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Annabelle bajó la mirada hacia el teléfono, que vibraba.

—¿Quién coño me llama a estas horas?

—¿Reuben, quizá? —sugirió Caleb mientras conducía.

—No. No reconozco el número. —Abrió el teléfono—. ¿Sí?

—¿Annabelle? ¿Qué tal va?

—¿Qué coño quieres? —espetó.

—Yo también me alegro de oírte —dijo Alex Ford en tono agradable.

—Tengo mucho trabajo, Alex.

—Ya lo imagino.

—Un momento. ¿Desde dónde llamas? No he reconocido el número.

—Desde una cabina.

—¿Por qué una cabina?

—Porque creo que el teléfono de mi casa, el móvil y el del trabajo están pinchados.

—¿Y eso por qué? ¿Knox sigue dándote la lata?

—Por eso llamo. He recibido una llamada desesperada de Melanie, la hija de Knox. Es abogada en Washington. Su padre ha desaparecido.

—No, no ha desaparecido. Busca a Oliver y nosotros le pisamos los talones.

—¿Y dónde está pasando todo eso?

—En el quinto pino del sudoeste de Virginia. Así pues, ya puedes decirle a la pequeña Melanie que su papá está bien. Por lo menos de momento.

—Eso no es todo. Su casa estaba patas arriba. Alguien la allanó para buscar algo, y no me refiero a un robo normal y corriente. Y encima he recibido la visita del egregio Macklin Hayes.

—No me suena de nada.

—No hay motivos para que te suene. Es un ex general del ejército con tres estrellas que se ha pasado al sector de la inteligencia. Tiene la misma fama que Carter Gray, pero más siniestro y malvado. Además, es el jefe de Knox y no sabe dónde está su hombre, lo cual significa que Knox va por libre.

—¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—No sería de extrañar si ha descubierto algo que le hace sentirse incómodo acerca del fondo de este asunto. No creo que Knox sea un asesino. Es rastreador, y si Hayes lo ha puesto a seguir a Oliver, debe de ser el mejor. Lo que parece claro es que cuando Knox encuentre a Oliver y lo comunique a Hayes, este enviará su artillería Hayes para que acabe el trabajo.

—¿Qué puede haber averiguado Knox que le haya hecho ir por libre?

—Ni idea. ¿Os falta mucho para encontrar a Oliver?

—Es difícil de saber. Hemos reducido la búsqueda a cuatro pueblos de por aquí. Ya hemos investigado en dos y ahora nos dirigimos al tercero.

—¿Caleb y Reuben están contigo?

—Por supuesto. Somos el Camel Club, ¿recuerdas?

—O lo que queda de él.

—Sí, parece que los componentes van cayendo como moscas. Claro, algunos deciden marcharse y a otros no les quedó más remedio.

—Annabelle, intento ayudar, ¿vale? Corro un gran riesgo por el mero hecho de hablar contigo sobre este asunto.

—Nadie te ha pedido que corras riesgos, Alex. Vuelve a tu bonito y seguro trabajo federal.

—¿Por qué será que me cabreas tanto?

—¿Por mi personalidad infantil?

—Vale. Ten en cuenta esto, infanta: si Knox va por libre, entonces a ojos de Hayes se ha convertido en un objetivo, igual que Oliver. Hayes se cargará a los dos y a cualquiera que se interponga en su camino.

—Nosotros tres estamos dispuestos a correr ese riesgo.

—Ya sé que tú sí, pero ¿te has molestado en preguntar a los otros dos?

—No hace falta que pregunte. El hecho de que estén conmigo es una respuesta. A diferencia de otras personas…

Caleb lanzó una mirada nerviosa a Annabelle.

—De acuerdo, pero no digas que no te he advertido.

—Sí, gracias por tu ayuda. —Colgó y tiró el teléfono al suelo.

—Deduzco que la conversación no ha ido demasiado bien —dijo Caleb.

—Podría decirse así.

—¿Qué ha dicho?

—Un momento. Ahí está Reuben.

El grandullón estaba haciéndoles señas desde el arcén a oscuras. Pararon y en cuestión de minutos habían cargado la motocicleta en la trasera de la furgoneta. Cuando volvieron a ponerse en marcha, Annabelle explicó lo que Alex le había contado. Al oír el nombre de Hayes, Reuben palideció ligeramente.

—¿Macklin Hayes?

—Sí. ¿Le conoces?

Él asintió.

—Estuve a sus órdenes en la inteligencia militar. También hice algunos trabajos de campo para él en ciertas zonas del mundo donde el buen general tenía fama de dejar a sus hombres en la estacada cuando la cosa se ponía fea. Yo resulté ser uno de sus pequeños sacrificios. Pero la mierda nunca le salpicó. Motivo por el que el cabrón ha llegado a donde está.

—Pues por lo que parece, va a por Oliver y ahora también a por Knox.

—Entonces, ¿el plan de Hayes es liquidar a Oliver? —dijo Reuben lentamente.

—Pero le llevamos la delantera en ese aspecto —dijo Annabelle al notar la expresión nerviosa de Reuben—. Y como te la jugó, esta sería una forma ideal de zanjar el asunto —añadió.

—Con un tipo como Macklin Hayes no se zanjan asuntos, Annabelle. Tiene un ejército detrás y es un desalmado, aparte de listo y artero como pocos. Nunca he tenido constancia de que saliera perdiendo en algo.

