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Ingresar oficialmente en Dead Rock implicaba levantarse los genitales y colocarse inclinado hacia delante con las nalgas expuestas mientras un grupo de hombres y una mujer inspeccionaban esas partes. La mujer también grababa el acto en vídeo, lo cual añadía una dignidad considerable a la situación. Una vez concluido el registro de las cavidades corporales, procedimiento que dejó a los ya maltrechos Stone y Knox con los labios sanguinolentos tras habérselos mordido para mitigar el dolor, les raparon la cabeza.

Stone oyó decir a un guardia que era para evitar la transmisión de piojos mientras otro bromeaba diciendo que quizá llevaran un arma escondida en las raíces del pelo.

Desnudos, se agacharon en un rincón mientras unos funcionarios les restregaban con cepillos rígidos que parecían tener cerdas de acero. Después los arrollaron con el chorro de agua de una manguera de incendios con tal fuerza que quedaron clavados contra la pared como hormigas a merced de una manguera de jardín.

Finalmente, vestidos con monos naranja, esposados y con grilletes, los llevaron por un pasillo de piedra hasta una celda. Los guardias portaban pistolas inmovilizadoras, deseosos de tener un motivo para soltarles una buena descarga de voltios. La puerta de la celda era de acero macizo, con un grosor de cinco centímetros con una ranura para pasar la comida y poner y quitar las esposas en la mitad inferior y un pequeño ventanuco en la superior. Los hicieron entrar de un empujón, les quitaron los grilletes, cuyos eslabones dentados dejaban la carne al rojo vivo, y luego cerraron la puerta y echaron el cerrojo ruidosamente.

Knox y Stone se desplomaron uno junto al otro y recorrieron con mirada apática aquel espacio de 2,5 metros por 3,50. Había un inodoro y un lavabo de acero atornillados al suelo sin empuñaduras que pudieran utilizarse como armas. También había una plancha de acero que hacía de mesa y dos más en la pared, cada una con un delgado colchón de gomaespuma y una almohada. Una rendija vertical de doce centímetros en el bloque de hormigón y pared reforzada constituían la única ventana. Estaba tapada de forma que no se viera el exterior.

Durante la media hora siguiente, los hombres gimieron, se quejaron y se frotaron los cardenales, cortes y golpes que tenían en el cuerpo.

Al final, Knox se sentó contra la pared, se soltó con el dedo una muela que le bailaba en la boca y miró a Stone.

—Vaya, nos han escamoteado las garantías procesales.

—Cada vez están menos de moda —repuso Stone mientras se frotaba la inflamada zona lumbar.

—Me sorprende que nos hayan puesto juntos. Creía que nos separarían.

—Nos han puesto juntos porque les da igual lo que hablemos.

—¿Te refieres a que nunca saldremos de aquí?

—En realidad no existimos. Pueden hacer lo que quieran. Y se cargó a un hombre delante de nosotros. Eso demuestra que no espera que prestemos testimonio en un futuro próximo. ¿Crees que la celda está pinchada?

—Dudo que les importemos tanto, pero vete a saber.

Stone se le acercó y bajó la voz a un susurro, además de golpear la pared con los zapatos para entorpecer una eventual vigilancia acústica.

—¿Existe alguna posibilidad de que tu agencia te encuentre?

Knox se sumó al golpeteo de la pared.

—Siempre existe esa posibilidad. De momento es la única que tenemos. No obstante, aunque me encontraran, aquí hay muchos sitios donde podrían escondernos. No existimos.

—Y por tanto podrían matarnos en cualquier momento. Si no existimos, tampoco podemos morir. ¿Quién te mandó tras mis pasos?

—Supongo que sonaría tonto decir que es información confidencial, dadas las circunstancias. Macklin Hayes.

Stone esbozó una sonrisa.

—Tiene su lógica.

—Estuviste a sus órdenes.

—Si quieres llamarlo así…

—¿Cómo debería llamarlo?

—No estuve a sus órdenes. Sobreviví a sus órdenes.

—No eres el primero que me lo dice.

—Lo contrario me sorprendería.

—Te merecías esa medalla. ¿Por qué no te la dieron?

Stone se sorprendió.

—¿Cómo te has enterado de eso?

—Investigué un poco. Protagonizaste toda una gesta.

—Cualquier soldado de mi compañía habría hecho lo mismo por mí.

—Eso no te lo crees ni tú. Yo también estuve allí. No todos los soldados son iguales. Así pues, ¿por qué no te la dieron? Revisé el papeleo. El trámite se atascó en Hayes.

