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Alex Ford estaba sentado en la cocina tomando con parsimonia un plato de sopa y una cerveza. En gran medida, desde el último encuentro con el Camel Club, o lo que quedaba de él, había seguido trabajando por inercia. Había pasado con el coche por la casita del cementerio de Mt. Zion con la esperanza de que Annabelle hubiera regresado. Había llamado a Reuben varias veces, en vano. Y Caleb se había ausentado de la biblioteca; cuando lo llamó al trabajo, le dijeron que se debía a asuntos personales inesperados.

Sabía qué estaban tramando: cómo salvar a Oliver.

Y la mitad de su ser, o quizá más de la mitad, esperaba que lo consiguieran y que Oliver escapara a la acción de la justicia.

Cuando sonó el teléfono, arrugó el ceño. Probablemente fuera su jefe para endosarle alguna hora extra en una misión de protección de bajo nivel. Pues esa noche estaba ocupado. Tenía dos reposiciones de Tivo pendientes, la sopa de tomate que acabarse y cervezas por liquidar.

—¿Sí?

Era su jefe, pero no para que hiciera horas extras. Le dijo a Alex que recibiría una visita de inmediato y que se esforzase por cooperar.

—¿De quién se trata?

Pero su jefe ya había colgado.

Llamaron a la puerta al cabo de medio minuto, lo cual indicó a Alex que su jefe se comunicaba con las «visitas» y acababa de darles el visto bueno. Vertió el resto de la cerveza por el fregadero de la cocina, se remetió la camisa en la cinturilla, se ajustó rápidamente la corbata y abrió la puerta.

Alex medía metro noventa y cinco, pero aquel hombre de pelo cano y rostro anguloso le sacaba por lo menos siete centímetros.

—Agente Ford, soy Macklin Hayes. Me gustaría hablar con usted.

Alex dio un paso atrás para que entrara, al tiempo que atisbaba más allá para ver si iba solo. No vio a nadie, pero Alex sabía lo suficiente sobre Hayes para intuir que aquel hombre no iba solo a ningún sitio. Cerró la puerta y señaló una silla para que se sentara.

—Gracias.

Alex ocupó la silla delante de él e intentó mostrarse despreocupado.

—¿En qué puedo ayudarle, señor?

—Tengo entendido que uno de mis subordinados, Joe Knox, vino a verle para tratar cierto asunto.

Alex asintió.

—Así es. Me hizo unas preguntas sobre una persona que conozco.

—¿John Carr?

—Me preguntó por Carr, pero no conozco a nadie que se llame así.

—¿Oliver Stone, pues? ¿Conoce usted al hombre que se hace llamar Oliver Stone?

—La mayoría de los agentes del Servicio Secreto que han realizado misiones de protección de la Casa Blanca le conocen.

—Pero ¿usted mejor que los demás?

Alex se encogió de hombros.

—Yo diría que es un conocido.

—Era mucho más que un conocido, y me va a contar todo lo que sabe sobre sus planes para asesinar a Carter Gray y al senador Simpson. Y si le ayudó a huir. En el peor de los casos eso le convierte en co-conspirador. En el mejor, cómplice antes y después. En un asunto tan grave, cualquiera de las dos opciones le conducirá a la cárcel de por vida.

«Vaya, no se anda con eufemismos».

—No sé de qué demonios está hablando.

Hayes sacó un papel del abrigo y lo miró.

—Casi veinte años en el Servicio Secreto, buena hoja de servicios. Usted fue quien protegía al presidente en Pensilvania cuando lo secuestraron.

—Fui el único que quedó en pie.

—O sea que estaba allí cuando desapareció. ¿Tuvo algo que ver con su reaparición? Y más en concreto, ¿su amigo Stone participó?

—Repito que…

Hayes no le dejó terminar.

—¿Ha oído hablar alguna vez de Murder Mountain? ¿De un agente de la CIA que desapareció, Tom Hemingway? ¿De unas pruebas que su amigo Stone tenía contra Carter Gray? ¿O de una ex espía rusa llamada Lesya?

Alex estaba al corriente de todo aquello, pero guardó silencio, ya que ¿qué podía decir que le beneficiase?

—Lo interpreto como un sí.

—Oliver ayudó a desarticular una red de espionaje en Washington D. C. Uno de sus empleados estaba implicado. ¿Le suena? Recibió una mención del director del FBI.

—Me alegro por él, pero dudo de que le sea útil cuando lo pillen y lo juzguen por dos asesinatos.

—¿Qué desea de mí exactamente?

—Saber qué le preguntó Knox y qué le contestó usted.

