí».
Shirley se puso en pie y bajó por los escombros ennegrecidos tambaleándose hacia el coche.
—Shirley, ¿adónde vas?
—Me largo de aquí. Estoy harta de Divine. Tenía que haberme marchado hace mucho tiempo.
Annabelle corrió tras ella y la agarró por el hombro.
—Por favor, Shirley, es mi padre. Por favor. Es lo único que me queda.
—Ya he hablado demasiado. El alcohol me suelta la lengua.
—¿No puedes decirme nada? Lo que sea. Al menos para que sepa por dónde buscar.
Shirley vaciló y luego miró la caravana destrozada antes de volver a mirar a Annabelle.
—Vale. Pero tendrás que esforzarte.
—De acuerdo.
—¿Dónde le ponen al tejedor las orejas de burro?
Annabelle se quedó perpleja.
—¿Cómo?
Shirley soltó una risotada de borracha.
—Ya te he dicho que tendrás que esforzarte. Si tantas ganas tienes de encontrar a tu padre, ya se te ocurrirá la manera.
Se dirigió al coche haciendo eses y subió.
—¿Estás en condiciones de conducir?
Shirley asomó la cabeza por la ventanilla.
—Joder, niña, he conducido borracha desde los trece años.
Shirley se largó y Annabelle corrió hacia la furgoneta para contar las novedades. Caleb había aparcado detrás de unos árboles carretera abajo. Al llegar, se encontró con cuatro hombres esperándola, en vez de dos. Y los recién llegados iban armados.