Stone se encogió de hombros.

—No he reflexionado mucho al respecto.

—Hiciste algo que lo cabreó, ¿verdad?

—Si así fuera, ahora da igual, ¿no?

—Cuéntamelo.

—Ni hablar.

—Vale, pasemos al siguiente punto. Sé que mataste a Gray y Simpson.

—Felicidades.

—¿Es una confesión?

Stone aumentó la intensidad del golpeteo.

—Ahora tenemos que encontrar una manera de salir de aquí. De lo contrario, bien poco importará lo que hice o dejé de hacer.

—De acuerdo, soy todo oídos —dijo Knox.

—Si escapamos, ¿qué piensas hacer?

—¿Respecto a qué?

Stone lanzó destellos de ira.

—Lo sabes perfectamente. Qué piensas hacer conmigo.

—Así, a bote pronto, diría que cumpliré mi misión y te entregaré.

Stone asintió.

—Vale. Ahora sabemos a qué atenernos.

—Cuéntame qué sucedió para que acabáramos aquí.

Stone lo hizo. Al cabo de media hora había terminado, aunque los dos seguían tamborileando en la pared con los zapatos.

—¡Mierda! —exclamó Knox—. No bromeabas cuando dijiste que te habías equivocado al escoger pueblo para esconderte. —Se frotó un corte que tenía en la sien—. Por cierto, hablé con tus amigos.

—¿Qué amigos?

—Ya sabes cuáles.

—¿Están bien? Dime la verdad. —Stone lo miró de hito en hito.

—No les hice nada. Y, que yo sepa, están bien.

—No saben nada y no hicieron nada. Si conseguimos salir de esta, quiero que conste en el informe. Ellos no tienen nada que ver con esto.

—De acuerdo. —Se acercó más a Stone y le susurró al oído—: Pero de todos modos han conseguido seguirme hasta aquí.

—¿Estás seguro? ¿Les has visto?

—No exactamente, pero seguro que eran ellos. Al menos la chica está por aquí. Susan, aunque seguro que no se llama así. Se inventó una historia en un restaurante de la zona y por su culpa casi me dan una paliza.

—Si es así, lo hizo por la amistad que la une a mí. Déjala en paz. Ya me tienes a mí.

—¿Crees que podrían averiguar que hemos acabado aquí?

—No lo sé. Ni siquiera yo acabo de creerme que estemos aquí.

Knox golpeó la pared con la mano.

—¿Cómo crees que manejan una red de narcotráfico desde una prisión de máxima seguridad?

—Todavía no lo tengo muy claro. Desde luego, no tienen que preocuparse por posibles testigos. Cuentan con un público «entregado».

—Y es posible que los presos ni siquiera lo sepan. Pero supongo que todos los guardias están metidos en esto.

—No tiene por qué ser así —repuso Stone con expresión pensativa.

—¿Por qué?

—Conozco el caso de un guardia que trabajaba aquí. Murió en un accidente de caza de ciervos que tuvo muy poco de accidente. Se llamaba Josh Coombs y creo que descubrió por casualidad lo que se cuece aquí y pagó por ello.

—¿Coombs? Es el apellido de las víctimas de la explosión.

—Sí. Willie sabía que Debby Randolph no se había suicidado. Su madre está metida en esto, estoy convencido. La utilizaron para que intentara matarlo con una sobredosis. Cuando el intento fracasó, se decantaron por un artefacto explosivo de fabricación casera.

—¿Una madre que mata a su propio hijo?

—En un pueblo llamado Divine, sí.

La puerta de la celda recibió un golpe tremebundo. Los dos hombres se pusieron en pie tambaleándose y retrocedieron.

—¡Callaos de una vez! —gritó un hombre al otro lado de la puerta.

—Vale, ya nos callamos —dijo Knox.

—He dicho que os calléis, capullos.

Knox y Stone se quedaron mirando la puerta.

—Una palabra más y os arrepentiréis.

Silencio.

—Vale, os lo habéis ganado. Acercaos a la ranura de la puerta, daos la vuelta y pasad las manos por la ranura.

Ambos intercambiaron una mirada. Stone fue el primero en obedecer. Lo esposaron con dureza y se cortó la muñeca con el borde de la ranura. Knox fue el siguiente.

—Ahora apartaos de la puerta —ladró la voz.

Retrocedieron hasta el fondo de la celda.

La puerta se abrió y lo que sucedió a continuación se convirtió en una imagen borrosa.

