Stone y Knox estaban sentados en una habitación de bloques de cemento sin ventanas pintada de gris, esposados a unas sillas de metal atornilladas a un suelo de losas. Llevaban allí cuatro horas y hacía tanto frío que ambos tiritaban. Se sobresaltaron cuando la puerta se abrió con brusquedad y el grupo irrumpió en la estancia. Eran cinco, todos con un uniforme azul y armados con pistolas y porras que colgaban de sus gruesos cinturones. Formaron un semicírculo humano detrás de los prisioneros, con los brazos cruzados sobre el ancho pecho.
Stone y Knox estaban tan pendientes de este pequeño ejército que no advirtieron que entraba otro hombre hasta que cerró la puerta.
Cuando Stone se giró para mirar al recién llegado, dio un respingo.
Era Tyree. Pero no era Tyree. En todo caso, no Lincoln Tyree. Era una versión más baja y rechoncha del mismo hombre.
Stone cayó en la cuenta: Howard Tyree, el hermano mayor, el alcaide de la prisión. Llevaba un polo azul marino, pantalones caqui bien planchados y mocasines con borlas; unas gafas de montura metálica adornaban su rostro perfectamente afeitado. No se parecía en nada al alcaide tipo rottweiler de una prisión de máxima seguridad. Parecía un vendedor de seguros que dedicaba sus vacaciones a jugar al golf.
—Buenos días, caballeros —dijo.
A Stone se le cayó el alma a los pies: era la voz que había oído al llamar desde el teléfono de Danny. Él y el sheriff tenían una voz casi idéntica. «¡Maldito hijo de puta!». Los otros hombres se habían puesto firmes en presencia de Tyree. Se sentó detrás de una pequeña mesa situada frente a Stone y Knox. Tenía una carpeta en la mano. La abrió y leyó el contenido.
Al cabo de un minuto, se quitó las gafas y miró a Stone.
—Anthony el Carnicero, autor de tres asesinatos, suficientemente afortunado de haberlos cometido en un estado que no cree en la pena capital. Por eso te cayó cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, en vez de la ejecución que tanto te merecías. Has pasado por cuatro correccionales distintos a lo largo de los últimos doce años, incluyendo la prisión de máxima seguridad de Arkansas, visto que tienes problemas para controlar la ira. —Bajó la mirada al expediente—. Y un problema de falta de respeto a la autoridad.
Stone miró a Knox y luego otra vez a Tyree. La furia por aquel atropello bullía en su interior inconteniblemente. Stone sabía que no debía, pero fue incapaz de morderse la lengua.
—¿Cuánto cuesta uno de esos guiones, Howie? Deben de resultar muy útiles en tu profesión.
El alcaide dio un golpecito en la mesa con el pulgar y uno de los guardas le tendió la porra y una toalla, junto con una correa elástica. Tyree se levantó, se tomó su tiempo para envolver la toalla en el extremo de la porra y sujetarla con la correa.
Al cabo de unos segundos, Stone estaba caído de lado en la silla con un reguero de sangre en la cara magullada.
Tyree volvió a sentarse después de soltar la porra ensangrentada en la mesa. Se puso a mirar los papeles tras secarse meticulosamente una mota de sangre de Stone de las gafas con un pañuelo impoluto.
—Con la toalla no deja mucha marca —murmuró con desenfado—. Aquí nos resulta útil para mantener la disciplina. Los presos tienen demasiado tiempo para quejarse de nimiedades.
Fue pasando varias páginas más del expediente y luego señaló a Knox.
—Eres Richard Prescott, también conocido como Richie Patterson del gran estado de Misisipí. Mataste a dos personas en un atraco a mano armada en Newark hace veintiún años y a una más desde que entraste en el sistema de correccionales. En tu estado ya no te querían, por lo que ahora serás nuestro huésped para el resto de tus días. —Pronunció aquella parrafada como si estuviera dictando una conferencia tediosa ante alumnos de primer año de carrera.
—Me llamo Joseph P. Knox y soy miembro de la CIA. Y dentro de unas veinticuatro horas habrá aquí un ejército de federales, y antes de que os deis cuenta, vosotros, capullos, seréis los que os pudriréis en una prisión de máxima seguridad.
Tyree golpeó a Knox con la porra con tal fuerza que la silla se soltó de la base y él cayó inconsciente en el suelo de loseta.
El alcaide cerró la carpeta.
—Ponedlos de pie.
Los guardias los desengancharon de las esposas de la silla y los incorporaron a la fuerza.
Tyree miró a Knox, inconsciente.
—Despiértalo, George. Tiene que escuchar esto —dijo con tono desganado.
Le vaciaron un cubo de agua en la cara. Jadeando, el de la CIA volvió en sí y escupió agua junto con su propia sangre.
Tyree esperó a que Knox recuperara el aliento y entonces caminó delante de ambos con las manos a la espalda.