—Reuben, podemos derrotar a ese capullo.

—Pero en realidad no sabemos si Knox huye de Hayes —intervino Caleb—. No es más que la opinión de Alex. Quizá todavía trabajen juntos en esto. Tal vez la visita de Hayes a Alex fuera una artimaña para darnos una falsa sensación de seguridad.

—Eso no tiene sentido, Caleb —espetó Annabelle.

—Tiene tanto sentido como que nosotros vayamos por el país intentando encontrar a Oliver al mismo tiempo que la CIA. Es decir, ¿de verdad creemos que podemos ganarles en esto? ¿Y qué pasa si encontramos primero a Oliver? ¿Entonces qué? ¿Cómo lo hacemos desaparecer sin dejar rastro, teniendo en cuenta toda la gente que le persigue? No somos expertos en eso.

—Yo sí —replicó Annabelle.

—Vale, tú sí. Yo no. O sea que hacemos desaparecer a Oliver. ¿Y luego qué? ¿Vuelvo a mi trabajo de la biblioteca después de una extraña ausencia? ¿No crees que me atosigarán? —Miró a Reuben—. Y si me torturan, me iré de la lengua. No soy tan ingenuo como para creer que podré aguantar. Y entonces pasaré el resto de mi vida en la cárcel. ¡Qué bien! ¡Yupi!

—Si eso es lo que piensas, ¿por qué coño has venido? —replicó Annabelle enfurecida.

—Hemos venido porque apreciamos a Oliver y queríamos ayudarle —respondió Reuben.

—¿Y habéis cambiado de opinión? —preguntó ella.

—No es tan sencillo, Annabelle.

—Claro que sí —repuso con fiereza—. La pregunta no ha cambiado, así que la respuesta sí que debe de haber cambiado. —Miró a uno y luego al otro—. ¿Y ahora qué? ¿Os rendís? ¿Queréis volver a la ciudad? ¡Pues muy bien, largo! ¡Largaos de aquí! Tampoco es que os necesite.

Reuben y Caleb se miraron con expresión culpable.

—Para la furgoneta, Caleb —ordenó ella—. Yo me bajo.

—Tranquilízate —instó Reuben alzando ligeramente la voz.

—No, no pienso tranquilizarme. Me cuesta creer que vosotros y Alex seáis tan blandengues…

—¡Cierra la puta boca! —rugió Reuben.

Annabelle lo miró como si acabara de recibir un puñetazo en la cara.

Reuben le dedicó una mirada severa, con la expresión de un hombre apenas capaz de controlar su ira.

—He luchado en guerras por mi país. Me han disparado en el culo por mi país. He estado a punto de morir unas doce veces siguiendo a Oliver en sus aventurillas. Le quiero como a un hermano y he contado con él cuando no he tenido a nadie más. Con él entré en una cámara mortífera llamada Murder Mountain y casi no salimos para contar el cuento. ¿Y sabes quién estaba con nosotros? Alex Ford. Puso su carrera en peligro cuando podía haberse lavado las manos. Y también le dispararon, hizo frente a un grupo de ninjas coreanos que querían cortarnos el cuello, se llevó un disparo destinado al presidente de Estados Unidos, y prácticamente sin ayuda nos sacó de ese pozo siniestro. —Miró a Caleb—. Y a este hombre lo han secuestrado, golpeado, casi asfixiado y hecho saltar por los aires, y nos ha salvado el pellejo a Oliver y a mí en varias ocasiones. Y los dos tuvimos que soportar que mataran a uno de nuestros mejores amigos. Y lo único que hicimos fue levantar la cabeza e intentar seguir adelante. Y ahora estamos aquí, en el culo del mundo, intentando que Oliver siga con vida mientras un capullo que haría parecer una madre abnegada a Charlie Manson nos pisa los talones. Así pues, si esa es tu definición de blandengue, entonces somos blandengues con mayúsculas, señora.

Durante el minuto siguiente lo único que se oyó en la furgoneta fue la respiración pesada de Reuben Rhodes.

Annabelle se lo quedó mirando mientras una serie de emociones encontradas competían en su interior, hasta que una salió vencedora.

—Soy una idiota, Reuben. Lo siento. Lo siento mucho.

—Sí, ya. Mierda. —Sulfurado, bajó la mirada y dio un puñetazo al asiento con su manaza.

Caleb habló antes de que Annabelle tuviera tiempo de añadir algo más.

—Tal vez deberíamos seguir adelante.

Reuben lo miró con ojos enrojecidos y sonrió con expresión sombría.

—No será la primera vez. Y esperemos que tampoco sea la última.

Annabelle estiró los brazos y cogió una mano de cada uno de los hombres.

—Acabo de darme cuenta de algo —reconoció.

—¿De qué? —preguntó Caleb.

—De que probablemente debería mantener el pico cerrado. Me he comportado como si fuera la cabecilla, pero ni siquiera soy miembro de pleno derecho del Camel Club. No me lo he ganado.

—Vas por el buen camino —dijo Reuben dedicándole una sonrisa fugaz.

Ella le apretó las manos y le devolvió la sonrisa.

—Bueno, ¿cuál es el siguiente pueblo de la lista? —preguntó Reuben.

Caleb miró el papel.

—Divine.