Cinco hombres con chalecos antibalas y mascarillas irrumpieron en la celda armados con dos gruesos escudos de plexiglás. Golpearon a Knox y Stone con dureza y los empotraron contra la pared de piedra. Les rociaron espray de pimienta en los ojos y los dejaron paralizados con los disparos de una taser. Ambos cayeron al suelo y desearon arrancarse los ojos, pero con las extremidades rígidas por el electrochoque y las manos esposadas, aquella opción era impracticable. Los desnudaron, los alzaron en volandas y los llevaron pasillo abajo. Los arrojaron en la ducha y los azotaron con potentes chorros de agua que, al menos, les mitigaron la agonía del espray en los ojos.

Luego los trasladaron a una sala provista de dos camastros de acero cubiertos de orines y heces. Los estamparon contra aquellos catres duros y los sujetaron por cinco puntos. Antes de marcharse, los guardas volvieron a dispararles con la taser.

—¿A qué coño viene esto? —alcanzó a gritar Knox mientras la corriente hacía estragos en su cuerpo.

Un guardia con un galón en la manga le asestó un puñetazo en la boca.

—Por no obedecer las órdenes. Esta cárcel no es como las demás, abuelo. Esto es Dead Rock. No sé de qué trullo has salido, pero aquí no hay avisos que valgan. Ningún puto aviso. Y para que te enteres, puedo darte con la taser cuando me dé la puta gana, incluso si estoy de malhumor porque la parienta no me la ha chupado o porque el perro se ha cagado en la alfombra.

—Soy agente de la CIA.

—Ja. Eh, tíos, aquí tenemos a un espía. Seguro que tu amigo es del KGB.

Se acercó al otro catre y golpeó a Stone en la cara.

—¿Eres del KGB, abuelete? —Bajó la mano enguantada a la entrepierna de Stone y se la apretó—. Te he hecho una pregunta.

Stone se limitó a observarle los rasgos a través de la máscara transparente. Y de repente lo reconoció. Era uno de los bateadores que habían apaleado a Danny. Era el tercero, el cobarde que había huido corriendo, aunque Stone había conseguido darle en la espalda con un bate.

—¿Tus colegas saben que los dejaste tirados? —dijo con voz queda cuando el efecto de la descarga disminuyó.

El guardia soltó una risita nerviosa bajo la mirada penetrante de Stone, observó a los otros guardias y apartó la mano. Cuando se disponía a marcharse con el resto de los guardas, Stone consiguió girar la cabeza lo suficiente, a pesar de las correas, para seguir mirándolo. Entonces cerraron la puerta.

—Supongo que intentan desmoralizarnos —gimió Knox.

—Tendrán que esforzarse más.

—¿Eso crees?

—Sí, eso creo. —El deje de su voz hizo que Knox le lanzara una mirada.

—¿Fuiste prisionero de guerra alguna vez?

—Seis meses. Lo cierto es que este sitio es casi acogedor, comparado con las comodidades que ofrecía el Vietcong. Allí lo único que tenía era una especie de foso con una sábana encima, palizas siempre que les apetecía, junto con unas técnicas de interrogatorio que hacen que los simulacros de ahogamiento parezcan un día de pesca. Y la comida que nos lanzaban una vez al día no la hubieran comido ni los perros.

—Pero es que ya no tenemos veinte años, Carr.

—Llámame Oliver. Carr está muerto.

—Vale, pero aun así no tenemos veinte años.

—Todo está en la cabeza, Knox. Si creemos que no podrán hundirnos, nunca lo conseguirán.

—Sí, ya —repuso el otro, poco convencido.

—¿Tienes familia?

—Hijo e hija. El chico está con los marines en Irak. Mi hija es abogada en Washington D. C.

—Yo tenía una hija, pero murió. ¿Y tu mujer?

—También murió.

—Como la mía. ¿Lo tuyo ocurrió en Brunswick, Georgia? ¿Tu mujer se llamaba Claire?

Stone no dijo nada.

—Un tío llamado Harry Finn me contó que Simpson reconoció haber hecho que la mataran —añadió Knox—. Que había ordenado un ataque de la CIA contra ti y tu familia.

Stone contempló el techo, flexionando las extremidades lentamente contra las gruesas correas de cuero.

—Harry es un buen tipo. Sabe cubrir las espaldas a los demás —dijo por fin.

—Siento lo de tu familia… Oliver.

—Duerme un poco, Knox. Vas a necesitarlo. —Y Stone cerró los ojos.

Al cabo de unos minutos, Joe Knox, exhausto, hizo lo mismo.