Knox entró en Divine sin saber muy bien a qué atenerse. Era tarde, estaba oscuro y apenas se veían luces encendidas en la calle principal. Condujo mirando a derecha e izquierda, aunque dudaba encontrarse con John Carr apostado en una esquina esperando su llegada. Pasó delante de un restaurante llamado Rita’s. Vio el juzgado y la oficina del sheriff, ambos aparentemente vacíos a esas horas. Se planteó si despertar al policía local para que le ayudara en su búsqueda, pero recordó que los policías de los otros pueblos no le habían ayudado en nada. Esta vez probaría otra táctica.
Salió de la calle principal y se dirigió al oeste, por lo menos según la brújula del coche. El sentido de la orientación de Knox hacía horas que se había atascado, culpa del tiempo que llevaba vagando por los achaparrados Apalaches.
Aminoró la velocidad cuando vio lo que parecían los restos de una caravana. Pensó que un tornado debía de haberlo destrozado, pero los árboles y el terreno circundante estaban intactos. Paró el coche, salió e inspeccionó el lugar.
Los restos ennegrecidos e irregulares y el diámetro de los escombros le indicaron que se había tratado de una explosión. Un poco raro, desde luego. No significaba que John Carr estuviera en aquel lugar, pero, por lo menos, era algo inusual.
Luego recorrió el centro del pueblo un par de veces. Entonces vio la pensión. Aparcó un poco más abajo y subió caminando, alerta por si veía algún indicio de Carr.
Llamó a la puerta varias veces, hasta que al cabo de unos minutos oyó pasos acercándose con parsimonia.
—¿Sabe qué hora es, joven?
A Knox no le llamaban «joven» desde hacía por lo menos veinte años. Disimuló una sonrisa.
—Disculpe, pero he llegado más tarde de lo que preveía.
—¿Quiere decir que ha venido expresamente a Divine? —preguntó el hombre con incredulidad.
—¿Existe alguna ley que lo prohíba? —repuso Knox, sonriendo de oreja a oreja para ablandar al hombre.
—¿Qué desea? —dijo el hombre bruscamente.
Nada de ablandamiento.
—Ahora mismo, un sitio donde dormir, ¿señor…?
—Llámeme Bernie. Lo siento, pero estamos completos.
Knox miró por encima del hombro.
—¿Es temporada alta en Divine?
—Sólo tengo dos habitaciones disponibles.
—Entiendo. Lo que pasa es que tenía que reunirme aquí con un amigo. A lo mejor le ha visto. Es un tipo alto y delgado de unos sesenta años. Pelo blanco muy corto.
—Oh, Ben. Ocupa una de las habitaciones, pero ahora mismo no está.
—¿Tiene idea de dónde está?
—¿En el hospital, quizá?
—¿Se ha hecho daño?
—Pues casi sale volando por los aires. Bob y Willie Coombs murieron y su amigo estuvo a punto de pasar a mejor vida.
Knox mantuvo un tono tranquilo y sereno.
—¿Dónde está el hospital? Iré a ver cómo se encuentra.
—Oh, se ha recuperado. Todos nos alegramos de ello. Ben es todo un héroe.
—¿Cómo es eso?
—Ha ayudado a un par de personas del pueblo. A Danny Riker cuando se metió en líos en un tren. Y a Willie Coombs cuando estuvo a punto de morir por las drogas. Ben los salvó a los dos. Un hombre muy bueno. Y luego agredieron a Danny aquí en el pueblo. Y Ben volvió a salvarlo. Apaleó a tres tíos, o eso dijeron.
—Vaya, muy típico de Ben. Siempre en medio de todas las movidas. Le daré recuerdos de su parte cuando lo vea en el hospital. ¿Dónde me ha dicho que estaba?
Bernie se lo dijo.
—Pero hace mucho rato que acabó el horario de visitas.
—Veré si hacen una excepción.
Knox deslizó un billete de veinte dólares en la mano del viejo cuando se dieron la mano.
—Puedes dormir en la habitación delantera —dijo Bernie, indicando el espacio que había detrás de él.
—Gracias, quizá lo haga.
Volvió al coche con paso despreocupado.
Mientras conducía con una mano por la calle serpenteante, utilizó la otra para abrir la guantera. Extrajo su pistola de 9 mm y la colocó en el asiento del copiloto.
«John Carr, allá voy».