Stone y Knox permanecieron atados durante casi seis horas, que pasaron durmiendo. A los guardias que fueron a buscarlos para devolverlos a la celda pareció disgustarles que hubieran soportado tamaño suplicio con aparente facilidad.
Volvieron a ponerles el mono naranja y les llevaron a la celda. Ambos tuvieron que demostrar un autocontrol considerable ante las pullas de los guardias. Knox se mordía el labio mientras Stone se limitaba a mirar al frente sin pestañear. Si tenía paciencia, ya se le presentaría una oportunidad.
Al cabo de una hora volvieron a someterlos a un registro integral. Luego les pusieron grilletes y los condujeron al comedor, donde los soltaron para que pudieran comer.
A Knox le gruñía el estómago cuando se sentaron a una mesa. Observaron el mar de presos que había a su alrededor. Haciendo un cálculo rápido, Stone contó casi quinientos, cuyas tres cuartas partes eran negros, mientras que todos los guardias eran blancos.
Algunos reclusos les devolvieron la mirada con una gama de expresiones que iban de la curiosidad a la indiferencia, pasando por la hostilidad.
Sólo unos pocos hablaban. La mayoría se concentraba en la comida. Knox bajó la mirada cuando le sirvieron el plato.
Luego le dijo a Stone:
—Me pregunto si tendrán un buen cabernet para acompañar esta bazofia.
—Sentido del humor, Knox, así me gusta. Ayuda a que el tiempo pase más rápido. ¿Qué ves aquí? —Señaló a la población de reclusos.
—Unos pobres desgraciados igual que nosotros, aunque la diferencia es que nosotros no hemos cometido ningún delito. Rectifico: yo no he cometido ningún delito.
Stone tomó un bocado con una cuchara de poliestireno flexible, el único utensilio que les suministraban.
—Habías visto el interior de una cárcel antes, ¿verdad?
—Sí, pero no como recluso.
—¿Y ves alguna diferencia? Piénsalo.
Knox miró alrededor.
—Pues parece un grupo bastante modosito, teniendo en cuenta que son la escoria de la sociedad.
—Eso es. Subyugados, apaleados, asustados. ¿Algo más?
Knox observó al grupo que tenía más cerca. Cuatro hombretones negros comían despreocupadamente sin siquiera mirarse entre sí.
Knox los observó de reojo para seguir sus movimientos aletargados y mirada vidriosa.
—¿Y drogados?
—Y drogados, exacto. Ya sabemos que tienen pastillas más que suficientes para eso.
—¿Crees que es aquí dónde traen las remesas de pastillas?
—No. Ese material es para vender en la calle, probablemente en Nueva York, Filadelfia, Boston, Washington y otras grandes ciudades de la costa Este. Seguramente utilizan un poco de excedente para dejar groguis a estos tipos.
—¿Drogan a los presos contra su voluntad? Eso debe de vulnerar un millón de derechos.
De repente Stone se agachó y empezó a comer sin pausa. Como intuyó el motivo, Knox lo imitó. Los pasos se acercaron a ellos por detrás y se detuvieron.
—Manson, ¿los nuevos presos se están adaptando a la rutina? —preguntó Howard Tyree al guardia fornido que lo acompañaba.
Ni Stone ni Knox alzaron la mirada.
Manson llevaba un parche en el ojo derecho. Y Stone sabía por qué. Él mismo le había destrozado el ojo con la hebilla del cinturón.
«La situación mejora por momentos».
—Requieren un esfuerzo extra, pero los pondremos en vereda, señor.
Stone observó cómo Manson abría y cerraba los dedos mientras lo contemplaba con el ojo sano. El hombre no ocultaba sus intenciones homicidas. Desenfundó la porra y apretó la punta contra el carrillo de Stone.
—Este necesitará un esfuerzo extra, pero conseguiremos que se adapte a nuestras costumbres.
—Bien hecho —asintió Tyree.
Cuando Manson retiró la porra lo hizo de tal manera que le rasguñó la mejilla. Empezó a sangrar, pero Stone no hizo ademán de limpiársela.
—Ya sabéis que en la mayoría de las cárceles de máxima seguridad, los presos comen en su celda y el tiempo de esparcimiento se pasa en solitario. Pero aquí en Blue Spruce somos un poco más liberales. —El alcaide escudriñó el recinto, donde reinaba un silencio sepulcral—. Aquí permitimos que nuestros reclusos disfruten de algunas libertades. Una buena comida en compañía, un poco de camaradería.
Tyree apoyó una mano en el hombro de Stone y se lo apretó ligeramente. Stone habría preferido la mordedura de aquellas serpientes antes que el contacto repulsivo de aquel hombre. Sin embargo, no se inmutó y Tyree acabó por soltarlo.
—Y debido a nuestra compasión y comprensión sobre asuntos como ese —continuó—, tarde o temprano aprenden nuestras costumbres. Pero me consta que a veces el camino resulta tortuoso.
Siguió su recorrido rodeado de varios guardias, mientras los presos clavaban la vista en el plato, como si fuera la comida más exquisita que hubieran probado en su vida.
«Estos tíos no sólo están drogados sino cagados de miedo —pensó Stone—, porque saben que este cabrón puede matarlos cuando le venga en gana. A mí también puede matarme, y probablemente lo haga. A no ser que Manson o el otro guarda capullo me pille antes por banda».
No se limpió la sangre con la servilleta hasta que Manson y Tyree se marcharon del comedor.