—¿Y por qué no se lo pregunta directamente? Seguro que lo tiene apuntado en un detallado y pulcro informe y… —Alex lo comprendió—. ¿No sabe dónde está el agente Knox?

—No estoy aquí para responder preguntas, sino para formularlas. Tengo entendido que ha recibido una llamada de su superior pidiéndole que se esfuerce por cooperar.

Alex dedicó los dos minutos siguientes a contarle lo que él y Knox habían hablado.

—¿Nada más? —dijo Hayes, claramente decepcionado—. Tendré que decirle a Knox que haga un curso de actualización de técnicas de interrogatorio.

—Me dijo que regresaría a hacerme más preguntas. Ya le diré que le está buscando —repuso Alex con cierto deje irónico.

Hayes se levantó.

—Un consejo: si descubro que algo de lo que acaba de contarme no es verdad, o si me ha ocultado algo importante, ya puede irse preparando para pasar una buena temporada en el Castle.

—¿La prisión militar de Leavenworth? Yo no soy militar.

—También es para quienes cumplen condena por delitos contra la seguridad nacional. Pero para responder a su pregunta más claramente: usted es lo que yo quiera que sea.

En cuanto quedó a solas, Alex se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Exhaló una bocanada y se levantó con piernas temblorosas. Ya puestos, mejor que se hubiera aliado con el Camel Club para encontrar a Oliver, dado que todo apuntaba a que acabaría en la cárcel de todos modos.

El teléfono volvió a sonar. Probablemente fuera su jefe para reprocharle que no había cooperado demasiado y que qué le parecía quedar suspendido de empleo y sueldo.

Pero se equivocaba.

—¿Agente Ford? Soy Melanie Knox, la hija de Joe Knox. Alguien ha allanado su casa y no consigo localizarlo. Lo único que he encontrado es una lista en la que consta su nombre.

—¿Cuándo tuvo noticias de su padre por última vez? —Ella se lo dijo—. Yo hablé con él con anterioridad. Desde entonces no he sabido nada de él. Podría tratarse de un robo. Debería llamar a la policía.

—No han robado nada de valor. Las dos cajas fuertes estaban intactas.

—No sé qué espera de mí.

—¿De qué habló con usted?

—Lo lamento, pero no puedo revelarlo.

—Agente Ford, estoy muy preocupada. La última vez que hablé con mi padre lo noté… pues… como si hablara conmigo por última vez. Estoy convencida de que se encuentra en un buen aprieto.

«Tal vez por eso he recibido la visita de Hayes. Su perro fiel ha perdido el rastro y el viejo va a ciegas». —Cuando habló con él, ¿le dio alguna indicación de dónde estaba?

—Dijo algo sobre que se encontraba al oeste de aquí, en un entorno rural. Yo bromeé sobre el hecho de que hubiera terroristas en los valles. Y dijo que nunca se sabía.

—La verdad es que no es mi especialidad, señorita Knox.

—Soy abogada en un bufete privado y tengo muchos contactos, y si bien mi padre nunca ha mencionado lo que realmente hace para el gobierno, sé que no se trata de ninguna misión diplomática del Departamento de Estado, eso no es más que una tapadera. Por favor, ¿puede confirmarme eso por lo menos?

Alex vaciló, pero el tono suplicante acabó tocándole la fibra.

—Que yo sepa, estaba haciendo una labor de investigación para la CIA, o al menos cooperaba con ellos de algún modo.

—¿Sobre algo importante?

—Lo bastante. Está buscando a alguien que no quiere que le encuentren.

—¿Esa persona es peligrosa?

—La mayoría de las personas que no quieren ser encontradas lo son.

Le pareció que la chica gemía.

—¿Qué debo hacer? —le preguntó—. Mi madre ha muerto y mi hermano está con los marines en Irak. ¿Qué debo hacer, agente Ford? No sé a quién más recurrir.

Alex se quedó con la mirada perdida. Le pareció que sus casi veinte años en el servicio se esfumaban de su memoria. Si Hayes se salía con la suya, eso podría convertirse en realidad. Así pues, ¿por qué quedarse sentado esperando a que el misil le diera de lleno en la cabeza?

—Deme un número donde pueda llamarla a cualquier hora. Investigaré a ver qué averiguo.

—Oh, Dios mío, muchas gracias.

—No puedo prometerle que, si descubro algo, vaya a ser lo que usted quiere oír.

—Agente Ford, sé que no conoce a mi padre, pero si estuviera usted en un apuro, querría que Joe Knox le cubriera las espaldas. Es honesto como pocos. Espero que eso signifique algo para usted.

—Sí, y mucho —repuso Alex con voz queda.