—Estamos en la Prisión de Máxima Segundad Blue Spruce, situada cerca de Divine, Virginia. Es distinta de cualquier otra prisión que conozcáis, caballeros. Me llamo Howard W. Tyree y tengo el honor de ser el alcaide de este centro excepcional. Aquí recibimos reclusos de todas partes que tienen problemas de adaptación a la vida entre rejas, o sencillamente problemas en general. Las otras cárceles os envían aquí porque la especialidad de Blue Spruce es solucionar problemas. Aquí nunca hemos tenido disturbios ni, huelga decir, fugas. Somos una organización profesional. Siempre y cuando cumpláis las normas, no tendréis motivos para preocuparos de vuestra integridad física por culpa de otros presos, ni de los buenos guardias que custodian este lugar.
Stone y Knox goteaban sangre en el suelo mientras Tyree hablaba. Chasqueó con impaciencia los dedos hacia uno de sus hombres, que rápidamente la limpió con la toalla de la porra.
—La fuerza sólo se emplea cuando es estrictamente necesario. Os lo demostraré para que quede claro.
Dejó de caminar de un lado a otro y se puso frente a los dos hombres.
—Si un preso no obedece en el acto la orden de un guardia, se puede emplear y se empleará este nivel de fuerza.
Tyree le cogió la porra al guardia y golpeó con el extremo a Stone en el vientre, que se dobló y vomitó lo poco que le quedaba en el estómago antes de desplomarse en el suelo.
El alcaide continuó tan tranquilo.
—Por favor, tened en cuenta que en Blue Spruce, a diferencia de otros correccionales, no es preceptivo realizar advertencias de ningún tipo a los internos y, normalmente, no se hacen. El comportamiento inadecuado de un recluso tiene represalias inmediatas. —Hizo una pausa para permitir que levantaran a Stone, que seguía teniendo arcadas y jadeando.
»Si un preso insulta a un guardia —prosiguió con la lección—, entonces se empleará este nivel de fuerza.
Arremetió contra Knox, lo tiró al suelo y le presionó la porra contra la garganta hasta que empezó a ponerse azulado y tener espasmos por asfixia.
Tyree se incorporó, le lanzó la porra a uno de los guardias y levantaron a Knox, que tenía arcadas.
—Si un preso amenaza con causar daños materiales y/o agrede físicamente a un guarda, se puede emplear y se empleará fuerza letal sin advertencia previa.
El alcaide asintió a uno de sus hombres, que sacó la pistola y se la entregó. Comprobó que hubiera una bala en la recámara, quitó el seguro, alzó el arma y apuntó a Stone en la cabeza.
—¡Joder! ¡No! —gritó Knox con la boca destrozada.
La puerta se abrió e hicieron entrar a un negro alto con la cara hinchada y ensangrentada; llevaba grilletes en manos y piernas, lo cual le obligaba a arrastrar los pies. Los guardias lo empotraron contra una pared que tenía unos paneles de un material correoso lleno de protuberancias y lo apartaron.
—Este hombre ha atacado a un guardia hace apenas cinco minutos —explicó Tyree—. Ha considerado que ser apaleado por hacer un gesto obsceno con el dedo a uno de mis hombres, que ha hecho una broma tonta sobre su mamaíta, suponía una violación de sus derechos civiles.
Y a continuación giró la pistola y disparó al negro en la cabeza. Se desplomó en el suelo con un orificio de salida en el cogote. Una parte de los sesos junto con la bala quedaron empotrados en la pared de caucho de atrás, produciendo otra protuberancia.
—Y fue abatido mientras intentaba huir escudándose en un rehén, todo lo cual quedará debidamente documentado para las inspecciones reglamentarias.
Tyree devolvió la pistola y siguió paseándose.
—Básicamente, estas son las normas. Son pocas y sencillas para que no os cueste recordarlas y cumplirlas. Tened en cuenta que aquí no gozaréis de intimidad, derechos, dignidad o expectativas de nada, aparte de lo que os digamos que podéis tener. En cuanto entrasteis en este centro dejasteis de ser seres humanos. Debido a los crímenes que cometisteis contra la humanidad, habéis renunciado a todo derecho de ser considerados seres humanos. Ningún guardia de esta prisión tendrá reparos en poner fin a vuestra vida en cualquier momento y por el motivo que sea. Ahora procederemos a realizar vuestro ingreso oficial en nuestra población reclusa. Si no causáis problemas, puedo garantizaros que aquí pasaréis vuestra vida con relativas tranquilidad y seguridad, aunque no sé cuánto durará esa vida. Los centros de máxima seguridad son, por naturaleza, lugares peligrosos. Por supuesto, nosotros haremos todo lo que esté en nuestra mano para garantizar vuestra seguridad, pero no hay garantías. —Hizo una pausa—. Bienvenidos a Dead Rock, caballeros. Lo que sí os aseguro es que vuestra estancia entre nosotros no será grata.